8. Día 6

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Dumbledore despertó sobresaltado. Se había quedado dormido al lado del pensadero, con los brazos apoyados sobre la mesa, y la cabeza sobre ellos. Ahora le dolía el cuello, y no lograba enfocar bien la vista. ¡Pero si no llevaba puestas las gafas! Se la habían deslizado hacia un lado mientras dormía.

Con la cabeza dándole vueltas, logró apoyar su dolorido cuerpo contra el respaldo de su silla, y miró al pensadero, sin entender qué diablos estaba haciendo sobre su mesa. Entonces se acordó ¡Severus!

Miró el reloj, y descubrió que eran las diez de la mañana. Quedaban menos de veinticuatro horas para que Snape sufriera el beso del dementor, y todavía no había encontrado pruebas contundentes que demostrasen su inocencia. Sí, era cierto que aquellos recuerdos demostraban que había querido y protegido a su hermana, y que posiblemente se había enamorado de Mary-Anne, pero de ahí a declararle inocente de sus asesinatos...

Pero aún le quedaba una última botellita por abrir. Era la más reciente, y quizá la más importante de todas. Con las manos temblorosas, Dumbledore la vació en el pensadero, y ahogando las protestas de dolor de su cuerpo, se introdujo de nuevo en aquellos remolinos plateados.

El viejo director esperaba poder ver los recuerdos que Snape había guardado de la batalla final y del importante papel que tuvo en ella. O de los días posteriores, cuando el nombre del mortífago fue limpiado de años y años de lacra. Esperaba ver algo que le liberase al fin, y por ello se sorprendió al ver que el recuerdo no tenía nada que ver, ni con la batalla, ni con los juicios, ni con las noticias de los periódicos...

***

Snape estaba vestido como un muggle, y andaba tranquilamente por la calle, sin que nadie reparara en él. En la cara lucía un par de finas cicatrices, testimonio de su anterior lucha, y cojeaba un poco, pero nada de eso parecía importarle. Su paso era animado, con las manos metidas en los bolsillos, y por raro que pareciera, tenía todo el aspecto de estar contento.

De pronto, el antiguo mortífago se detuvo, y Dumbledore reconoció el lugar: era el colegio donde trabajaba Mary-Anne. La mujer estaba en el patio, rodeada de niños. Los chiquillos estaban sentados en círculo, alrededor de ella, mientras la mujer les leía un cuento. Desde lejos no se distinguían sus palabras, pero sí se oía claramente su voz cristalina al narrar aquella historia, y las exclamaciones de los niños cuando algo les sorprendía. 

Entonces, Mary-Anne levantó la vista, y vio a Snape mirándola desde el otro lado de la verja. Por su cara cruzaron la sorpresa y la incredulidad, y luego, repentinamente, una resplandeciente sonrisa.

Dejó el libro a un lado, se levantó y corrió hacia la verja, abriendo una puerta que comunicaba con la calle. Los dos adultos de acercaron, y Mary-Anne se tapó la boca con las manos, aún sin poder creerse que él estuviese allí. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Snape abrió los brazos, tímidamente, y Mary-Anne se tiró a ellos sin dudar.

Se abrazaron con fuerza, y por unos momentos ninguno de los dos dijo nada. La mujer rompió a llorar de repente sobre el hombro de Snape, y él hundió la cara en su pelo cobrizo. Le dio unas suaves palmadas en la espalda, y durante unos minutos, ninguno de los dos se movió, hasta que ella fue capaz de controlar su llanto y mirarle. Se secó la cara con las manos, pero estaba demasiado emocionada. Reía y lloraba al mismo tiempo.

–¿Ya está? –preguntó.

–Se acabó –confirmó Snape, tan emocionado como ella.

–¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

–Mira –él se arremangó el antebrazo, que aunque cubierto de heridas, estaba libre de la Marca Tenebrosa. Mary-Anne rompió a llorar de nuevo, esta vez de alivio, y volvió a abrazarle.

Recuerdos de un mortífago (Severus x OC)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora