Lolita o las Confesiones de un viudo de raza blanca: tales eran los dos títulos
con los cuales el autor de esta nota recibió las extrañas páginas que prologa.
«Humbert Humbert», su autor, había muerto de trombosis coronaria, en la prisión,
el 16 de noviembre de 1952, pocos días antes de que se fijara el comienzo de su
proceso. Su abogado, mi buen amigo y pariente Clarence Choate Clark, Esquire,
que pertenece ahora al foro del distrito de Columbia, me pidió que publicara el
manuscrito apoyando su demanda en una cláusula del testamento de su cliente
que daba a mi eminente primo facultades para obrar según su propio criterio en
cuanto se relacionara con la publicación de Lolita. Es posible que la decisión de
Clark se debiera al hecho de que el editor elegido acabara de obtener el Premio
Polingo por una modesta obra (¿Tienen sentido los sentidos?) donde se discuten
ciertas perversiones y estados morbosos.
Mi tarea resultó más simple de lo que ambos habíamos supuesto. Salvo la
corrección de algunos solecismos y la cuidadosa supresión de unos pocos y tenaces
detalles que, a pesar de los esfuerzos de «H. H.», aún subsistían en su texto como
señales y lápidas (indicadoras de lugares o personas que el gusto habría debido
evitar y la compasión suprimir), estas notables Memorias se presentan intactas. El
curioso apellido de su autor es invención suya y, desde luego, esa máscara –a
través de la cual parecen brillar dos ojos hipnóticos– no se ha levantado, de
acuerdo con los deseos de su portador. Mientras que «Haze» sólo rima con el
verdadero apellido de la heroína, su nombre está demasiado implicado en la trama
íntima del libro para que nos hayamos permitido alterarlo; por lo demás, como
advertirá el propio lector, no había necesidad de hacerlo. El curioso puede
encontrar referencias al crimen de «H. H.» en los periódicos de septiembre de
1952; la causa y el propósito del crimen se habrían mantenido en un misterio
absoluto de no haber permitido el autor que estas Memorias fueran a dar bajo la
luz de mi lámpara.
En provecho de lectores anticuados que desean rastrear los destinos de las
personas más allá de la historia real; pueden suministrarse unos pocos detalles
recibidos del señor Windmuller, de Ramsdale, que desea ocultar su identidad para
que «las largas sombras de esta historia dolorosa y sórdida» no lleguen hasta la
comunidad a la cual está orgulloso de pertenecer. Su hija, Louise, está ahora en
las aulas de un colegio: Mona Dahl estudia en París. Rita se ha casado
recientemente con el dueño de un hotel de Florida. La señora de Richard F. Schiller
murió al dar a luz a un niño que nació muerto, en la Navidad de 1952, en Gray
Star, un establecimiento del lejano noroeste. Vivian Darkbloom es autora de una
biografía, Mi réplica, que se publicará próximamente. Los críticos que han
examinado el manuscrito lo declaran su mejor libro. Los cuidadores de los diversos
cementerios mencionados informan que no se ven fantasmas por ningún lado.
Considerada sencillamente como novela, Lolita presenta situaciones y
emociones que el lector encontraría exasperantes por su vaguedad si su expresión
se hubiese diluido mediante insípidas evasivas. Por cierto que no se hallará en todo
el libro un solo término obsceno; en verdad, el robusto filisteo a quien las
convenciones modernas persuaden de que acepte sin escrúpulos una profusa
ornamentación de palabras de cuatro letras en cualquier novela trivial, sentirá no
poco asombro al comprobar que aquí están ausentes. Pero si, para alivio de esos
paradójicos mojigatos, algún editor intentara disimular o suprimir escenas que
cierto tipo de mentalidad llamaría «afrodisíacas» (véase en este sentido la
documental resolución sentenciada el 6 de diciembre de 1933 por el Honorable