John había caído de forma irremediable ante un mar de tormenta. Al principio lo había hecho de forma inocente, completamente ignorante del peligro que suponía mirarlo a los ojos. Más tarde, cuando sus labios pasaron a ser una extensión del cuerpo de John, la ignorancia desapareció. John se sabía ahogado en aquellos ojos grises, que a veces parecían azules y a veces no. John se sabía perdido en cabellos oscuros rizados que se extendían de forma lujuriosa sobre sábanas de algodón. John adoraba aquellos brazos que le rodeaban cada noche, protegiéndolo del mundo exterior.
Y así John casi se olvidó de todo.
De bodas inacabas y plantones en el altar. De antiguos novios traicioneros y de corazones rotos.
John vivía en una burbuja hermosa donde todo discernía en sintonía con un hombre loco y brillante. Y John le amaba.
A veces, no obstante, era difícil. Pronto fue consciente que el carácter de su jefe, incomprensible en ocasiones, respondía a patrones que guardaban una explicación clínica. Una mañana, Mario le enseñó su cajón secreto. Un lugar oculto, y ya casi olvidado, donde había almacenado decenas de fotografías que mostraban diferentes estados anímicos.
Felicidad, enfado, sorpresa, tristeza y un largo etcétera que se extendió sobre las mantas de la cama en una ventana a un pasado incómodo.
-Me llevó años diferenciar algunas de ellas. El enfado es casi siempre sencillo, pero a veces la gente lo oculta. Los tonos de voz son mucho más difíciles.
-¿Desde cuándo? -preguntó John, su mirada perdida en los rostros de desconocidos que le sonreían, o le fruncían el ceño, desde imágenes desgastadas por los años.
-Desde siempre, seguramente. También es difícil diferenciarlas en mí mismo, pero me he vuelto mucho mejor en ello.
-¿No sabes cuando estás feliz o triste?
-Ahora sí, cuando era un crío no.
John se quedó sin palabras, mudo ante lo que no llegaba a comprender del todo. ¿Cómo podía alguien desconocer sus propios sentimientos?
Horas después, desde su propia casa, buscó por internet y encontró muchas explicaciones. Desde clínicas con infinidad de datos que no terminaba de captar, hasta testimonios de personas que tenían problemas similares.
Sin imaginación, decían casi todos, pero ellos no debían conocer a Mario, quien inventaba universos maravillosos en prosa hermosa. Ellos no debían saber de locos extraordinarios, pensó John.
Aquello abrió una nueva ventana de su cotidianeidad, porque bajo la luz del nuevo descubrimiento, todo parecía tener más sentido. Mario no era una persona parca o irrazonable. Mario se expresaba en acciones. Hacía el amor como un amante consumado y lo besaba como si quisiera robarle el alma a través de los labios. Mario lo amaba, solo que no sabía cómo decirlo.
La falta de empatía tomaba también una nueva envergadura. John se sentó aquella tarde en el regazo de Mario y lo besó hasta que ambos casi desfallecieron por falta de aire. Lo besó para demostrar, también sin palabras, lo mucho que lo adoraba. Mario le hizo el amor sobre la superficie suave de forma un poco loca, pareciendo necesitar dejar su rastro en cada centímetro de piel desnuda.
Y durante algunos días John se olvidó de exparejas. De las propias y de las ajenas. Una mañana de inicios de mayo, lo volvió a ver. A aquella persona de cabellos rubios que había cometido el pecado de abandonar a Mario en su ceremonia de bodas. Se encontraron junto a su portal, el extraño mirando, casi perdido, el timbre.
-¿Necesitas ayuda? -le preguntó, porque simplemente no pudo evitarlo.
El otro le miró con ojos inmensos y John no supo si le reconoció. ¿Le habría visto pasear con Mario tomados de la mano? A veces lo hacían, pensó con una sonrisa débil en los labios.
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Una perfecta historia de amor
RomanceEn abril perdió a su prometido. En junio perdió su trabajo. Poco después lo conoció a él, un perfecto y mentiroso desconocido.