Fue entonces cuando empezaron nuestros prolongados viajes por todos los
Estados Unidos. Pronto llegué a preferir a cualquier otro tipo de alojamiento para
turistas los que proporcionaba el Functional Motel: escondrijos limpios, agradables,
seguros; lugares ideales para el sueño, la discusión, la reconciliación, el amor. Al
principio, mi temor de suscitar sospechas me hacía pagar ambas secciones de una
unidad doble, cada una equipada con una cama de dos plazas. Me preguntaba para
qué clase de cuádruple juego se había ideado tal disposición, ya que sólo una
farisea parodia de intimidad podía obtenerse mediante el tabique incompleto que
dividía la cabaña o cuarto en dos nidos de amor comunicados. Con el tiempo, las
posibilidades sugeridas por tan honesta promiscuidad (dos jóvenes parejas
intercambiando alegremente sus compañeros, o un niño sumido en un sueño
ficticio para ser testigo auricular de sonoridades primitivas) me hicieron más audaz,
y de cuando en cuando alquilaba una cabaña con una cama de dos plazas o una
cama y un catre, una celda paradisíaca con visillos amarillos, corridos para crear
una ilusión matinal de Venecia, de sol resplandeciente, cuando en realidad no
estábamos sino en Pennsylvania y llovía.
Así pudimos conocer –nous connûmes, para usar un giro flaubertiano– la
cabaña de piedra, bajo enormes árboles a la Chateaubriand, y la unidad de ladrillo,
y la unidad de adobe, y el hotelillo estucado, emplazados en lo que el Libro de
Viajes de la Asociación Automovilística describe como lugares «umbrosos»,
«vastos», «en medio de un hermoso paisaje». Las casuchas de troncos, cabadas
con nudoso pino, recordaban a Lo los huesos de una gallina frita por su fulgor oroviejo.
Desdeñábamos las feas chozas de madera blanqueada: su tufillo a cloaca o
algún otro hedor peculiar y melancólico, su falta absoluta de cosas elogiables (salvo
las «buenas camas») y su hosca propietaria, siempre dispuesta a que rechazaran
su obsequio («... bueno, puedo darle...»).
Nous connûmes (esto es de veras divertido) la presunta seducción de sus
tautológicos nombres –todos esos Hotel del Crepúsculo, Cabaña de las Cumbres,
Cabaña del Pinar, Cabaña Montañesa, Cabaña del Horizonte, Cabaña del Verde
Prado, Cabaña de Mac, Cabaña del Parque. A veces había un agregado especial en
la inscripción, algo así como «Bienvenidos los niños; se permiten animales
domésticos». (Bienvenido tú, se permite tu entrada). Los baños eran casi siempre
duchas entre azulejos, con una variedad infinita de sistemas de canillas, pero con
una característica común definidamente no-laodicea: cierta tendencia – durante su
funcionamiento– a variar instantáneamente la temperatura del agua (un calor
infernal o un frío de hielo), lo cual dependía de que el vecino hiciera girar su propia
canilla «caliente» o «fría», privando así de un complemento necesario a la otra
ducha graduada con tanto esmero. En algunas cabinas se veían instrucciones
pegadas sobre el inodoro (sobre cuyo tanque se amontonaban sin asomo de
higiene las toallas): en ellas se pedía a los huéspedes que no arrojaran a ese
receptáculo latas de cerveza, cartones... Otras tenían noticias especiales bajo un
vidrio, tales como «Sugestiones interesantes». (Jinetes: Con frecuencia podrá
usted ver a jinetes que bajan por la calle principal, de regreso de una romántica
cabalgata. «A las tres de la mañana», dijo socarronamente la poco romántica Lo).
Nous connûmes los diversos tipos de conductores de cabañas volantes: el
criminal reformado, el profesor jubilado, el viajante de comercio, entre los
hombres; las variantes maternales, seudo-distinguidas y madámicas, entre las
mujeres. A veces, en la noche monstruosamente caliente y húmeda aullaban
trenes con agudeza lacerante y ominosa, mezclando el poder y la histeria en un
solo alarido desesperado.
Evitábamos los Hogares para Turistas, parientes campesinos de los
Funerarios; eran anticuados, airosos, sin duchas, con tocadores complicados en
minúsculos dormitorios deprimentes y blanquirrosados, y fotografías de los hijos
de la propietaria. Pero de cuando en cuando me rendía a la predilección de Lo por
los hoteles «de verdad». Ella escogía en el catálogo (mientras yo la acariciaba en
el automóvil estacionado en el silencio de un camino misterioso, sazonado por el
crepúsculo) algún alojamiento junto a un lago, profusamente recomendado y que
ofrecía toda clase de cosas magnificadas por la linterna que deslizaba sobre ellas
–vecinos simpáticos, minutas entre comidas, asados al aire libre–, pero que
evocaban en mi mente odiosas visiones de malditos estudiantes secundarios con
camisas abiertas y mejillas como ascuas apretadas contra las de Lo, mientras el
pobre doctor Humbert, sin abrazar otra cosa que dos rodillas masculinas, enfriaba
sus almorranas sobre el césped mojado. Asimismo, eran una gran tentación para
Lo las «posadas coloniales», que además de su «atmósfera agradable» y sus
ventanas enrejadas prometían «cantidades ilimitadas de alimentos deliciosos».
Recuerdos del hotel principesco de mi padre me impulsaban a veces a buscar su
equivalente en el extraño país que recorríamos. Pronto me sentía disuadido; pero
Lo seguía en pos del aroma de comidas exquisitas, mientras yo daba un respingo
–por motivos no exclusivamente económicos– al leer junto al camino inscripciones
tales como: «TIMBER HOTEL. Niños menores de catorce años, gratis». Por otro lado,
me estremezco al recordar ese presunto hotel «de jerarquía», en un estado del
oeste, que anunciaba «sorpresas nocturnas en la heladera» y cuyo encargado,
sorprendido por mi acento, quiso saber el nombre de mi difunta esposa y el nombre
de soltera de mi difunta madre. ¡Una estadía de dos días me costó allí ciento
veinticuatro dólares! ¿Y recuerdas, Miranda, esa otra guarida de ladrones «ultraelegantes»,
con un obsequioso café matutino y agua corriente helada, sin niñas de
menos de dieciséis años (y sin Lolitas, desde luego)? No bien llegábamos a una de
las consabidas cabañas rodantes –que se convirtieron en nuestro asilo habitual–,
Lolita ponía en marcha el ventilador eléctrico o me inducía a que echara una
moneda en la radio, o leía las inscripciones y me preguntaba con lloriqueo por qué
no podía cabalgar por algún sendero recomendado, o nadar en ese estanque local
de tibia agua mineral. Casi siempre, con el aire contrito y hastiado que cultivaba,
caía postrada y abominablemente deseable en un sillón rojo, o en una chaise
longue verde, o en una poltrona de tapizado a rayas, con un banquillo para los pies
y dosel, o en un sillón giratorio, o en cualquier otra silla de jardín bajo una
sombrilla, en el patio, y necesitaba horas de persuasiones, amenazas y promesas
para conseguir que me prestara por algunos segundos sus miembros tostados en
el secreto de un cuarto por cinco dólares, antes de emprender cualquier diversión
que prefiriera a mi humilde goce.
Una mezcla de candor y decepción, de encanto y vulgaridad, de azul
malhumor y rosada alegría, Lolita podía ser una chiquilla exasperante cuando le
daban ganas. En realidad, yo no estaba del todo preparado para sus accesos de
hastío desorganizado, sus apretujones vehementes e intensos, sus actitudes de
abandono (piernas abiertas, aire vencido, ojos narcotizados), sus bravuconadas
(una especie de difusas payasadas que consideraba muy recias, según los cánones
de un muchachote pendenciero). Mentalmente, la consideraba una chiquilla
convencional hasta la repulsión. Almibarado hot jazz, baile acrobático, imponentes
helados de chocolate, revistas cinematográficas, discos, etcétera: ésos eran los
puntos obvios en su lista de cosas preferidas. ¡Sabe Dios cuántos níqueles míos
alimentaron los insaciables fonógrafos automáticos, inseparables de cada comida
nuestra! Todavía oigo la voz nasal de esos seres invisibles que le cantaban
serenatas, personas con nombres como Sammy y Jo y Eddy y Tonny y Peggy y
Patty y Rex, y las canciones sentimentales, todas tan similares en mis oídos como
los diversos helados de Lo en mi paladar. Dolly creía con una especie de fe celestial
en todo anuncio o consejo aparecido en Movie Love o Screen Land («Starasil seca
los granos» o «Conviene cuidar que los faldones de la camisa no asomen por los
blue jeans, chicas, pues Jill dice que les queda mal»). Si un anuncio decía junto al
camino « ¡Visitad nuestra tienda de obsequios! », debíamos visitarla, debíamos
comprar sus curiosidades indias, sus muñecas, sus alhajas de cobre, sus dulces de
cacto. Las palabras «novedades y recuerdos» la hechizaban con su melodía
trocaica. Si un letrero de un café proclamaba «Bebidas Heladas», Lo se estremecía
automáticamente, aunque todas las bebidas estaban heladas por todas partes. Lo
era el destinatario de todos los anuncios: el consumidor ideal, el sujeto y objeto
de cada letrero engañoso. Y yo intentaba patrocinar –sin éxito– sólo aquellos
restaurantes donde el sagrado espíritu de Huncan Dines había descendido sobre
los bonitos manteles de papel y las ensaladas coronadas de queso.
En esos días, ni ella ni yo habíamos intentado aún el sistema de soborno
monetario que habría de producir tales estragos en mis nervios y su moralidad, no
mucho después, recurría a otros tres métodos para someterla y para dulcificar su
temperamento. Pocos años antes, Lo había pasado un verano lluvioso bajo los
legañosos ojos de la señorita Phalen, en una granja ruinosa de los Apalaches que
había pertenecido a algún gruñón Haze en el pasado remoto. Aún existía, entre los
campos lozanos de ramas doradas, al borde de una selva sin flores, al cabo de un
camino siempre enlodado, a veinte millas desde el villorrio más cercano. Lo
recordaba ese adefesio de casa, la soledad, las viejas praderas empapadas, el
viento, los páramos desmesurados, con una energía de aversión que torcía su boca
e hinchaba su lengua entrevista. Y era allí donde la había amenazado con exilarse
junto a mí durante meses y años, recibiendo mis lecciones de francés y latín, a
menos que cambiara «su actitud actual». ¡Charlotte, empezaba a comprenderte!
Como una simple niña, Lo chillaba «¡No!» y se asía frenéticamente de mi
mano al volante cuando yo cortaba sus ciclones de malhumor volviendo el
automóvil en mitad del camino e implicando que nos iríamos directamente a esa
morada oscura y lúgubre. Pero cuanto más nos alejábamos del oeste, menos
tangible se hacía la amenaza y así debía emplear otros medios de persuasión.
Entre ellos, la amenaza del reformatorio es el que recuerdo con el más hondo
lamento de vergüenza. Desde el principio mismo de nuestra relación tuve la lucidez
suficiente para comprender que debía asegurarme su total cooperación para
mantener secreta nuestra aventura en ella, a pesar de todo el rencor que pudiera
sentir por mí, a pesar de cualquier otro placer que ella pudiera codiciar.
—Ven, besa a tu viejito –solía decirle– y déjate de poner cara de mula. En
otros tiempos, cuando yo era todavía el hombre de tus sueños (advierta el lector
el trabajo que me tomo para hablar en la lengua de Lo) te desmayabas, al oír
discos de ese ídolo número uno que tenía chifladas a tus contemporáneas. (Lo:
«¿A mis qué? Habla claro»). Ese ídolo de tus amigas se parecía al amigo Humbert,
pensaba. Pero ahora no soy más que tu viejito, el papá de tus sueños que protege
a la niña de mis sueños. ¡Mi chère Dolores! Quiero protegerte, querida, de todos
los horrores que ocurren a las niñas bajo los cobertizos en los caminos y, ay,
comme vous le savez trop bien, ma gentille, en los bosquecillos, durante el más
austero de los veranos. A toda costa he de ser tu guardián, y si eres buena, espero
que un tribunal legalizará esa custodia antes de que pase mucho tiempo. Pero olvidemos, Dolores Haze, la llamada terminología oral, una terminología que
acepta como racional el término «cohabitación inmoral y lasciva». No soy un
psicópata sexual y criminal que se toma libertades indecentes con una niñita. El
violador fue Charlie Holmes; soy terapeuta... un agradable intervalo en el camino
de la distinción. Soy tu papaíto, Lo. Oye: tengo aquí un libro especializado sobre
niñas. Oye, querida, lo que dice. Cito: la niña normal –observa bien–, la niña
normal suele mostrarse muy ansiosa por agradar a su padre. Siente en él al
antecesor del varón deseado y evasivo (¡«evasivo» está muy bien, por Polonio!)
La madre sensata (y tu madre habría sido sensata, si hubiera vivido) debe alentar
un compañerismo entre padre e hija, comprendiendo –disculpa este estilo sin
elegancia– que la niña conforma sus ideales de amor y del hombre mediante su
asociación con su padre. Ahora bien, ¿cuáles son las asociaciones que cita –y
recomienda– este libro? Vuelvo a citar: entre los sicilianos, las relaciones entre
padre e hija se dan por sentadas y la niña que participa de tales relaciones no es
mirada con desaprobación por la sociedad de que forma parte. Soy un gran
admirador de los sicilianos, excelentes atletas, excelentes músicos, hombres
excelentes y rectos, Lo, y grandes amadores. Pero no nos vayamos por las ramas.
El otro día leímos en los diarios todo un escándalo sobre un maduro enemigo de la
decencia que fue declarado culpable de violar el acta de Mann y de transportar de
estado en estado a una niña de nueve años con propósitos inmorales, sean cuales
fueren. ¡Querida Dolores! No tienes nueve años, sino casi trece, y no te aconsejaría
que te consideres como mi esclava en esta travesía, y deploro el acta de Mann
como causante de un terrible equívoco, la venganza que los dioses de los
semánticos se toman contra los filisteos de apretados lazos. Soy tu padre, y hablo
claro, y te quiero. Por fin, veamos qué puede ocurrirte si tú, una menor acusada
de menoscabar la moral de un adulto en un hotel respetable, te quejas a la policía
de que te he raptado y violado. Supongamos que te quejes. Una menor que permite
a una persona de más de veintiún años que la conozca carnalmente, induce a su
víctima a violación estatuida o a sodomía de segundo grado, según la técnica; y la
pena máxima es de diez años. Me mandan, pues, a la cárcel. Pero, ¿qué ocurre
contigo, mi pequeña huérfana? Bueno, tú tienes más suerte. Pasas a manos del
Departamento de Bienestar Público... cosa que no suena muy bien, me temo. Una
matrona formidable, del tipo de la señorita Phalen, pero más severa y menos
aficionada que ella a la bebida, te quitará tu lápiz labial, tus bonitos vestidos. ¡Basta
de correrías! No sé si conoces las leyes sobre los niños menesterosos,
abandonados, incorregibles y delincuentes. Mientras yo me aferré a los barrotes,
a ti, feliz niña abandonada, te darán a elegir entre varias residencias, más o menos
iguales: la escuela correccional, el reformatorio, el hogar para detención juvenil, o
una de esas casas para niñas donde tejerás cosas, cantarás himnos y, los
domingos, comerás paneques rancios. Irás a esos lados, Lolita. Mi Lolita, ésta,
dejará a su Catulo y se irá ahí, como la niña descarriada que es. En términos más
claros, si nos pescan serás analizada e institucionalizada, mi chiquilla. C'est tout.
Vivirás, mi Lolita, vivirás (ven aquí, mi flor dorada) con otras treinta y nueve
descarriadas en un dormitorio sucio (no, permíteme, por favor) bajo la supervisión
de matronas abominables. Ésa es la situación, ésa es la alternativa. ¿No crees que
en esas circunstancias Dolores Haze haría mejor en no apartarse de su viejito?
Machacando todo eso, logré aterrorizar a Lo, que a pesar de su aire vivo y
alerta y sus muestras de ingenio no era una niña tan inteligente como podía
sugerirlo el informe de su campamento. Pero si me las compuse para dejar sentada
una situación de secreto y culpa compartidos, fui menos eficaz al tratar de mejorar
su humor. Todas las mañanas, durante nuestros largos viajes, tenía que urdir
alguna sorpresa, algún punto especial en el espacio y el tiempo para que Lo fijara en él sus ojos y sobreviviera hasta la hora de acostarse. De lo contrario,
desprovisto de un propósito plausible y concreto, el esqueleto de su día vacilaba
hasta desplomarse. El objeto en vista podía ser cualquier cosa: un faro en Virginia,
una cueva natural en Arkansas convertida en café, una colección de fusiles y
violines en alguna parte de Oklahoma, una réplica de la Gruta de Lourdes en
Louisiana, fotografías desleídas del rico período minero en el museo local de un
lugar de las Montañas Rocosas, cualquier cosa... Pero tenía que estar allí frente a
nosotros, como una estrella fija, aunque podía ocurrir que Lo se fingiera
descompuesta no bien llegáramos hasta ella.
Movilizando la geografía de los Estados Unidos hice lo posible, durante horas
enteras, para darle la impresión de que «visitábamos lugares», de que nos
dirigíamos hacia cierto destino preciso, hacia un insólito deleite. Nunca he visto
caminos tan suaves y amenos como los que ahora se abrían frente a nosotros, a
través de la absurda colcha de retazos de cuarenta y ocho estados. Consumíamos
vorazmente esos largos caminos, nos deslizábamos en extasiado silencio sobre
esas pistas de baile negras y brillantes. Lo no sólo carecía de ojo para el paisaje,
sino que reaccionaba furiosa ante mis llamados de atención o tal o cual detalle de
la vida que yo mismo había aprendido a discernir sólo después de exponerme
durante un largo período a la delicada belleza siempre presente al margen de
nuestro viaje gratuito. Por una paradoja de pensamiento pictórico, el término
medio de la campiña norteamericana me había parecido al principio algo que
acepté con una conmoción de divertido reconocimiento a causa de esos óleos que
se han importado de América en los viejos tiempos para ser colgados sobre
lavabos, en los cuartos de niños de Europa Central, y que fascinaban a un niño
semidormido en su cama, con los rústicos paisajes verdes representados – opacos
árboles rizados, un granero, ganado, un arroyo, el blanco apagado de vagos
huertos en flor, acaso un cerco de piedra o colinas de gouache verdoso. Pero poco
a poco los modelos de esas rusticidades elementales se hicieron tanto más
extraños ante mis ojos cuanto más de cerca los conocía. Más allá de la llanura
cultivada, más allá de los tejados de juguete había una lenta difusión de inútil
encanto, un sol bajo, en medio de un halo platinado, de tintes tibios, color durazno
pelado, que invadía el borde superior de una nube bidimensional, grispaloma,
medio fundida con la distante niebla amorosa. Podría haber una fila de árboles
espaciados recortándose contra el horizonte, y cálidas lunas inmóviles sobre un
páramo de trébol, y nubes a la Claude Lorrain inscritas remotamente en el brumoso
azul, apenas destacadas por sus cúmulos contra el desleimiento del trasfondo. O
bien podía haber un severo horizonte del Greco, preñado de lluvia negra, y la fugaz
visión de un granjero con pescuezo de momia, y todo alrededor franjas alternadas
de agua rápida, y argéntea y áspero maíz verde, formando como un abanico
abierto, en algún lugar de Kansas.
De cuando en cuando, en la vastedad de esas llanuras, árboles inmensos
avanzaban hacia nosotros para agruparse deliberadamente junto al camino y echar
un poco de sombra humanitaria sobre una mesa de picnic, sobre el suelo pardo
cubierto de manchas de sol, vasos de papel aplastados, cámaras y pajillas para
sorber refrescos. Gran frecuentadora de comodidades junto al camino, mi poco
melindrosa Lo se mostraba encantada con las inscripciones en los retretes mientras
yo, perdido en un sueño de artista, fijaba mis ojos en el honrado fulgor de los
aparatos para gasolina contra el verde espléndido de los robles, o en una colina
distante –llena de cicatrices, pero todavía indómita– erguida en la extensión
agrícola que trataba de engullirla.
Por la noche, grandes camiones con luces de colores, como temibles y
gigantescos árboles de Navidad, asomaban en la oscuridad y pasaban junto al tardío sedán. Y al día siguiente, de nuevo un cielo apenas poblado que cedía su
azul al calor se diluía sobre nuestras cabezas, y Lo empezaba a clamar por una
bebida, y sus mejillas se ahuecaban vigorosamente sobre la pajilla, y el interior del
automóvil se había convertido en un horno cuando volvíamos a él, y el camino
ondulaba al frente, mientras un automóvil remoto alteraba su forma en el
espejismo de la superficie y parecía pender durante un instante, anticuado,
cuadrado y alto, en el halo ardiente. Y mientras avanzábamos hacia el oeste,
aparecían macizos de lo que el hombre de la estación de servicio llamaba
«artemisas», y después la misteriosa silueta de colinas parecidas a mesas, y
después rocas escarpadas como chorreadas de tintas, con juníperos, y después
una cadena montañosa, de un castaño que iba graduándose hasta el azul, y desde
el azul hasta el sueño, y él desierto salía a nuestro encuentro con un viento firme,
y polvo, y grises arbustos espinosos, y horribles pedazos de papel de seda que
pretendían ser flores pálidas entre las espinas de troncos marchitos, torturados por
el viento, a lo largo de la carretera, en medio de la cual se estacionaban a veces
simples vacas, inmovilizadas en una posición (cola a la izquierda... ojos de
pestañas blancas a la derecha) que interrumpían todas las reglas humanas del
tránsito.
Mi abogado ha sugerido que dé un informe preciso y franco del itinerario que
seguimos, y supongo que he llegado aquí a un punto en que no puedo evitar esa
faena. En líneas generales, durante ese año de locura (agosto de 1947 agosto de
1948) nuestra marcha empezó con una serie de rodeos y espirales en Nueva
Inglaterra, después de lo cual serpenteamos hacia el sur, arriba y abajo, hacia el
este y el oeste; nos hundimos en ce qu'on appelle Dixieland, evitamos Florida
porque los Farlow estaban allí, viramos al oeste, zigzagueamos a través de cintas
de algodón y maíz (me temo que esto no sea demasiado claro, Clarence, pero no
he tomado notas y sólo tengo a mi disposición, para cotejar con él estos recuerdos,
un libro de viajes atrozmente mutilado, en tres volúmenes, casi un símbolo de mi
pasado desgarrado y androjoso); cruzamos y volvimos a cruzar las Rocosas,
rodamos por desiertos donde nos azotaron los vientos, llegamos al Pacífico.
Giramos al norte a través de la pálida pelusa lila de matorrales en flor junto a los
caminos; alcanzamos casi la frontera canadiense, seguimos hacia el este, a través
de tierras buenas y de tierras malas, de regreso a la agricultura en gran escala,
evitando –a pesar de las estridentes imprecaciones de la pequeña Lo– el terruño
natal de la pequeña Lo, en un área productora de maíz, carbón y cerdos, y por fin
retornamos al repliegue del este, desembocando en la ciudad escolar de Beardsley.
Ahora, al recorrer las páginas que siguen, el lector deberá tener presente no
sólo el circuito general esbozado más arriba, con sus muchos desvíos y guaridas
para turistas, sino también el hecho de que lejos de ser una indolente partie de
plaisir nuestra gira era un duro, retorcido desarrollo teológico, cuya única raison
d'étre (esos clichés franceses son sintomáticos) era mantener a mi compañera en
un humor aceptable, entre beso y beso.
Hojeando ese libro de viajes destrozado, evoco confusamente ese Jardín
Magnolia, en un estado sureño, que me costó cuatro dólares y que, según el
anuncio del libro, debe visitarse por tres razones: porque John Glasworthy (un
escritor de mala muerte, pesado como una piedra) lo aclamó como el jardín más
encantador del mundo; porque en 1900 la Guía Baedeker lo señaló con una
estrella; y por fin, porque... oh, lector, mi lector, adivínalo... porque las niñas (y
por Júpiter, ¿no era mi Lolita una niña?) «caminarán con ojos como estrellas, llenas de reverencia, por ese anticipo del cielo, absorbiendo una belleza que influirá sobre
su vida toda».
—No sobre la mía –dijo acerbamente Lo, sentándose en un banco con los
suplementos de dos diarios dominicales en su regazo encantador.
Pasamos y repasamos por toda la gama de restaurantes camineros de los
Estados Unidos, desde el humilde oeste con la cabeza de ciervo (oscura huella de
larga lágrima en el ángulo del ojo), tarjetas postales «humorísticas» del tipo
«Kurort» posterior, fichas de huéspedes empaladas, visiones de helados
celestiales, media torta de chocolate bajo una campana de vidrio y varias moscas
horriblemente experimentadas, zigzagueando sobre la azucarera, en el innoble
mostrador, hasta los lugares caros, con luces amortiguadas, manteles de
absurda pobreza, mozos ineptos (expresidiarios o alumnos secundarios), la
espalda ruana de una actriz de cine, las cejas como piel de marta de su galán del
momento y una orquesta con trompetas.
Inspeccionamos la estalagmita más grande del mundo en una cueva donde
tres estados sureños celebran una reunión de familia; admisión según la edad;
adultos, un dólar; menores, dieciséis céntimos. Un obelisco de granito que
conmemora la batalla de Blue Licks (huesos viejos y cerámica india en el museo
inmediato): Lo, diez céntimos; muy razonable. La cabaña de troncos donde nació
Lincoln. Un canto rodado, con una placa, en memoria del autor de Árboles (estamos
ahora en Poplar Cove, N. C., a donde hemos llegado, por lo que mi amable,
tolerante y, por lo común, contenido libro de viajes llama «un camino muy
estrecho, en pésimo estado», cosa que suscribo). Desde una lancha manejada por
un ruso blanco entrado en años, pero aún repulsivamente apuesto (un barón,
según decían: las palmas de Lo estaban húmedas, ¡la muy tonta!), que había
conocido en California al buen viejo Maximovich y a Valeria, pudimos distinguir la
inaccesible «colonia de los millonarios» en una isla, un poco alejada de la costa de
Georgia. Seguimos inspeccionando; una colección de tarjetas postales de hoteles
europeos en un museo dedicado a curiosidades, en un lugar de Mississippi, donde
reconocí con una cálida oleada de orgullo una fotografía en colores del Mirana
paternal, sus toldos a rayas, su pabellón ondulado sobre las palmeras retocadas,
«¿Y qué?», dijo Lo, mirando de reojo al dueño bronceado de un lujoso automóvil
que nos había seguido hasta la Mansión de las Curiosidades. Reliquias de la era del
algodón. Una selva en Arkansas y, sobre el hombro tostado de Lo, una hinchazón
rosa-púrpura (obra de algún jején) cuyo veneno de hermosa transparencia extraje
apretando con las largas uñas de mis pulgares, para succionar después hasta que
manó su sabrosa sangre. La calle Bourbon (en una ciudad llamada Nueva Orleáns)
en cuyas aceras, según el libro de viajes, «pueden encontrarse (me gustó ese
«pueden») chiquillas que consentirán (ese «consentirán» me gustó más) en
zapatear por unos pocos céntimos» (qué divertido), mientras sus «abundantes y
pequeños clubes nocturnos están atestados de visitantes» (malo... ). Colecciones
de tradiciones fronterizas. Casas de la preguerra con balcones de hierro y escaleras
hechas a mano, por las cuales suelen bajar las damas del cinematógrafo (hombres
tostados, lujoso technicolor) recogiéndose el frente de la falda de un modo
peculiar, mientras la fiel negra mueve la cabeza en el descanso superior. La
Menninger Foundation, una clínica psiquiátrica, sólo porque sí. Un pedazo de arcilla
de hermosas erosiones; flores de yuca tan puras, tan sedosas, pero inmundas de
moscas. Independence, Missouri, el punto inicial del Old Oregon Trail; y Abilene,
Kansas, el hogar del Rodeo del Indómito Bill. Montañas distantes. Montañas
cercanas. Más montañas, belleza azulada, nunca accesibles, o que se convierten
cada vez en colinas desiertas; cadenas al sudeste, fracasos de altura como Alpes;
grises colosos de piedra, veteados de nieve, que traspasan el cielo y el alma; picos inexorables que aparecen de improviso en un recodo de la carretera; enormidades
arboladas, con un sistema de oscuros pinos netamente superpuestos,
interrumpidos a veces por la pálida espuma de los álamos; formaciones rosadas y
lilas, faraónicas, fálicas, «demasiado prehistóricas para las palabras» (Lo,
hastiada) montes de lava negra; montañas de comienzos de primavera, con vello
de elefante sobre sus crestas; montañas de fines de verano, gibosas, con sus
pesados miembros egipcios plegados bajo pliegues de felpa pardusca comida por
polillas; colinas de avena, manchadas por rotundos robles verdes; una última
montaña bermeja con una rica alfombra de alfalfa a su pie.
Inspeccionamos también: el lago Little Iceberg, en algún lugar de Colorado,
y los bancos de nieve, y las almohadillas de minúsculas flores alpinas, y más nieve,
por la cual Lo, con gorra de pompón rojo, intentaba deslizarse chillando y
bombardeada con bolas de nieve por algunos mozalbetes (se desquitó del mismo
modo, comme on dit.) Esqueletos de álamos quemados, manchas de flores azules.
Los diversos pormenores de una excursión pintoresca. Centenares de excursiones
pintorescas, miles de Riachuelos del Oso, Manantiales de Soda, Cañones Pintados.
Texas, una llanura agostada. La Cámara de Cristal en la cueva más larga del mundo
(unos niños menores de doce años, libres; Lo, una joven cautiva). Una colección
de esculturas caseras de una dama local al término de la mísera mañana de un
lunes, entre el polvo, el viento, la aridez. El Concepción Park, en una ciudad de la
frontera mexicana, que no me atreví a cruzar. Aquí y allá, centenares de picaflores
grises entre el polvo, sorbiendo en la garganta de flores difusas. Shakespeare, una
ciudad fantasma en Nuevo México, donde el perverso ruso Bill fue colgado hace
setenta años. Criaderos de peces. Casas rupestres. La momia de un niño
(contemporáneo indio de Florentine Bea). Nuestro vigésimo Cañón del Infierno.
Nuestro quincuagésimo Portal hacia cualquier cosa, fide el libro de viajes, cuya
cubierta había desaparecido por entonces. Siempre los mismos tres viejos, con
sombreros y tirantes, disipando la tarde estival bajo los árboles, junto a la fuente
pública. Un latido en mi ingle. Una visita a través del vaho azulino, más allá de la
barandilla en un paso de montaña, y las espaldas de una familia que disfrutaba del
espectáculo (y el cálido, feliz, vehemente, intenso, esperanzado, desesperado
susurro de Lo: «¡Mira, los McCrystal, por favor, hablémosles, por favor!...»
Hablémosles, por favor, lector). Danzas ceremoniales indias, estrictamente
comerciales. ARTES: American Refrigerator Transit Company. Obvia Arizona, casas
pueblerinas, pictografías aborígenes, huella de un dinosaurio en un cañón desierto,
impresa hace treinta millones de años, cuando yo era un niño. Un muchacho flaco,
pálido, de un metro con sesenta y con una nuez de Adán muy activa, que miraba
de soslayo el diafragma dorado y desnudo de Lo (cinco minutos después fui yo
quien la besó, Jack). Invierno en el desierto, primavera en la colina, almendro en
flor. Reno, una melancólica ciudad de Nevada, de vida nocturna presuntamente
«cosmopolita y refinada». Un viñedo en California, con una iglesia construida en
forma de tonel. El Valle de la Muerte. El Castillo de Scotty. Obras de arte
coleccionadas por un Rogers en un lapso de años. Villas horribles de hermosas
actrices. La huella de R. L. Stevenson en un volcán extinguido. Misión Dolores:
buen título para un libro. Festines de piedra arenisca trabajados por las mareas.
Un hombre con un profuso ataque epiléptico en el Parque Nacional de Russian
Gulch. El lago Crater, azul, azul. Un criadero de peces en Idaho y la Penitenciaría
Nacional. El sombrío Yellowstone Park y sus coloridos manantiales calientes, sus
géyseres niños, sus arco iris de fango burbujeantes. Una manada de antílopes en
un refugio silvestre. Nuestra caverna número cien; adultos, un dólar; Lolita,
cincuenta céntimos. Un castillo construido por una marquesa francesa en N. D. El
Palacio del Maíz en S. D.; inmensas cabezas de presidentes labradas en montañas de granito. Un zoológico en Indiana, donde un montón de monos vivía en una
réplica de cemento de la carabela de Cristóbal Colón. Billones de mariposas
muertas, semimuertas, con olor a pescado, en cada vidriera de cada restaurante
a lo largo de una melancólica playa de arena. Gordas gaviotas en grandes piedras,
vistas desde el ferryboat Ciudad de Cheboygan, cuyo humo pardo y lanoso se
arqueaba y se hundía en la verde sombra que arrojaba sobre las aguamarinas del
lago. Un hotelucho cuyo tubo de ventilación pasaba bajo la cloaca de la ciudad. La
casa de Lincoln, vastamente espuria, con libros íntimos y muebles antiguos que la
mayoría de los visitantes aceptaban reverentes como objetos personales.
Tuvimos altercados importantes y triviales. Los más serios ocurrieron en
Lacework Cabins, Virginia; en Park Avenue, Little Rock, cerca de una escuela; en
el paso Milner, a tres mil metros de altura, en Colorado; en la esquina de la calle
7 y la Avenida Central de Phoenix, Arizona; en la calle 3 de Los Ángeles, porque
ya habían vendido todas las entradas para cierto espectáculo; en un hotelillo
llamado «Sombra de álamos», en Utah, donde seis árboles menores de edad eran
apenas más altos que mi Lolita, y cuando ella preguntó, à propos de rien, cuánto
tiempo seguiríamos viviendo en cabañas hediondas, sin conducirnos nunca como
personas comunes. En N. Broadway, Burns, Oregon, esquina de W. Washington,
frente a Safeway, una confitería. En una aldea del Valle del Sol, Idaho, frente a un
hotel de ladrillos, ladrillos pálidos y ruborizados agradablemente mezclados, con
un álamo al frente que arrojaba sus líquidas sombras sobre el Honour Roll local.
En medio de los precarios matorrales de un páramo, entre Pinedale y Farson. En
algún lugar de Nebraska, en la calle principal, cerca del First National Bank,
fundado en 1889, con la vista de un ferrocarril que cruzaba la perspectiva de la
calle, a lo lejos los blancos tubos de órgano de un silo múltiple. Y en la esquina de
la calle McEmen y la calle Wheaton, en una ciudad de Michigan que llevaba su
nombre.
Llegamos a conocer a los curiosos especímenes que se encuentran junto a
los caminos, el hombre del levante, el Hommo pollex de la ciencia, con todas sus
muchas subespecies y formas: el modesto soldado que espera tranquilamente;
tranquilamente consciente de la atracción viática de su kaki; el escolar que desea
viajar dos cuadras; el asesino que desea viajar dos mil millas; el caballero
misterioso, inquieto, maduro, de maleta flameante y bigotito recortado; un trío de
mexicanos optimistas; el estudiante secundario que ostenta la mugre de sus tareas
campestres de vacaciones con el mismo orgullo que el nombre del famoso colegio
dispuesto en arco en su camisa, la dama desesperada cuya batería acaba de
descargarse; los jóvenes animales de rasgos nítidos, pelo brillante, ojos evasivos,
caras blancas, chaquetas y camisas chillonas, que adelantan vigorosamente, casi
priápicamente, sus pulgares rígidos para tentar a las mujeres solitarias, o a oscuros
viajeros de gustos extraños.
«Llevémoslo», solía suplicar Lo, restregando sus rodillas de un modo
peculiar, cuando algún pollex particularmente repulsivo, algún hombre de mi edad
y espaldas anchas, con la face à claques de un actor sin empleo, caminaba hacia
atrás, casi bajo las ruedas de nuestro automóvil.
Oh, tenía que vigilar con ojos atentos a Lo, a la voluble Lolita... Quizá a causa
del constante ejercicio amoroso, a pesar de su aspecto infantil, irradiaba cierto
lánguido fulgor que provocaba en los tipos de las estaciones de servicio, en los
mozos de hotel, en los dueños de automóviles lujosos, en los jovenzuelos tostados
junto a piletas azulinas estallidos de concupiscencia que habrían acicateado mi
orgullo de no haber lacerado mis celos. Pues Lolita tenía conciencia de ese fulgor
suyo, y solía pescarla coulant un regard hacia algún macho atractivo, algún mono
grasiento de musculosos brazos dorados y con reloj pulsera en el puño, y no bien
volvía mi espalda para comprar a Lo un caramelo, oía que ella y el rubio mecánico
estallaban en una perfecta canción de risas amorosas.
Durante nuestras paradas más prolongadas, cuando descansaba después de
una mañana particularmente violenta y la bondad de mi corazón apaciguado me
había inducido a permitirle –¡indulgente Hum!– una visita al jardín o la biblioteca
infantil, en la acera opuesta, en compañía de la fea Mary y el hermano de Mary
(ocho años), ambos hijos de nuestro vecino de acoplado, Lo volvía una hora
después, mientras Mary, descalza, arrastrándose bastante más lejos, y el chiquillo
aparecían metamorfoseados en dos rubios horrores de la escuela secundaria, todo
músculo y gonorrea. Mi lector podrá imaginar muy bien cuál era mi respuesta
cuando –con bastante timidez, lo admito– Lo me preguntaba si podía ir con Carl y
Al a la pista de patinaje.
Recuerdo la primera vez, una tarde polvorienta y ventosa, que la dejé ir a la
pista. Cruelmente, dijo que no sería divertido si yo la acompañaba, ya que esa
parte del día se reservaba a los menores de edad. Concertamos un pacto: me
quedé en el automóvil, entre otros automóviles (vacíos) con sus hocicos vueltos
hacia la pista al aire libre con techo de lona, donde unos cincuenta jóvenes, casi
todos en parejas, daban vuelta tras vuelta al compás de una música mecánica. El
viento plateaba los árboles. Dolly usaba blue jeans y botines blancos, como casi
todas las niñas. Yo contaba las revoluciones de la multitud sobre patines, cuando
de pronto la perdí de vista. Cuando volvió a pasar, estaba con tres muchachones,
los cuales un momento antes –yo los había escuchado desde fuera– habían
analizado a las niñas patinadoras, se habían burlado de una encantadora jovencita
de piernas desnudas que había aparecido con faldas rojas, y no con esos
pantalones o blue jeans.
En las estaciones de la policía caminera al entrar en Arizona o California, el
primo de un policía solía mirarnos con tal intensidad que mi pobre corazón
desfallecía. «¿Solitos?», preguntaba, y cada vez mi dulce tontuela reía. Aún
conservo, vibrando en mi nervio óptico, visiones de Lo a caballo, un eslabón en la
cadena de una excursión guiada a través de un sendero para jinetes: Lo se mecía
al tronco de su cabalgadura, una vieja cabalgadura al frente y un ranchero atildado
y obsceno, de pescuezo rojo, iba detrás; y yo tras él, odiando su gorda espalda de
camisa floreada con más violencia con que un conductor odia a un camión lento en
un camino de montaña. O bien, en un refugio para esquiadores, la veía alejarse
flotando, celestial y solitaria, en un etéreo telesilla, cada vez más alto, hasta una
cumbre centelleante donde alegres atletas tomados del talle la esperaban a ella, a
ella...
En cada ciudad donde nos deteníamos yo preguntaba, con mi cortés estilo
europeo, por las piscinas, museos, escuelas locales, el número de niños en la
escuela más próxima, etc. Y a la hora en que pasaba el ómnibus escolar, sonriendo
y guiñando un poco (descubrí ese tic nerveux porque la cruel Lo fue la primera en
ridiculizarlo) estacionaba en un punto estratégico, con mi errante colegiala junto a
mí en el automóvil, para observar a las niñas que salían de la escuela... una vista
siempre agradable. Eso pronto empezó a hastiar a mi fácilmente hastiable Lolita,
y como tenía una infantil aversión hacia los caprichos de los demás, nos insultaba
a mí y a mi deseo de acariciarla mientras pequeñas morenas de ojos azules en
pantalones cortos azules, o pelirrojas con boleros verdes, o rubias difusas
parecidas a muchachos en pantalones descoloridos pasaban bajo el sol.
Como resultado de una especie de pacto, yo propugnaba libremente, siempre
que era posible, el uso de piscinas con otras niñas. Lo adoraba el agua brillante y
era una excelente nadadora. Cómodamente envuelto en mi bata, me sentaba en
la abundante sombra postmeridiana, después de mi propia y recatada zambullida, y allí me quedaba, con un libro en blanco o una caja de bombones, o con ambas
cosas, o sólo con un escozor en mis glándulas, y la miraba chapucear, con una
gorra de goma, perlada, suavemente bronceada, alegre como un anuncio en su
ajustado pantaloncillo y su corpiño fruncido. ¡Encanto púber! Con qué presunción
me maravillaba de que fuera mía, mía, mía, y repasaba el reciente desmayo
matutino y anticipaba el del atardecer, y entrecerrando mis ojos heridos por el sol
comparaba a Lolita con las demás nínfulas que el parsimonioso azar reunía para
mi deleite y juicio antológicos! Y hoy, poniéndome la mano en el anheloso corazón,
no creo en verdad que ninguna de ellas la superaran en su deseabilidad, o sólo la
superaron en dos o tres ocasiones, a lo sumo, bajo determinada luz, con ciertos
perfumes flotando en el aire... Una vez, en el caso desahuciado de una pálida niña
española, hija de un noble de fuertes mandíbulas, y otra vez... mais je divague.
Desde luego, tenía que andarme con tiento, plenamente consciente, en mis
lúcidos celos, del peligro de esos juegos deslumbrantes. No tenía más que
volverme un instante –digamos para dar unos pasos y comprobar si nuestra cabaña
ya estaba lista después del cambio matutino de sábanas–, y dejar sola a Lo: al
volver la encontraba, les yeux perdus, hundiendo y moviendo en el agua sus pies
de largas uñas, sentada en el borde de piedra, mientras a cada lado de ella había
un brun adolescent en cuclillas que habría de ser tordre (¡oh Baudelaire!) durante
los meses venideros en sueños recurrentes, provocados por su belleza rojiza y los
pliegues argénteos de su estómago. Traté de enseñarle a jugar al tenis para que
tuviéramos más diversiones en común; pero aunque yo había sido un buen jugador
en mis años mozos, me revelé pésimo como maestro. Hube, pues, de
proporcionarle en California cierto número de lecciones carísimas, dadas por un
famoso entrenador, un ex campeón arrugado, con un harén de discípulas. Parecía
una ruina lastimosa fuera de la cancha; pero a veces, durante una lección, cuando
devolvía la pelota con un golpe exquisitamente primaveral, por así decirlo, y la
pelota zumbaba en el aire hacia su alumna, esa delicadeza de poder absoluto me
hacía recordar que treinta años antes lo había visto en Cannes abrir al gran Gobert.
Hasta que Lo empezó a tomar esas lecciones, pensé que nunca aprendería el juego.
Adiestraba a Lo en la cancha de tal o cual hotel, tratando de recordar los días en
que, bajo un viento caliente, entre un remolino de polvo y con una extraña lasitud,
enviaba pelota tras pelota a la alegre, inocente y elegante Annabel (fulgor del
brazalete, falda blanca y plegada, banda de terciopelo negro en el pelo). Cada
palabra mía, cada consejo persistente no hacía más que aumentar la sombría
irritación de Lo. Prefería a nuestros juegos –cosa harto curiosa–, al menos antes
de que llegáramos a California, pasarse la pelota (más que un juego de verdad,
ésa era una mera caza de la pelota) con una contemporánea pequeña, delgada,
maravillosamente bonita en un estilo ange gauche. Servicial espectador, yo me
aproximaba a la otra niña e inhalaba su débil fragancia a almizcle mientras tocaba
su brazo y sostenía un puño nudoso o movía a uno u otro lado su frío muslo para
enseñarle la actitud precisa. Mientras tanto Lo, inclinada hacia adelante, dejaba
caer sus rizos bronceados y golpeaba en el suelo con la raqueta como con la muleta
de un inválido y lanzaba tremendos «uf» de disgusto por mi intromisión. Yo las
dejaba con su juego y seguía mirándolas, comparando sus cuerpos en movimiento,
con un pañuelo de seda anudado al cuello; eso era al sur de Arizona, creo... y los
días eran perezosos receptáculos de calor, y la torpe Lo se lanzaba contra la pelota
y la erraba, y maldecía, y enviaba un simulacro de apertura a la red, y su
compañera, aún más ineficaz, corría concienzudamente tras cada pelota, y no
alcanzaba ninguna. Pero las dos se divertían hermosamente, y llevaban con claras
notas argentinas el cómputo exacto de sus equivocaciones Recuerdo que un día me ofrecí para llevarles bebidas frías desde el hotel y
fui hasta él por el sendero de granza y regresé con dos altos vasos de jugo de
ananás, soda y hielo. Y entonces un súbito vacío en mi pecho me hizo detenerme,
y vi que la cancha de tenis estaba desierta. Me detuve para posar los vasos en un
banco, y por algún motivo, con una especie de gélida nitidez, vi el rostro de
Charlotte muerta, y dirigí una mirada a mi alrededor, y descubrí a Lo que se alejaba
en la sombra jaspeada de un sendero del jardín, acompañada por un hombre alto
que llevaba dos raquetas de tenis. Corrí tras ellos, pero mientras me abría paso
entre los arbustos distinguí, en visión alternada, como si el curso de la vida se
ramificara constantemente, a Lo en pantalones y a su compañero en shorts que
escudriñaban una pequeña superficie cubierta de malezas y azotaban los arbustos
con sus raquetas en busca de su última pelota perdida.
Cito estas soleadas fruslerías sólo para demostrar a mis jueces que hacía
todo lo posible para que Lolita lo pasara realmente bien. Qué encantadora era verla
–una niña ella misma– enseñar a otra niña alguna de sus habilidades, como por
ejemplo, un modo especial de saltar a la cuerda. Con la mano derecha asida del
brazo izquierdo, tras la blanca espalda, la niña menor, diáfana y adorable, era toda
ojos, mientras el sol iridiscente era todo ojos sobre la granza, bajo los árboles en
flor. En medio de ese paraíso lleno de ojos, mi chiquilla pecosa brincaba, repitiendo
los movimientos de tantas otras que me habían deleitado en la antigua Europa, en
caminitos y terraplenes soleados, mojados, con olor a humedad. Al fin Lo tendía la
cuerda a su amiguita española y supervisaba la lección repetida, y se apartaba el
pelo de las sienes, y cruzaba los brazos, y se pisaba un pie con el otro, o
abandonaba sus manos sobre las caderas aún no florecientes, y yo me cercioraba
de que la maldita criada había terminado de limpiar nuestra cabaña. Después de
lo cual, enviando una sonrisa a la tímida y morena favorita de mi princesa y
hundiendo desde atrás mis dedos paternales en el pelo de Lo para deslizarlos en
una caricia por su nuca, suave pero firme, llevaba a mi recia niña a nuestro
pequeño hogar.
«¿Qué gato lo ha arañado, mi pobre amigo?» Una mujer «vistosa»,
esponjada y metida en carnes, de ese tipo repulsivo sobre el cual ejercía yo una
particular atracción, solía dirigirme esa pregunta en el «alojamiento», durante la
comida de mesa redonda seguida de baile prometido a Lo. Ése era uno de los
motivos por los cuales procuraba mantenerme lo más lejos posible de la gente,
mientras Lo, por su lado, ponía todo su empeño en incluir en su órbita a la mayor
cantidad imaginable de testigos presenciales.
Metafóricamente hablando, Lo andaba meneando su pequeño rabo, la parte
trasera de su humanidad, mientras algún extraño de sonrisa sardónica se nos
acercaba e iniciaba una brillante conversación, con un estudio comparativo de las
chapas del automóvil correspondientes a los diversos estados. «¡Pues no han
viajado poco!» Padres preguntones, con la sana intención de arrebatarme a Lo,
sugerían que fuera al cinematógrafo con sus hijos. Nos afeitábamos separados por
un pellejo. La incomodidad de los tabiques como caídas de aguas me perseguía,
desde luego, en todos nuestros alojamientos. Pero nunca llegué a comprender qué
tenue era la sustancia de que estaban hechos hasta una noche en que, después de
amar con demasiado bullicio, la tos masculina de un vecino llenó la pausa tan
claramente como la habría llenado la mía. A la mañana siguiente, mientras me
desayunaba en el bar lácteo (Lo dormía hasta tarde y me gustaba llevarle a la
cama una taza de café caliente), mi vecino de la víspera, un hombre maduro que
llevaba unos anteojos poco tentadores sobre su larga y virtuosa nariz y la insignia
de su convención en la solapa, se las arregló para trabar conmigo una conversación
durante la cual me preguntó si mi mujer se mostraba como la de él, bastante reacia cuando no estaba en la granja. Y si el horrible peligro a cuyo borde vacilaba no me
hubiera sofocado, me habría divertido la extraña expresión de sorpresa en su cara
curtida de labios finos, cuando le contesté secamente que, gracias a Dios, era
viudo.
Qué encantador era llevarle el café a Lo para rehusárselo hasta que hubiera
cumplido con sus deberes matinales. ¡Qué concienzudo amigo, qué padre
apasionado, qué excelente pediatra era yo, siempre cuidadoso de todas las
necesidades del cuerpo bronceado de mi pequeña! Mi único reparo contra la
naturaleza era que no podía volver del revés a Lolita y aplicar mis labios voraces a
su corazón desconocido, a su hígado nacarado, a las esponjas de sus pulmones, a
sus graciosos riñones gemelos. Durante algunas tardes especialmente tropicales,
en la pegajosa proximidad de la siesta, me gustaba sentir la frescura del sillón de
cuero contra mi maciza desnudez, mientras la observaba sentada en mi regazo:
no era sino una típica chiquilla que se hurgaba la nariz, concentrada en el
suplemento de historietas de un diario, tan indiferente a mi éxtasis como si hubiera
sido algo sobre lo cual se había sentado sin querer –un zapato, una muñeca– y
demasiado indolente para quitarlo de su asiento. Sus ojos seguían las aventuras
de sus héroes favoritos; había una niña bien dibujada, sucia, de pómulos salientes
y gestos angulares, que no dejaba de complacerme también a mí; Lo estudiaba las
muestras fotográficas de golpes en la cabeza, no ponía nunca en duda la realidad
de su lugar, tiempo y circunstancia creados para enmarcar los retratos publicitarios
de bellezas con muslos desnudos, y se mostraba curiosamente fascinada ante las
imágenes de novias locales, algunas con todos los arreos nupciales, ramilletes en
las manos y anteojos.
Una mosca se posaba y caminaba en la vecindad de su ombligo o exploraba
sus tiernas y pálidas areolas. Al principio trataba de atraparla en su puño (método
de Charlotte) y después se enfrascaba en la columna: Consejos útiles.
«¿Se reducirían los crímenes si los niños tuvieran presentes estas pocas
advertencias? No juegues en la proximidad de los baños públicos. No aceptes
dulces ni paseos en automóviles con extraños. Anota el número de la chapa del
automóvil cuando subas a uno».
–... y la marca del dulce –completé.
Ella siguió, su mejilla (esquiva) contra la mía (insistente); y qué buen día
fue ése lector...
«Si no tienes lápiz, pero ya sabes leer...»
—Nosotros, marineros medievales –cité jocosamente–, hemos puesto en esa
botella...
—«Si no tienes lápiz –repitió ella–, pero ya sabes leer y escribir...», esto es
lo que ha querido decir el tipo, pedazo de tonto, «... deja marcado el número en
algún lugar del camino».
—Con tus pequeñas garras, Lolita.