Capítulo 1

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No era deseado aquel destino que mi padre acordó con el enemigo del Imperio, pues sabía de sobra que estaba siendo un peón para conseguir un triunfo más. Era el caballo al que manejar con riendas, pero allí me encontraba, en la capital de las Islas Sironas con dos de mis caballeros que me acompañaron en la travesía en barco.

Si ya de por sí el viaje era totalmente angustioso, la enfermedad que me producía viajar en navío no lo mejoraba. Mi orgullo y mi posición real no me permitían que mostrara mi estado, aunque no pasaba desapercibido por mis acompañantes, que, por su propio bienestar, decidieron obviar la situación en la que me encontraba. Intentaba con todas mis fuerzas mantener el temple agarrada con firmeza a la barandilla de madera de la borda, y fingiendo que disfrutaba del sonido de las olas. Sólo era capaz de ver como me acercaba poco a poco a mi desdichado destino, aunque se apreciaba como una nube borrosa a causa del mareo.

Por mucho que deseaba perder las formas y echar todo lo que se hallaba en mi estómago, debía recordar que mi cometido era el más importante de todos los que estaban en ese navío. Mis dos comandantes más fieles, Goran y Yasen caminaban por los alrededores de la cubierta con despreocupación, aunque atentos a los movimientos de todos aquellos que me escoltaban hasta el puerto de las Islas Doradas, pues no todos eran aliados, solo seguían órdenes.

—Ya casi estamos, Tyra, solo un poco más —Me animó en voz baja el más corpulento de los dos, que se encontraba de espaldas a mí para seguir vigilando cada movimiento que hiciera.

Realmente me habría encantado responderle, pero la bilis que subía por mi garganta me complicaba el trabajo, así que me limité a mirar el horizonte lo más firme que mi cuerpo lo permitía. No estaba hecha para el mar, no obstante eso era algo que había tenido claro desde que dejé el continente y no iba a permitir que fuese una inconveniencia.

Incluso al pisar tierra firme notaba el mal del mar haciendo estragos, al menos recordaba mi siguiente tarea, que era mirar al frente para saludar a Hervé, el consejero de guerra, un hombre de baja estatura y poco pelo que compensaba con un físico trabajado; su rostro ya me era conocido tras las negociaciones de tregua previas al Tratado de Paz entre el Imperio y el Reino, así que verlo en el puerto dispuesto a estrecharme la mano y llevarnos al castillo que presidía la isla principal fue algo esperado, pues había ensayado repetidas veces para dejar ver el respeto y amabilidad en su justa medida —luchando con el mareo a su vez—, y al parecer aquel que me guiaba estaba convencido de su papel.

Por mi parte iba con las manos entrelazadas tras la espalda y, a la par que el consejero, era seguida por los dos comandantes y la tropa encargada de mi seguridad, uniformados con unas ropas distintas a las que llevaban en el Imperio. Si tuviera que dar mi opinión, eran incluso más llamativas, en ese lugar todo comenzaba a ser distinto pese a estar bajo el mismo cielo. Además, para mi suerte, a medida que nos acercábamos al castillo de piedra blanca, el olor a humedad y vegetación era más fuerte y para nada desagradable, olvidándome así de todas mis dolencias anteriores. ¿Eran tan paliativas las flores autóctonas como para aliviar mi mareo con tan solo oler su fragancia en la distancia?

Antes de mi llegada había escuchado las leyendas sobre los poderes sanadores de quienes pisaban las Islas Doradas, aunque nunca las había terminado de creer, no confiaba en gran medida en lo que no tiene una explicación sólida, sin embargo no era mal momento para confirmar si las historias eran reales estando allí.

—Estoy convencido de que nuestro excelente clima será de su agrado. Pocos son los días nublados, igual que la brisa que ayuda a nuestro comercio pesquero. Fue el rey Fergus VI quien mandó construir este puerto para la fortaleza y otro mucho más grande para la Isla Lyraan.

Aunque la conversación fuese culturalmente interesante, solo me provocaba querer acelerar el paso para descubrir qué tipo de planta era la creadora de ese aroma tan dulce. La curiosidad me dejó absorta, ignorando todo aquello que el consejero Hervé tuviera que decirme sobre el tiempo, todo lo importante ya estaba bajo mi conocimiento, ya sabía qué tenía que hacer.

Las vistas del castillo quitaban el aliento, no era para nada parecido a las estructuras levantadas en el Imperio. La arquitectura de piedra blanca y mármol era mil veces más alegre que la de mi tierra natal, únicamente destinada a proteger de lo que el tiempo pudiera traer a los valientes del norte, no era más que simple practicidad para evadir el frío eterno. El sol se reflejaba en las paredes de piedra pulida y en los pasamanos que acompañaban a las escaleras del exterior, lo que hacía que el castillo reflejara más vida. Era un gran contraste al compararlo con el Palacio de Svarr, tan cargado y lúgubre.

Entramos a los jardines reales presididos por una gran fuente circular, un diseño parterre espacioso y con todo tipo de arbustos florales y pinos que rodeaban el castillo. Hervé continuaba en su monólogo sobre su carrera militar en Breviel mientras yo aún sentía un nudo en el estómago por motivos totalmente distintos a los que originalmente eran los culpables del malestar; por mucha preparación que hubiese tenido durante meses, los nervios siempre aparecían ligeramente. Gracias a las vistas inauditas del lugar, aquel pensamiento se desvaneció como el humo.

Continuando nuestro ascenso por las escaleras hasta la entrada principal vi a unos metros otro jardín diferente, con su entrada escondida entre arbustos y camuflado por un inmenso bosque de cedros y abetos, los cuales quedaban divididos por un camino empedrado hasta lo alto de una pequeña colina. A la izquierda se encontraba una parcela con una estructura en el medio, decorada con los mismos colores que el resto de edificaciones que me había ido encontrando, aunque esta vez ese lugar no estaba vacío.

Como si algo me estuviese llamando, mi mirada se posó en las damas que rodeaban la estructura. La distancia era de varios metros, aunque no los suficientes como para no ver a las tres jóvenes claramente ocupadas dialogando entre ellas casi ocultas, y solo me hacían querer prestar más atención a sus movimientos disimulados que a la conversación y los comentarios de Yasen pidiéndome que no frenara de golpe al final de las escaleras.

Me preguntaba cuál de todas sería la heredera de aquel reino, y por tanto mi prometida. ¿Sería la de cabello oscuro y vestido más pomposo, la que llevaba el pelo recogido y parecía cuchichear al oído de la primera, o la que lucía el vestido turquesa y el pelo ondulado besado por el sol? Definitivamente tenía que ser ella, por pocos detalles que pudiera encontrar para saberlo. El aura que la rodeaba me daba todas las señales, sólo una princesa podía transmitir esa sensación de formalidad pese a tanta distancia. 

Había barajado todos los escenarios en mi cabeza durante los últimos meses preparándome para lo peor... Pero todo a mi alrededor se desvaneció cuando mi mirada conectó con la que creí que era Deira. La mirada de la joven era fría como el más duro invierno, muy distinta a lo que debería transmitir un verde turquesa tan puro como era el de sus ojos y se posaba sobre mí sin ningún tipo de temor, juzgándome, lo que me daba a entender que sabía perfectamente quién era yo y cuál era mi papel en su reino.

Estaba totalmente convencida de haberla encontrado por pura casualidad, la duda que me quedaba era la cantidad de odio que la princesa procesaba contra mí. En unos instantes todas esas dudas se me resolverían cuando me encontrara cara a cara con la rubia en el interior del castillo. 

Antes de continuar mi camino, sonreí perdiendo el miedo que minutos antes sentía, ahora sabía perfectamente cuál era el siguiente paso del plan.

Flor de InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora