Mario, por supuesto, se negó rotundamente a asistir como escritor invitado a la feria del libro de Madrid. Octubre dio paso a noviembre, y noviembre llegó con sus cambios imprevisibles de temperatura. Un día se despertaban con cinco grados y después alcanzaban casi los veinte. John pasó una semana buscando un regalo muy específico. Una semana de visitar tiendas especializadas y de leer información sobre un tema del cual era un completo ignorante. Al final quedó bastante satisfecho con el resultado.
El día indicado, el 13 de noviembre, cayó en miércoles. Fue un día soleado y frío, de esos que parecían gustarle tanto a Montessori. Cuando John subió a su casa, ya vestido y con los cabellos bien peinados, para variar, Mario lo esperaba junto a la puerta. Tuvo que contener la risa, recordándole a un cachorro pidiendo su paseo diario.
-¿Dónde vamos?
Mario lo miró como si fuera idiota. John solo rodó los ojos.
-No soy adivino, si no me dices dónde vamos, no voy a adivinarlo. La clarividencia te la dejo a ti.
Mario abrió la boca, seguramente para corregirle, pero John le cerró los botones del abrigo y le colocó la bufanda alrededor de ese cuello largo y bonito. Quizás debería haberle regalado una gargantilla, pensó. Una que adornase aquella maravillosa piel que parecía erizarse ante su toque.
-Vamos -dijo finalmente Mario, tomándolo de la mano y arrastrándolo escaleras abajo.
John solo lo dejó hacer, subiéndose al taxi que ya los esperaba frente al portal y decidiendo que aquel día Mario llevaría la batuta. Era su cumpleaños, después de todo.
-Sabes, por regla general debería haber sido yo quien planificase este día.
-No hagas caso a las reglas generales, John.
-Ya.
Mario tomó su mano y John comprobó cómo sus dedos parecían estar congelados.
-Deberías ponerte guantes.
-No me gustan.
Ya. John había descubierto que Mario era una persona extremadamente táctil. En sus noches más largas, tumbaba a John sobre el edredón de su cama, lo desnudaba lentamente y se dedicaba durante lo que parecían horas a rastrear cada lunar y cada imperfección de su cuerpo. Cada ondulación y mancha en la piel. John casi siempre terminaba suplicando piedad.
La primera parada, por supuesto, fue el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Mario lo llevó de aquí para allá, explicando una y mil cosas a las que John no prestó demasiada atención, embelesado como estaba por aquel furor que parecía embargar al otro cada vez que hablaba de biología y química; del universo y de los océanos. John lo hubiera empujado contra la pared más cercana para una sesión caliente de besos y arrumacos. Como aquello era imposible en un lugar tan transitado, se limitó a colocarse bien su jersey, rezando porque cubriese lo suficiente, y se limitó a seguirle durante horas a través de los pasillos del museo.
Después fueron a comer a un restaurantes de esos que le gustaban a Mario: caro y delicioso. Montessori pidió una lasaña que olía a cielo y John prefirió un plato de pasta a la carbonara.
Después de comer, Mario lo llevó a la estación de trenes de Atocha. Cuando se pararon frente a las puertas de largo recorrido, John se volvió hacia él:
-¿Adónde vamos?
-Es una sorpresa.
-Creo que estás entendiendo el día de hoy al revés. Se supone que las sorpresas son para ti, no para mí.
-Tú las disfrutarás más, créeme.
Y John le creyó, porque había algo en esa persona tozuda que siempre parecía disonante con su entorno. Algún día, pensó, Mario le contaría sobre sí mismo, y entonces John comprendería mejor en el terreno inestable donde se había parado por propia voluntad.
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Una perfecta historia de amor
RomanceEn abril perdió a su prometido. En junio perdió su trabajo. Poco después lo conoció a él, un perfecto y mentiroso desconocido.