límites temporales, el número de verdaderas nínfulas es harto inferior al de las
jovenzuelas provisionalmente feas, o tan sólo agradables, o «simpáticas», o hasta
«bonitas» y «atractivas», comunes, regordetas, informes, de piel fría, niñas
esencialmente humanas, vientrecitos abultados y trenzas, que acaso lleguen a
transformarse en mujeres de gran belleza (pienso en los toscos budines con medias
negras y sombreros blancos que se convierten en deslumbrantes estrellas
cinematográficas). Si pedimos a un hombre normal que elija a la niña más bonita
en una fotografía de un grupo de colegialas o girlscouts, no siempre señalará a la
nínfula. Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una
burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad
siempre encendida en su sutil espinazo (¡oh, cómo tiene uno que rebajarse y
esconderse!), para reconocer de inmediato, por signos inefables -el diseño
ligeramente felino de un pómulo, la delicadeza de un miembro aterciopelado y
otros indicios que la desesperación, la vergüenza y las lágrimas de ternura me
prohiben enumerar-, al pequeño demonio mortífero entre el común de las niñas;
y allí está, no reconocida e ignorante de su fantástico poder.
Además, puesto que la idea de tiempo gravita con tan mágico influjo sobre
todo ello, el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha
de varios años -nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y
tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos- entre doncella y hombre
para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de
ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto
contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite. Cuando yo era
niño y ella era niña, mi pequeña Annabel no era para mí una nínfula; yo era su
igual, un faunúnculo por derecho propio, en esa misma y encantada isla del tiempo;
pero hoy, en septiembre de 1952, al cabo de veintinueve años, creo distinguir en
ella el elfo fatal de mi vida. Nos queríamos con amor prematuro, con la violencia
que a menudo destruye vidas adultas. Yo era un muchacho fuerte y sobreviví; pero
el veneno estaba en la herida y la herida permaneció siempre abierta. Y pronto me
encontré madurando en una civilización que permite a un hombre de veinticinco
años cortejar a una muchacha de dieciséis, pero no a una niña de doce.
No es de asombrarse, pues, si mi vida adulta, durante el período europeo de mi existencia, resultó monstruosamente doble. Abiertamente, yo mantenía las
relaciones llamadas normales con cierto número de mujeres terrenas, provistas de
calabazas o peras como pechos; secretamente, me consumía en un horno infernal
de localizada codicia por cada nínfula que encontraba y a la cual no me atrevía a
acercarme, como un pusilánime respetuoso de la ley. Las hembras humanas que
me era permitido utilizar no servían sino como agentes paliativos. Estoy dispuesto
a creer que las sensaciones provocadas en mí por la fornicación natural, eran muy
semejantes a las conocidas por los grandes machos normales ayuntados con sus
grandes cónyuges normales en ese ritmo que sacude el mundo. Lo malo era que
esos caballeros no habían tenido vislumbres de un deleite incomparablemente más
punzante, y yo sí... La más turbia de mis poluciones era mil veces más
deslumbrante que todo el adulterio imaginado por el escritor de genio más viril o
por el impotente más talentoso. Mi mundo estaba escindido. Yo percibía dos sexos,
y no uno; y ninguno de los dos era el mío. El anatomista los habría declarado
femeninos. Pero para mí, a través del prisma de mis sentidos, eran tan diferentes
como el día y la noche. Ahora puedo razonar sobre todo esto. En aquel entonces,
y hasta por lo menos los treinta y cinco años, no comprendí tan claramente mis
angustias. Mientras mi cuerpo sabía qué anhelaba, mi espíritu rechazaba cada
clamor de mi cuerpo. De pronto me sentía avergonzado, atemorizado; de pronto
tenía un optimismo febril. Los tabúes me estrangulaban. Los psicoanalistas me acunaban con seudoliberaciones y seudolíbidos. El hecho de que para mí los únicos
objetos de estremecimiento amoroso fueran hermanas de Annabel, sus doncellas
y damas de honor, se me aparecía como un pronóstico de demencia. En otras
ocasiones me decía que todo era cuestión de actitud, que nada había de malo en
sentirse así. Permítaseme recordar que en Inglaterra, durante la aprobación del
Acta de Niños y Jóvenes en 1933, se definió el término «niña» como «criatura que
tiene más de ocho años, pero menos de catorce» (después de lo cual, desde los
catorce años hasta los diecisiete, la definición estatuida es «joven»). Por otro lado,
en Massachussetts, EEUU, un «niño descarriado» es, técnicamente, un ser «entre
los siete y los diecisiete años de edad» (que, además, se asocia habitualmente con
personas viciosas e inmorales). Hugh Broughton, escritor polemista del reinado de
Jaime I, probó que Rahab era una prostituta desde temprana edad. Esto es muy
interesante y me atrevería a suponer que ya están ustedes viéndome al borde de
una crisis y echando espuma por la boca. Pero no, no es así; sólo barajo
encantadoras posibilidades en un mazo de naipes. Tengo algunas otras imágenes.
Aquí está Virgilio, que pudo cantar a la nínfula con un tono único, pero quizá
prefería otra cosa... Allí, dos de las hijas pre-núbiles del rey Akenatón y la reina
Nefertiti (la pareja real tenía una progenie de seis), con muchos collares de cuentas
brillantes por todo atavío, abandonadas sobre almohadones, intactas después de
tres mil años, con sus suaves cuerpos morenos de cachorros, el pelo corto, los
alargados ojos de ébano... Más allá, algunas novias forzadas a sentarse en el
fascinum, marfil de los templos del saber clásico. El matrimonio antes de la
pubertad no es raro, aun en nuestros días, en algunas provincias de la India
oriental. Después de todo, Dante se enamoró perdidamente de su Beatriz cuando
tenía ella nueve años, una chiquilla rutilante, pintada y encantadora, enjoyada,
con un vestido carmesí... y eso era en 1274, en Florencia, durante una fiesta
privada en el alegre mes de mayo. Y cuando Petrarca se enamoró locamente de su
Laura, ella era una nínfula rubia de doce años que corría con el viento, con el polen,
con el polvo, una flor dorada huyendo por la hermosa planicie al pie del Vaucluse. Pero seamos decorosos y civilizados, Humbert Humbert hacía todo lo posible
por ser correcto. Y lo era de veras, genuinamente. Tenía el más profundo respeto
por las niñas ordinarias, con su pureza y vulnerabilidad, y bajo ninguna
circunstancia habría perturbado la inocencia de una criatura de haber el menor
riesgo de alboroto. Pero cómo latía su corazón cuando vislumbraba entre el montón
inocente a una niña demoníaca, «enfant charmante et fourbe», de ojos turbios,
labios brillantes, diez años encarcelados, no bien le demostraba uno que estaba
mirándola. Así pasaba la vida. Humbert era perfectamente capaz de tener
relaciones con Eva, pero suspiraba por Lilith. El desarrollo del seno aparece
tempranamente después de los cambios somáticos que acompañan la pubescencia.
Y el índice inmediato de maduración asequible es la aparición de pelo. Mi mazo de
naipes se estremece de posibilidades... Un naufragio. Un atoll y en su soledad, la
temblorosa hija de un pasajero ahogado. ¡Querida, éste es sólo un juego! Qué
maravillosas eran mis aventuras imaginarias mientras permanecía sentado en el
duro banco de un parque fingiendo sumergirme en un trémulo libro. Alrededor del
quieto estudioso jugaban libremente las nínfulas, como si él hubiera sido una
estatua familiar o parte de la sombra y el lustre de un viejo árbol. Una vez, una
niña de perfecta belleza con delantal de tarlatán, apoyó con estrépito su pie
pesadamente armado a mi lado, sobre el banco, para deslizar sobre mí sus
delgados brazos desnudos y ajustar la correa de su patín, y yo me diluí en el sol,
con mi libro como hoja de higuera, mientras sus rizos castaños caían sobre su
rodilla despellejada, y la sombra de las hojas que yo compartía latía y se disolvía
en su pierna radiante, junto a mi mejilla camaleónica. Otra vez, una pelirroja se asió de la correa en el subterráneo y una revelación de rubio vello axilar quedó en
mi sangre durante semanas. Podría enumerar una larga serie de esas diminutas
aventuras unilaterales. Muchas acababan en un intenso sabor de infierno. Ocurría,
por ejemplo, que desde mi balcón distinguía una ventana iluminada a través de la
calle y lo que parecía una nínfula en el acto de desvestirse ante un espejo cómplice.
Así aislada, a esa distancia, la visión adquiría un sutilísimo encanto que me hacía
precipitar hacia mi solitaria gratificación. Pero repentinamente, aviesamente, el
tierno ejemplar de desnudez que había adorado se transformaba en el repulsivo
brazo desnudo de un hombre que leía su diario a la luz de la lámpara, junto a la
ventana abierta, en la noche cálida, húmeda, desesperada del verano.
Saltos sobre la cuerda; rayuela. La anciana de negro que estaba sentada a
mi lado, en mi banco, en mi deleitoso tormento (una nínfula buscaba a tientas,
debajo de mí, un guijarro perdido), me preguntó si me dolía el estómago. ¡Bruja
insolente! Ah, dejadme solo en mi parque pubescente, en mi jardín musgoso.
Dejadlas jugar en torno a mí para siempre. ¡Y que nunca crezcan!