18. Gris.

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A Mary De Roosevelt aprobación de Aurelio le faltó para montar una celebración en honor a mi partida. Sophie, en la llamada donde se alzó histérica y decepcionada, no se guardó nada.

Tampoco lo triste que el padre se presentó en la misa dominical. Arrastraba las cadenas del infierno en los tobillos. Le ofrecí costearle la academia de drama en Los Ángeles, exageraba las escenas mejor que muchos en la industria.

Después de pasar la madrugada en el aeropuerto y arribar a la ciudad horas después, pisé la realidad. Fue como caminar con tacones de hielo.

Pude llegar a casa con el camino libre, abrazar a mi hermana, tocarle el vientre abultado y besar la frente de mi sobrina. Le prometí comprarle la colección de muñecas que le diera la gana si me excusaba la falta de regalos, no pude traerle nada por mi huida.

Maya se movilizó con la información tres días después, con el permiso de la jueza después de la declaración a favor de Aurelio. Estaba libre de la sentencia, nadie tenía que buscar nada en la iglesia y Regina se enteró del número desagradable que Joshua fue a mostrar en Kentucky.

Tres días en casa, lo que era mi vida entera tenía un tinte de vacío que bien explicaba, pero me negaba a desarrollar.

Maya me explicaba las campañas que tenía hasta diciembre, contratos rechazados, otros nuevos. No supe de que manera decirle que me diera unos días más fuera de servicio. Fácilmente me abrumaba, me convertí en una mujer perezosa que añora lo que ni siquiera probó.

Quizás estaba exagerando, en tres meses estaría perfectamente bien, pero yo vivía del drama, tenía que disfrutar cada etapa.

—Arden, ¿me estás escuchando?

Me restregué la ceja.

—No, tengo los oídos de accesorio.

—¿Estás bromeando?

—No—bostecé y estiré los brazos—. No me funcionan, Maya, perdóname, pero necesito tiempo a solas.

Aquello la dejó estática.

—¿Me estás hablando en serio? Arden, pasaste meses encerrada en una iglesia, ¿qué más tiempo libre quieres?

Me levanté y cerré la portátil.

—Agradezco todo lo que has hecho por mí, pese a que te remunero más que bien, parece que se te olvida ese detalle—mascullé con dureza—. Te lo repito: estoy agradecida por ti y tu trabajo, pero en este momento necesito que me dejes en el limbo...

—¿Hasta cuándo?

Me comenzaba a irritar su actitud imperiosa, para evitar una confrontación, respiré profundo.

—Hasta el lunes, el lunes volveré.

—¿Necesitas un psicólogo?

Me desbordé en risas. Necesito un exorcismo.

—El lunes iré a esa sesión de fotos, envía al chófer por mí.

No levantó queja ni indagó nada más, eso también se lo agradecí.

Después de un ameno abrazo, abandonó mi residencia.

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—Aparta esa copa de aquí—refunfuñó Adele—. No haces más que antojarme un trago.

Consumí lo que restaba de la copa y acomodé la botella junto al pie que colgaba del sofá. Ardele dormía plácidamente en su habitación después de corretear por la casa, mi hermana, con su vientre al aire, compartía el sentimiento de nostalgia por la congregación con un vaso de jugo de cereza en la mano.

—No pudiste embarazarte en otro momento—me quejé y ella jadeó ofendida.

—¡Bueno! Puedes largarte con tus grandes amigos de la élite—se carcajeó hasta cesar en rotundo las risas—. Es broma, no lo hagas, no necesitas más escándalos, ¿bien?

Bebí de la botella como si fuese del jugo de mi hermana. Que me importaban los escándalos, no salgo de esta guarida porque no me apetece. Quería llorar a borbotones, saciarme del sentimiento sin sentido hasta aniquilar la nostalgia que me acechaba.

—¿Qué pasó en Kentucky, Arden?

El diluvio de lágrimas se acumuló, sonreí, elevando una barrera que no pudiesen traspasar.

—Me cogí al sacerdote.

Mi hermana chilló como un cerdo, en el apuro de levantar la espalda del cojín, desparramó el jugo en la alfombra, la misma que me costó miles de dólares y cuidaba de los descuidos de mi sobrina. Tampoco me importaba ahora.

—Cuéntame todo lo que pasó en esa iglesia, Arden Rose, cuéntamelo ya mismo—me urgió, acomodando la postura sobre el sofá.

Cerré los ojos. No sabía si desahogarme me haría bien o sepultaría, pero Adele no me dejaría en paz. Me llamó por mi nombre verdadero, como cuando me pegaba una regañina de hermana mayor.

Recolectando las memorias de los últimos meses, inicié la diatriba con un suspiro:

—Aurelio Balmaceda tiene los ojos verdes y más tatuajes que versículos en la biblia...

Le conté todo, desde el primer día hasta la última noche. Esquivando detalles como lo que ocurrió en la cocina, dentro de la caseta del confesionario y endulcé el castigo del sótano. No tenía porque saberlo.

Le relaté las noches a oscuras de vino, queso y revelaciones. Las reprimendas por la ropa que vestía, que luego le molestaba que tuviese puesta, Aurelio prefería tenerme desnuda.

Le dije sobre la estrambótica peluca, el calor de las tardes, los olores a estiércol que desapareció con el paso de los días, como lo nuevo fue mi costumbre.

Le presenté en descripciones a Sophie, a Oliver y hasta la vieja metiche de Mary De Roosevelt. A la horda de niños con talento para el teatro. Le mostré fotos de los atardeceres más bellos que vi, la fogata de esa noche de escape, las estrellas que me acompañaron.

—Volviste a ser tú—me dijo luego de un rato en silencio, la miré sin comprender—. Volviste a ser la chica que se crió lejos de la ciudad, la que olvidaste cuando conociste Broadway. Arden Rose.

Me acabé la botella.

—No la olvidé, crecí—le corregí.

No me contradijo, lo tomé como una carta para continuar los delirios.

Atontada por la piscina de vino que sentía en la cabeza. Terminé la narración con un: ¿crees que piense en mí? Adele se tapó la boca con las manos, sorprendida por alguna cosa.

—Mi linda Arden, está enamorada de Aurelio.

Arrugué la expresión.

—Claro que no, nada más extraño el trato de las noches.

Negó con la cabeza. Tenía un punto y no lo soltaría hasta sacarme las primeras canas, lo veía venir.

—Me hablas de que te enseñó la tranquilidad que te hacía falta, la vida pasiva, me hablas de sus ojos más de lo que hace con las manos, de lo fenomenal que se expresa y lo duro que la ha pasado en la vida, todo eso, con lágrimas que te niegas a soltar—dejó salir el aire—. Me suena a que estás enamorada.

Me senté erguida. No quería escuchar nada de eso, me haría ideas que no son y me destronarían la pizca de emoción por regresar que cuidaba con celo.

—Quizás un poco enamorada, un romance veraniego...

—Tienes veintiséis años, Arden, no estás para situaciones grises—me interrumpió con severidad—. O estás enamorada o no. El amor no se mide, o existe o no. En Joshua tuviste un salvador, le tenías cariño y pensaste que tenías que pagarle con más que trabajo, y Aurelio, quién dices fue una distracción, te hace brillar más los ojos que quien decías amar.

Que palabras tan fuertes, me martillaron la consciencia. Pensé en subir a mi recámara, dormir y esperar otro día más. Recordé la noche anterior, toqué el costado vacío, esperando encontrar piel, calor y el latido de un corazón.

No pude contenerme más, me eché a llorar abrazada a su vientre, borracha, sufriendo estúpidamente el luto de lo que pudo ser.

Bendita TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora