5- La Cosa Nostra

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Quizás debí comenzar por contarles quién soy, aunque dejar de lado esa parte de mi vida me costó tanto, que volver a ella ahora se me hacía irreal.

Todos me conocen como Cassie, pero mi verdadero nombre es Cassandra Nadali.

Había cambiado toda mi apariencia en el intento de pasar desapercibida para la Cosa Nostra.

Había teñido mi cabello rojizo, heredado de mi madre Giulia, por un negro azabache y había alisado mis rizos naturales. En cuanto a mi rostro, tapaba las pecas con una base de maquillaje que las cubría por completo y ahora me maquillaba y vestía al estilo emo. Un cambio extremo si tengo que ser honesta.

Sin embargo, todo había sido en vano. Sabía que la Cosa Nostra me perseguía y conocía cada uno de mis pasos, lo sabía muy bien. Y cuando me refería a la Cosa Nostra, lo hacía al grupo mafioso de mi padre, Tomasso Nadali.

Él vino de Sicilia a Estados Unidos cuando era muy joven, apenas diez años, junto a sus padres y a sus dos hermanos menores.

Su padre, Dino, trabajó muy duro para construir su imperio, que era lo mismo a lo que ya se dedicaba en Sicilia, diversas actividades ilegales, incluyendo el tráfico de drogas, extorsión, juego ilegal, préstamos usurarios, lavado de dinero y otros crímenes organizados. Una variedad bastante grande y atroz, desde mi punto de vista.

Nunca estuve de acuerdo con la vida que llevaba mi padre, a pesar de todos los beneficios que obtuve de joven, por esa misma vida que él tenía.

Yo era, quizás, la que más odiaba todo lo que tuviese que ver con esos negocios y mi pobre madre, quien recibía cada uno de mis ataques, sobre todo por seguir con un hombre como mi padre.

─Hija, no lo entiendes. No es tan fácil como simplemente decirlo.

Esas palabras me acechaban cada noche antes de dormir. Su recuerdo me acechaba.

Mamá era la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida. Cabello largo rojizo y con rizos, ojos verde esmeralda, alta y con curvas. El sueño de todo hombre italiano.

Papá la conoció unos años después de llegar a Estados Unidos. Ella también era hija de italianos, pero había nacido en Estados Unidos.

Giulia Marchetti. La chica más hermosa del barrio y la más codiciada.

─No puedo negar que en mi juventud los hombres se me tiraban encima ─solía decir mi madre cada vez que contaba su historia de amor con mi padre.

Veinte años después, ella seguía casada con mi padre, hasta que la enfermedad la atacó por sorpresa. Cáncer. Todos en la familia quedamos destrozados cuando esa maldita enfermedad se la llevó en cuestión de meses. Nadie fue el mismo después de su muerte, sobre todo yo.

La muerte de mi madre marcó un antes y un después para mí. Con apenas dieciocho años y estando en el último año de la preparatoria, ya no estaba dispuesta a poner la otra mejilla y fingir demencia cuando sabía que lo que mi padre hacía no era del todo santo. Me rebelé contra él, contra mis hermanos, contra quien quisiera ponerse frente a mí. Ahí fue cuando todos decidieron que ya no pertenecía más a la familia y que querían que me fuese de la casa familiar. Me desheredaban. No sin antes dejarme bien en claro que tendría que dormir con un ojo abierto por el resto de mis días, por considerarme una traidora a la familia.

─Fuiste demasiado lejos Cassandra. No me dejas otra alternativa ─declaró mi padre antes de hacerme sacar de la casa por uno de sus guardias.

─Si hacer público mi pensamiento de que eres la peor escoria que he conocido en mi vida, es no dejarte otra alternativa, entonces estoy bien con ello ─le respondí subiendo la apuesta. No planeaba quedarme callada nunca más, no después de lo que había descubierto poco tiempo después de la muerte de mi madre.

Mi padre no tuvo el valor para lanzarme a la calle en el día más frío de todo el año, así que se lo dejó a sus lazarillos de turno. Con dos maletas en mano y unos pocos dólares encima, me fui de casa sin rumbo. Esa fue mi bienvenida a la adultez. Una muy dura, sin dudas.

Esa noche, mientras la nieve caía, y mi cuerpo tiritaba de frío, anduve caminando por un largo rato; pensando, tratando de aclarar mi mente y, finalmente, intentando encontrar un lugar donde dormir.

Al parecer mi padre seguiría siendo una piedra en mi zapato, puesto que ninguna de mis supuestas amigas quería recibirme en su casa por orden de él. Se me había olvidado la parte en la que mi padre controlaba el trabajo de todos los padres de familia de la zona y yo, como una tonta, fui directo a morderle la mano de quien me y les, daba de comer.

Empecé a cuestionarme si había hecho lo correcto, justo cuando el chirrido de las llantas de un auto estacionando donde yo me encontraba parada, me sacó de mi pena.

─¿Te llevo?

La voz del conductor del maseratti color azul eléctrico me resultó tan inconfundible, tan particular, que no fue necesario que se presentara para saber de quién se trababa.

Había llegado mi salvación y, a la vez, mi perdición.

El dolor se paga caroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora