Odiaba aquella casa. Cada uno de sus rincones y sus muebles; El eco de sus pasos al caminar entre los largos y lúgubres pasillos; Los cuadros viejos que miraban a uno allí donde quisiera ir para esconderse del tedio. El espacio exterior, no obstante, siempre era arrebatador. Con sus montañas que se elevaban hacia el cielo pidiendo misericordia y con sus colinas verdes que desprendían el olor del manzano.
Era su casa familiar, y tenía tantos fantasmas como un cementerio milenario.
Los cristales de su ventana permanecían impolutos y, desde allí, Mario lo observaba. Llevaba nadando un buen rato, dando vueltas en círculos eternos que nunca llevaban a ninguna parte. ¿Qué estaba haciendo? Primero lo vio desvestirse, tirando su ropa de mala manera sobre el suelo frío. Y después se perdió entre las aguas tranquilas del lago. O del estanque, Mario nunca supo qué era exactamente el cúmulo de agua que se cobijaba en su patio trasero.
Lo observó nadar con brazadas largas, sin que la temperatura del agua pareciese importarle. Y Mario sabía que debía estar helada. Pobre bastardo. Su teléfono sonó y, frustrado, vio el nombre de Rafael.
-¿Qué ocurre? -preguntó.
-¿Por qué no estás en tu casa? Teníamos una reunión.
-Viajé a Asturias.
-¿A Asturias?
Mario no entendía porque todo el mundo se sorprendía por las cosas más extrañas.
-Sí, a Asturias.
-¿Vas a trabajar allí solo?
-No vine solo.
Un silencio eterno y la voz de Rafael se tornó dura.
-¿Lo has llevado contigo? -Solo que no necesitaba respuesta-. Maldita sea, Mario, esto no es buena idea.
-Lo necesito.
-Has vivido durante 31 años perfectamente sin él.
Era cierto, aunque antes todo era menos cómodo.
-Estará bien.
-Ya te dije desde el inicio...
-Estará bien -repitió.
-No, no lo estará. Si te sentías culpable debiste conseguirle otro trabajo. Uno bien pagado y lejos de ti. ¿En qué estabas pensando?
Aquello no meritaba respuesta alguna, puesto que habían hablado sobre aquella cuestión en particular infinidad de veces. Ambos tenían mejor memoria que eso.
-Vas a hacer que me salgan canas prematuras.
-No digas estupideces, ya tienes canas.
No era cierto, y Rafael le gritó un poco más a través del teléfono antes de colgarle. Cuando Mario volvió a mirar por la ventana, John había desaparecido. Su ropa no estaba, por lo que no parecía muy probable que se hubiera ahogado.
Quizás debía bajar, pensó. Su estómago se estiraba, incómodo, ante la falta de alimento. La cocina, no obstante, estaba vacía. ¿Dónde se había metido? Lo buscó por el comedor y por el jardín, por la sala de juegos, que en realidad solo tenía una mesa de billar enorme y una barra de bar, y por el cuarto de baño. ¿Se habría ahogado de verdad?
Ruidos en el piso superior le indicaron lo contrario y Mario se encaminó hasta la habitación de su invitado.
-Tengo hambre.
John lo miró desde su posición junto al armario. Se estaba subiendo los pantalones sobre su ropa interior nueva. Lo vio sonrojarse, abrir la boca de forma poco digna y después tirarle uno de los cojines que estaba en el borde de la cama.
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Una perfecta historia de amor
RomanceEn abril perdió a su prometido. En junio perdió su trabajo. Poco después lo conoció a él, un perfecto y mentiroso desconocido.