6. Las vacaciones perfectas

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Casi no lo consigo, pero aquí tenéis el siguiente capítulo. De antemano me disculpo por los errores, porque no he podido darle si quiera una segunda leída para pulir, al menos, aquellos fallos que el ordenador termina convirtiendo en las palabras que a él le dé la gana.


Espero que os guste. Es dulce y amargo, como casi todo lo que escribo.

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A inicios de verano, John supo que era feliz y que su vida se había convertido en un bálsamo de agua templada.

A veces, pensaba, todo parecía transcurrir entre nubes de algodones y besos de chocolate; Entre helados de fresa y noches de cuerpos entrelazados en sillones enormes.

A veces, se levantaba de su cama para subir corriendo a preparar un desayuno para dos, con la sonrisa reluciente y el corazón liviano.

Sí, John creía ser feliz.

Mario se paseaba por su casa con una bata mal atada y sus cabellos peinados en loco desorden. John amaba aquellos bucles oscuros que olían a champús lujosos. Y, lo que era mejor, John podía tocarlos. Podía enterrar los dedos entre la sedosa textura para comprobar cómo los ojos maravillosos de Montessori se entrecerraban de placer.

Mario tenía una boca ridícula, además, de esas con labios sonrojados que se tuercen en pucheros cuando no se salía con la suya. Era como un teatro bien ensayado que anunciaba con letras mayúsculas lo atractivo que era. Mario lo sabía, y John imaginaba que Mario sabía que John sabía.

Su jefe, además, había resultado ser una persona extremadamente táctil. Le gustaba acercarse a John por la espalda, mientras este hacía cualquier cosa, para rodearlo con sus brazos, largos y delgados. John lo dejaba hacer, porque se sentía bien.

Montessori también tenía la costumbre de tirarlo sobre los cojines del sofá para arrinconarlo contra la suave superficie con un cuerpo caliente y deseoso. John lo tocaba entonces, aquel rostro anguloso que nunca parecía tener atisbo de barba, aquellos hombros delgados que se sacudían para deshacerse de su bata mal atada y aquel trasero respingón que se había convertido en una de sus obsesiones.

Y Mario, definitivamente, lo sabía.

Una tarde, entrada ya casi la noche, lo vio dejar caer su bata, quedando únicamente en unos calzoncillos que bien podían haber sido transparentes. Y entonces, el muy cretino, se agachó. Delante de John.

John parpadeó, momentáneamente sin palabras, y después fue él quien lo empujó contra el sillón, casi arrancando la tela delgada de su ropa interior para sostener aquellas nalgas maravillosas y simplemente bajar la cabeza hasta poder morder aquella piel curiosamente bronceada. Mario soltó uno de aquellos sonidos difusos que John nunca llegaba a comprender, una suerte de lamento lastimero que se mezclaba con el placer crudo del sexo. John sonrió, girándolo contra el respaldo del sofá, y entonces se dejó caer de rodillas.

Por primera vez, lo vio dudar. Fue algo breve, que desapareció en un parpadeo, pero suficiente como para detenerlo en seco.

-¿Está bien? -preguntó John, y Mario, por toda respuesta, simplemente sonrió, abriéndose aun más de piernas.

Tenía muslos delgados y con bello fino. Tenía muslos medio tonificados que John quería morder y besar. Su pene se alzaba, endurecido, entre una mata de rizos oscuros. John tragó saliva, pensando en todo el tiempo que había pasado desde la última vez, y entonces descendió hasta besarlo allí, donde la punta de volvía roma y el sabor se agriaba.

Una perfecta historia de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora