9. Acecho.

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Arden


Conocí la verdadera fuerza de palabra del padre Aurelio los días posteriores a la discusión.

No me dirigía un vistazo ni siquiera cuando coincidíamos en alguna parte de la iglesia. Las cenas eran los momentos más nostálgicos del día, me sumía en su silencio a solas y para el cuarto día de indiferencia, ni siquiera la televisión conseguía hacerme compañía.

Si esperaba que le dijese algo, que fuese yo quien iniciara la plática o lo que sea, podía esperar sentado en su despacho, eso no pasaría, mi dignidad ya fue masacrada la tarde que decidí meterme al confesionario y él, luego de cogerme como le dio su reverenda gana, me despachó como si nada.

Pero claro, yo era la mala del cuento y él el pobrecito sacerdote que caía en mis tentadoras artimañas.

Al menos tenía el agrado de ver florecer una amistad con varias mujeres de la congregación. Sabía que varias renegaban de mi presencia en este lugar o me acusaban de no ser una servidora de valor, pero con una charla amena todo podía resolverse.

Menos Mary De Roosevelt. Esa mujer cizañera no bajaba la guardia, estaba segura de que fue ella quien envió la estúpida carta a la catedral.

Se cumplió un mes de mi llegada a este sitio y ya no soportaba usar la peluca todo el día. Extrañaba mi cabello negro, mi habitación, mi casa, mi sobrina y el vaso favorito de mi alacena.

Y los odié con más fervor. Al imbécil de Joshua, a la groupie de Regina y un poco a mí, por rebajarme a su nivel y perder mi maravillosa estatuilla y la libertad de siquiera permanecer en mi casa.

Pero me quedaban dos meses en este lugar. No podía caer en la desilusión tan pronto, no le daría el poder de controlar mis sentimientos, el padre Aurelio aprendería que no es la única posible entretención para mí.

─Señorita, Dios la llenará de bendiciones por esto─dijo el muchacho que rondaba mi edad, luego de cerrar la compuerta del camión─. Los niños se pondrán felices, ya hubiese querido tener un regalo así de chiquillo.

La mañana pasó en un suspiro, ocupados en la entrega de cientos de juguetes y comida para las criaturas del orfanato. Me encargaría de ganarme el perdón de Dios por haber tomado la santidad de su no tan fiel sirviente a como de lugar.

─Eso espero─respondí, bajé las gafas de sol a la punta de mi nariz para estudiar su rostro─. ¿Cómo te llamas? Te he visto por aquí varias veces y me parece descortés no saber tu nombre.

Era guapo, quizás tenía un año menos que yo, dueño de unos ojos del color de la miel, una nariz aguileña y una sonrisa amable. No encontré anillo en su mano, bien, no lo esperaba nadie en casa.

Noté la sorpresa ensancharle la mirada. Quitó la gorra de su cabeza para darle vuelta y limpiar el leve sudor de su frente con el dorso de la mano.

─Oliver Spring, señorita Gabriela.

Esbocé una sonrisa. Su nombre era tan lindo como él. No podía sentirme más decepcionada, no existía cosa más triste que ver con ternura a un hombre. Necesitaba que me removiera el estómago producto de la intimidación que emanase de él.

Exactamente como ocurría con el bendito padre Aurelio.

─Ah, es que conoces el mío─fingí desconcierto.

Su sonrisa de cortesía creció.

─¿Quién no? Todos sabemos de usted, señorita, es famosa...

Abrí la mirada, aterrada. ¿Famosa? ¿Sabía sobre el montaje que Maya y el padre Balmaceda crearon? ¿Quién más podría saberlo? El trato era mantener el perfil escondido, los medios no podían enterarse de mi paradero.

Bendita TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora