16. Invitado.

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Regresar de la cabaña fue una tragedia.

La magia se perdió en los kilómetros recorridos, mi cuerpo se enfrió después de pasar horas en el calor de los brazos del padre Aurelio.

Me dolió retornar de la escapada, me estrujó los sentimientos mucho más que la infidelidad de aquel cuyo nombre olvidé.

Para no hacerlo más complejo o levantar preguntas que a ambos nos colocaría en una situación incómoda, lloré sin parar protegida por el agua de la ducha mientras el padre oficializaba la misa.

Pero lo peor, como un castigo por la rebeldía del fin de semana, era tener que tratar con el mohín de la metiche de la congregación. Ni siquiera me dejó preparar el jugo verde cuando ya me reclamaba que tenía que dejar todo limpio. Quería ahogarla en la pila de agua bendita.

—¿Qué le pareció el retiro espiritual, señorita Raw?—preguntó con desdén.

Me encogí de hombros, tomando un trago del jugo.

—Demasiado aburrido, me dormí muchas veces, ni siquiera recuerdo que mentiras soltaron.

Insultarle a la madre habría sido menos problemático.

—Tenía esperanza en usted, pero por lo que veo, nada de lo que hace el padre Aurelio es suficiente—soltó el paño húmedo en la encimera—. Un alma descarriada nunca vuelve a ser pura.

Me acabé el jugo y lancé el vaso con fuerza al lavadero con la intensión de provocar un estruendo. Finalmente llegó a mi límite.

Le clavé la mirada y acerqué a ella, quien por instinto retrocedió.

—Sería bueno que comienza aceptar que soy atea, pero he hecho más por esta comunidad que su boca entrometida, he hecho más que muchos de los que vienen a confesarse para sentirse mejor persona—le apunté con el dedo—. Muchos de esos son escorias sociales pero como juntan las manos y dicen un montón de palabras santas usted vieja insufrible los cree más valiosos que yo.

La ira me puso a latir con desenfreno el corazón. Que hable, que responda para tener una razón de estamparle la cabeza contra las gavetas. Alimentaría a los cerdos de la granja del padre de Oliver con su carne fresca y sagrada.

—Es una falta de respeto, ¡se arrepentirá de todo lo que dijo!—vociferó, roja de rabia.

Me eché a reír, las carcajadas se oyeron por toda la iglesia.

—¿Y qué hará? ¿Ir a contarle al padre Aurelio?—me burlé, con las manos puestas en las caderas—. ¡Vaya y moléstelo! Como si no tuviese mejores que hacer que escuchar su maldito palabrerío. ¿Por qué no se atreve a decirme en la cara que es lo que le fastidia de mí? Es una mujer adulta y tiene que ir corriendo a vomitar quejas como una mocosa estúpida.

—No soy ninguna mocosa, ¡soy una mujer, una dama de respeto!—me barrió con la mirada abarrotada de asco y repulsión—. No como las de su clase, mujeres fáciles que se divierten metiéndose con hombres casados.

La cabeza me pulsaba, el calor del intercambio mezclado con la alta temperatura de la tarde me perló la frente de sudor.

—¿Cuándo me metí con un hombre casado, vieja ridícula? ¿Acaso me metí con el cascarrabias de su marido?—comprendí que di en el punto correcto al verle el rostro descomponerse como si le hubiese frotado sal en la yaga. Reí con más fuerza—. Ah, ya sé lo que le molesta. Su esposo le fue infiel con una de mi edad y por eso cree que yo soy igual.

Por un momento creí que buscaría un cuchillo para acabar conmigo. Pocas veces vi a alguien inmerso en la cólera pura como esta detestable mujer.

Me mantuve firme frente a ella cuando levantó un dedo, acusándome de todas las infamias sin necesidad de nombrarlas.

Bendita TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora