20. Intromisión.

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Aurelio

La escalera crujió bajo los zapatos, cuarenta y dos días atrás la visita temporal se fue una noche, olvidando una botella de perfume y un blusón de seda.

Subí lentamente hasta empujar la compuerta y asomar la cabeza en la penumbra, recibiendo la saturación de aromas y la molestia en la garganta al traer de regreso los recuerdos que intentaba mantener enterrados bajo capas de fe y deber.

El aire templado y polvoriento del ático me rozó la túnica. La habitación se iluminada solo por la luz tenue de la luna, atravesando el pequeño cuadro en la pared. Mi vista cayó en el colchón, seguía tal como la había dejado. Me acercó lentamente, sintiendo el peso de su ausencia en presionarme las costillas.

Me senté en el suelo, junto a la cama, estiré el brazo para tocar las sábanas que aún conservaban el rastro de su fragancia. Me encargué de que así fuese, esparciendo el perfume sobre ellas. Recordé las noches conversando en susurros. Una risa se desprende de mí. Arden decía que, si Dios no escuchaba a los marginados, a los ateos menos les prestaría atención. Estábamos a salvo.

Cerré los ojos dejando que los recuerdos me inundaran. La veía corriendo por los prados, con su peluca rubia por las calles de Louisville, en el templo, su rostro iluminado por la luz de las velas con el rostro contraído en una mueca de aburrimiento que, cuando se daba cuenta del ceño, eliminada rápidamente. Arden reservaba las expresiones para sus papeles en pantalla, decía que prefería mantener las arrugas a raya.

Mis ojos se toparon con el blusón en el medio del colchón, mi mente viajó a el confesionario, el descaro y el desborde de deseos reprimidos dieron paso a esto, al paupérrimo estado de extrañar con tanto poder a alguien que el peso del hábito se tornó insostenible.

Pasar por aquí se volvió una patética rutina. Cada domingo después de vocalizar santidades y sermones, inmunes al camino que mis pensamientos recorrían todas las noches. Ojos almendrados, cabello negro, piel bronceada y pechos prominentes. Acaricié la seda que alguna vez besó su piel. Arden, Arden Raw, Arden Rose.

Pero ella se había ido, y el ático estaba vacío. Me levanté con dificultad soltando la prenda.

Era claro que debía continuar con su vida, es lo que se veía, sonriendo, posando, declarando en revistas. Recibiendo invitaciones de la manada de hombres con la libertad de caminar por la ciudad con su compañía, con su mano entrelaza a la suya, la mano que en algún momento lucirá un diamante y tendré que morderme la lengua para no profanar con maldiciones que el compromiso no lo pedí yo, porque decidí cumplir con mi deber y seguir sirviendo a mi fe. Pero aquí en el ático, en este santuario de recuerdos, me dejaba extrañarla. Aquí arriba admitía que Arden Rose me dejó tan marcado de ella, que en la oscuridad mis tatuajes cambiaban, podía leer su nombre en los trazos de tinta.

Con un último vistazo a la cama, me alejé a la escalera y cerré la puerta del ático, encerrándola como una princesa olvidada en la torre más alta del castillo.

...

El sol de la tarde me abrasaba la piel, lanzando destellos sobre las herramientas dispersas alrededor del coche. Con las mangas de la camisa arremangadas, por tercera vez en la semana fingía que revisaba a detalle el viejo ford de Sophie. Ella prometía que escuchaba un ruido extraño, días antes vino aquí pidiendo un cambio de las tiras de freno, días antes a ese, un problema con las luces de cambio.

No podía negarme, el calor del motor y el olor a aceite me resultaba reconfortantes, un escape temporal a los pensamientos turbulentos.

Sophie ojeaba una revista de moda apoyada en la puerta del carro. La brisa suave movía las páginas mientras ella observaba las imágenes con atención. De repente soltó un grito, la miré y ella levantó la revista, señalando una bella cara dolorosamente conocida.

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⏰ Última actualización: Jun 26 ⏰

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Bendita TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora