5. Castigo.

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Arden

El padre Aurelio jaló mi muñeca, instándome a ponerme de pie en su manera bruta de ser, sellando el rastro de sus huellas en mis huesos.

—¡Tenga cuidado! ¡Me está lastimando!—chillé, tratando de recuperar la autonomía de mi brazo.

Su risa ronca y sin pizca de gracia tronó en la cocina.

—¿Te lo parece? Pero si no aún no comienzo contigo—siseó, dando un fuerte jalón que finalmente me sacó del asiento—. Camina, eres buena para todo menos para obedecer.

La cabeza me giraba, mi mente era un caos de pensamientos, fugaces como estrellas.

Fue mi turno de reír.

—¿Usted como sabe que lo soy para todo, si apenas me ha dado una probada?

La penitencia debía ser compartida, entonces. La erección que cargaba no era nada sagrada.

—Cierra la maldita boca, Arden—dijo, abriendo la puerta del sótano—. No sabes cuándo parar, no tienes autocontrol.

Pese a que el terror me invadió cuando enfrenté nada más que oscuridad, no le di el gusto de dejarme ver afectada por eso. Buscaba castigarme, mostrarme arrepentida le daría poder sobre mí y eso sería demasiado ridículo.

El reproche que tenía lista para soltar pereció en su lengua cuando, en un movimiento totalmente inesperado, unió nuestros labios en un beso demandante y placentero.

No tardé en adaptarme a su cadencia desesperada, en la forma que tenía para devorarme, noté los años de experiencia y también esos dónde no tuvo nada más que deseos inconclusos. Capté su dubitación, la meditación de si aquello era correcto o no, y juraría sentir el instante dónde prefirió mi piel por encima de su inmaculada fe.

El padre Aurelio me besaba como si separarse de mí, significaba jamás volver a sentir nada parecido.

De repente y para mi mayor disgusto, se apartó de mí y me hizo descender por los viejos y rechinantes escalones. Mi cuerpo era un único latido, me sentía frenética, agitada.

La ausencia de mi vista agudizó mis sentidos. Lo sentí moverse por ese espantoso sitio, la excitación hervía en cada rincón de mi cuerpo cuando me hizo tomar asiento en una silla, creí que me correría de pura expectativa al sentirle arrodillarse entre mis muslos, mi espalda se arqueó del placer que sus manos recorriendo mis piernas, dispersaron por mis extremidades.

La nariz me picó cuando el olor a polvo se filtró en mis fosas nasales cuando tomé un respiro hondo para controlar el choque de sensaciones, pero el beso que posó en mi abdomen desnudo, borró cualquier disgusto.

Escuché metal arrastrarse, quizás se había quitado la hebilla. Sonreí a la nada al percibir sus labios bajar despacio, mientras sus manos me quitaban los zapatos.

—¿Por qué no habla? ¿Dios le ha cortado la lengua espiritualmente?

No respondió, lo odié por eso, me dejaba como estúpida charlando sola. Sola, como me sentí al percibirle separarse de mí.

—Aquí te vas a quedar el resto de la noche, recapacita lo que haces, aprende de tus errores, corrígete—pronunció, definitivamente furioso—. Agradece que soy un hombre compasivo, con gusto te dejo el resto de tu estancia aquí.

¿Qué carajos decía?

Traté de caminar para escapar de las penumbras, pero caí de rodillas al piso. Algo ató alrededor de mi tobillo que me encadenó a la pared como una maldita rea. La vergüenza me abofeteó cuando caí en cuenta que sus besos fueron putos distractores.

Bendita TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora