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Le hubiera encantado decírselo, le hubiera gustado que todo fuera tan sencillo como abrir la boca y decirle que lo amaba, que no podía escapar de sus garras, que había sido un rayito de sol que lo abrazó y nunca más se fue, acompañándolo hasta en la más pura oscuridad.

Le hubiera encantado poder corresponder totalmente a sus brazos, pero sabía que no podía, sabía que las cosas podrían salir tan mal, que podrían hacerle daño, que podrían sacarlo del pueblo de la peor manera imaginable. Sabía que los odiarían, que los condenarían y desterrarían, que las cosas podrían empeorar rápidamente si cualquiera se diera cuenta de sus acciones.

Pero no podía frenarlo, no podía hacer que su corazón se separara de su cuerpo, que su cerebro dejara de pensar en él, en sus besos, en su cuerpo, en la forma en que podía ponerlo tan rápido, en la forma tan dulce en que lo veía, cómo sonreía cuando se encontraban.

Se limitó a abrazarlo, poniendo todo su peso sin querer hasta que lo escuchó quejarse.

–No es nada, sólo quiero que esto nunca acabe. —se levantó un poco, permitiendo que se acomodara en el suelo.

Roier sonrió, pero intuyó que algo no iba muy bien, no quiso entrometerse hasta que él decidiera hablar al respecto, pero era consciente de lo que pasaba.

Lo estaba haciendo pecar, lo estaba alejando de sus principios, lo estaba distrayendo de las cosas a las que aspiraba, por lo que se preparó por tanto tiempo y ahora sólo estaba interfiriendo en su vida, en las cosas que amaba y las que lo apasionaban. Claro que se sentía culpable, claro que cuando llegaba a casa y se quedaba despierto en la oscuridad lloraba hasta dormirse porque el remordimiento lo golpeaba.

Pero no podía, no quería que terminara. Había pensado tantas veces en terminar con lo que empezaron, porque le importaba más hacerlo feliz, que continuara con su vida, que se olvidara de las cosas que hacían. Quizá no perder la amistad, pero sabía que en algún momento volverían a ceder ante el pecado.

Y se odiaba porque no eran nada, eran sólo amigos que se gustaban y hacían cosas que no deberían hacer, que tomaban de sus cuerpos nada más. Y es que eso era lo peor, que no sólo tomaban sus cuerpos porque sí, se querían, de verdad lo hacían, o al menos él sí que lo quería, pensando en él, estando enamorado desde la primera vez, guardando en el corazón el amor que le tenía para evitar ser motivo de burlas, de más golpes, de más maltrato. Ya tenía suficiente con el que le daban por tener buena estabilidad económica.

Lo dejó ir ese día, rehusándose a verlo el sábado, apenas asistiendo a misa el domingo y saliendo rápido para no tener oportunidad de verse.

Spreen estaba confundido, mirando cómo se alejaba, cómo lo evitaba y sólo convivía con él para lo esencial. No quería preguntar porque entendía la respuesta desde antes de siquiera formularla. Sin embargo, el corazón le dictaba buscarlo, intentar buscar una solución que pudieran tener juntos.

Corrió a su casa el jueves, muerto de nervios por la respuesta que le diera, pero lo necesitaba, quería escuchar de sus labios las malas noticias.

Lo único que escuchó de él fueron sus gemidos ahogados. Mirar su cadera elevada moviéndose de atrás hacia adelante y el ruido constante de la cama golpeando el suelo, aferrarse a su cuello para morderlo aunque odiaba pensar en marcar su piel, escuchar cómo jadeaba su nombre y se deshacía entre sus manos.

Mierda.

Lo habían intentado, pero amaba a Roier, lo amaba tanto que quemaba, lo amaba demasiado.

–¿Me vas a contar qué tienes? —escuchó de su dulce voz, acomodados en su cama.

Unholy / SpiderbearDonde viven las historias. Descúbrelo ahora