El duelo perfecto

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Con once años, Mario perdió a sus padres. Fue un accidente, dijeron. De esos accidentes que arrebatan vidas ajenas a manos de conductores borrachos. Desde entonces Mario odiaba a los alcohólicos. O al menos los odiaba tanto como él era capaz de odiar. En el tanatorio todos lloraron. Mario guardaba aún el recuerdo de caras congestionadas y llenas de lágrimas que le miraban con expresiones insondables. Mario nunca sabría qué había en todos aquellos ojos que gritaban de forma silenciosa a un crío. Él vistió de negro, porque así se lo indicaron. Se mantuvo sentado en un sillón de lo que parecía ser cuero oscuro durante horas, mirando a un cristal que guardaba un ataúd cerrado.

-No podemos dejarlo abierto -los había escuchado decir-. No así.

Mario en aquel momento no entendió, pero lo haría más tarde. El accidente los había destrozado a ambos. Junto a él, en otro sofá idéntico al suyo, su hermano miraba al vacío. Compartía por entonces algunos de los rasgos familiares, con ojos un poco rasgados y cabellos largos y ondulados. Eran castaños, no obstante. Tenía solo dos años más que Mario, pero su rostro parecía haber envejecido toda una década en cuestión de horas.

Mario lo vio llorar y gritar al cielo encapotado por misericordia. Lo vio insultar a los adultos que querían hablar sobre herencias y negocios. Lo vio observarle con un odio ciego que solo años después lograría descifrar.

-¿Por qué no te gusto? -le preguntaría cuando cumplió 15 años, su hermano, vestido para salir de noche, le mostró una sonrisa que Mario supo, sin necesidad de ver fotografías de extraños, era falsa.

-Eres una desgracia -le escuchó decir.

Mario no entendía. No sabía de qué hablaba aquella persona que se había convertido en un extraño. No siempre había sido así. Muchos años atrás, aquellos brazos que ahora lo rechazaban lo habían abrazado con ternura, intentando calmar unas rabietas que nadie en su familia terminaba por comprender.

Pero a sus quince años Mario obtuvo un baño de agua fría. Figurativa y literalmente.

-No te bastó matarlos, sino que además ni siquiera sufriste por ello. Eres un jodido monstruo.

Mario lo vio abrocharse la cazadora vaquera y marcharse de la casa. Llevaba consigo un reclamo que no podía ser atendido.

Jamás volvieron a hablar. A veces, cuando la situación realmente lo requería, César, su hermano, se comunicaba con él. Eran pocas las ocasiones en las cuales lo hacía de forma personal, no obstante, y a lo largo de los años Mario se acostumbró a saber de él a través de empleados y representantes, de abogados y novias despechadas.

-No sé qué mierda pasa a vuestra familia, pero tú no eres mejor que él -le había dicho una especialmente molesta. Mario la había mirado con las manos escondidas en los bolsillos y los ojos perdidos en paredes vacías.

-Si quieres dinero para callar has ido al lugar equivocado.

César le llamó días después, enfurecido.

-¿Has pagado a mi ex?

-Claro que no.

Seguramente no le creyó, porque César parecía no creer nada de lo que salía de entre sus labios. Estúpido de él. Mario nunca aprendió a mentir en condiciones.

Debía admitir que con los años también llegó a comprender que él tenía algo de razón. Que la muerte de sus padres sí que estaba en parte relacionada con su propia persona. Ellos estaban huyendo de él, después de todo, porque Mario, a los once años, ya era un monstruo. Ella lloraba y gritaba, y él le golpeaba. Y cuando su padre levantaba sus puños al aire, ella trataba de protegerlo.

Una perfecta historia de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora