Capítulo 2

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Los minutos se me hicieron horas esperando en aquel lugar adornado de banderines azules, muy propios e ideales viniendo de un reino rodeado por agua. Varios sofás y una pequeña mesa central de madera oscura se encontraban desperdigados por la habitación, en los cuales no quise sentarme, pues no quería acomodarme demasiado y olvidarme de la razón por la que estaba allí. El sol entraba por los amplios ventanales y con ellos un calor acogedor. No estaba en casa, pero no era un mal lugar. Si esa iba a ser mi residencia durante unos pocos días, serían unas buenas vacaciones.

Que el primer encuentro se hubiese planeado en la Sala Común del Castillo de las Islas Sironas también fue parte del acuerdo tras la firma de la paz, pues era el lugar en el que se celebraban todas las reuniones. Había podido comprobar que era la más alejada del castillo y, por tanto, proporcionaba cierta privacidad, la que requería este encuentro.

Habían sido varios meses de negociaciones en los que yo misma estuve participando como representante del emperador Radulf II, mi propio padre. En aquel territorio neutral la tensión de ambos bandos no bajó hasta las últimas propuestas, pues si algo quería Svarr era hacerse con el poder del último territorio sin conquistar del oeste de Breviel fuera como fuese, siguiendo la gran ambición de la que nos caracterizábamos los del norte. 

A pesar de esa virtud que tanto nos enorgullecía a los svarrsianos, era lo mismo que nos hacía débiles: el poder del fuego que fue concedido a nuestros antepasados no tenía nada que hacer si había que cruzar todo un mar para hacerse con las Islas Sironas, conocidas por haberse mantenido protegidas y nunca conquistadas desde que los di Niamh las habitaran hace más de 500 años.

La familia real sabía que en fuerza y tamaño eran minoría, aunque también eran conocedores de su gran ventaja y otros secretos que parecían ocultar. Por mi parte siempre intenté ser conciliadora, me habían llegado a considerar una oradora excelente que, anteriormente, ya había conseguido salirse con la suya gracias a la labia persuasiva. Muchas revueltas no salieron adelante por promesas que, si llegaron, se demoraron más de lo estimado, aunque el resultado de todo aquello no era mi trabajo, solo el de apagar y dejar en ascuas todo lo que pudiera suponer un peligro para el gran emperador Radulf II.

Pero si algo fui descubriendo durante esos largos meses es que la naturaleza de los di Niamh no era la misma que la de los Dazhbog —el conflicto para conseguir lo deseado—, aspiraban a la cordialidad sin pecar de ingenuidad. Los consejeros convocados fueron tajantes en sus límites y permisivos en las diferentes alternativas, alargando las conversaciones hasta altas horas de la madrugada muchas veces. Sin embargo, de ninguna de las propuestas salió un acuerdo y la paciencia de todos —incluida la mía— comenzaba a mermarse, nadie iba a ceder más de lo necesario ni perdería más que la otra parte.

Si algo necesitaba era regresar a Svarr con una última victoria y las ideas se me acaban, y con ellas el invierno, la fecha límite dada por el Emperador. Nada más parecía contentarnos a ambos bandos por igual, así que no había más remedio que idear la invasión esquivando el amplio mar —si es que eso era posible, otro asunto que no tenía una respuesta—, algo que no planeaba y sería un fracaso con un fatídico y consecuente castigo.

Mi posición ya habitual era apoyando los codos sobre la mesa de roble estrujándome las ideas, algo perfecto, algo adecuado que no supusiera tocar temas de comercio o defensa de las islas. Nada, realmente no encontraba nada, el silencio era cada vez más pesado y cada minuto suponía menos tiempo para actuar.

Hasta que el sonido de las puertas abriéndose interrumpió mis pensamientos, entrando apresuradamente una cara más que conocida y cruzándome con sus ojos rojo carmesí lo suficiente como para reconocer en ellos el desprecio una vez más, pues Einar Dazhbog era mi primo y, a la vez la persona que más podía desear mi propia desdicha. Aquello que llevaba en sus manos probablemente sería el detonante de su maquiavélico plan, así me lo hizo saber con su media sonrisa mientras le entregaba la carta con el sello imperial al consejero de guerra de las Islas Sironas. Ni siquiera me permitió leerla primero, así no podría prepararme para responder adecuadamente a lo que el emperador había decidido para todos los allí presentes. 

Flor de InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora