inundada, una boca de agua: algo horrible, en verdad, pintada de color rojo y plata,
que extendía los muñones de sus brazos para que los barnizara la lluvia, que
goteaba por sus cadenas argénteas como sangre estilizada. No es de asombrarse
que esté prohibido estacionar junto a esos tullidos de pesadillas. Fui hasta una
estación de servicio. Me esperaba una sorpresa cuando los níqueles bajaron
satisfactoriamente y una voz pudo responder a la mía.
Holmes, la directora del campamento, me informó que Dolly se había
marchado el lunes (ya era miércoles) a una excursión por las colinas de su grupo,
y que se la esperaba para ese mismo día. Si quería ir yo al día siguiente... Sin
entrar en detalles, dije que su madre estaba en el hospital, que la situación era
grave, que no debía informarse a la niña de tal gravedad y que debería estar lista
para partir conmigo en la tarde del día siguiente. Las dos voces se despidieron con
una explosión de ternura y buena voluntad, y por algún antojadizo desperfecto
mecánico, mis monedas volvieron a mí con un tintineo que casi me hizo reír, a
pesar de la decepción de mi deleite postergado. Me pregunto si esa súbita
descarga, la devolución espasmódica, no estaba relacionada de algún modo, en la
mente del destino, con mi invento de esa excursión antes de saber que era real.
¿Qué pasó luego? Me dirigí hacia el centro de Parkington y pasé toda la tarde
(había aclarado, la ciudad parecía de plata y vidrio) comprando cosas hermosas
para Lo. ¡Dios santo, qué absurdas adquisiciones hizo la predilección que Humbert
tenía en esos días por las telas vivas, las puntillas, los pliegues suaves, las faldas
generosamente acampanadas! Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la
de Poe y Beatriz la de Dante. ¿Y a qué niña no le gusta girar en una falda circular?
«¿Busca algo especial?», me preguntaban voces melosas. «¿Trajes de baño? Los
tenemos de todos los tonos: rosa-sueño, malva-bellota, rojo-tulipán, negrocarbón.
¿Un traje de gimnasia? ¿Una falda-pantalón?» No. Lola y yo odiábamos las
faldas-pantalón. Una de mis guías en esas cuestiones fue una anotación
antropométrica hecha por la madre de Lo en su duodécimo cumpleaños –el lector
recordará ese libro sobre niños–. Yo tenía la sensación de que Charlotte, movida
por oscuros motivos de envidia y desamor, había agregado una pulgada aquí y
allá. Pero como la nínfula habría crecido, sin duda, en los últimos siete meses,
podía aceptar con seguridad casi todas esas medidas de enero: caderas, de cresta
a cresta, apenas 73 centímetros, quizá menos; circunferencia del muslo, 43;
cintura, 58; pecho, 68; cuello, 28; altura, 1 m. 48; peso, 38 kilos; cociente de
inteligencia, 121; apéndice vermiforme presente, gracias a Dios.
Además de esas medidas, yo podía desde luego, visualizar a Lolita con
alucinante lucidez; y como persistía en mí una comezón en el sitio exacto, sobre
mi esternón, adonde había llegado una o dos veces su sedosa cabellera, y sentía
su tibio peso sobre mi regazo (de modo que siempre sentía en mí a Lolita, así como
una mujer siente su embarazo2 no me sorprendió descubrir después que mi cálculo
había sido más o menos correcto.
Por otra parte, había examinado detenidamente las páginas de un libro de
ventas para el verano y revisaba con aire de gran conocedor los diversos y
hermosos artículos, zapatos deportivos, escarpines de cabritilla flexible para niñas
flexibles 3
. La pintada muchacha de negro que asistía a todas esas urgentes
necesidades mías traducía la erudición y la precisa descripción paternal en
eufemismos comerciales tales como «petite». Otra mujer, mucho mayor, vestida de blanco, de espeso maquillaje, parecía curiosamente impresionada por mi
conocimiento de las modas infantiles; quizá tuviera yo una enana por amante. Así,
cuando me mostraron una falda con dos «bonitos» bolsillos al frente, dirigí
intencionadamente una candorosa pregunta masculina y fui retribuido con una
demostración acerca de cómo se abría el cierre relámpago, en la parte trasera. Me
divertí mucho con todas esas compras: minúsculas Lolitas fantasmales bailaban,
caían, volaban como mariposas sobre el escaparate. Completé el encargo con un
pijama de algodón de estilo carnicero. Humbert, el carnicero.
Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde,
según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo para
su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará
babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño natural)
con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas, flotaban a
mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más bien feérico
donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que extraños
pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que me escoltaban
de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas marinas, y los
cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de sirenas en el agua
transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el resto de las adquisiciones
y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi jornada.
De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de
minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre el «El
cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi liberación.
Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de Briceland, a una hora
del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo que mi voz se alterara y
se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo inglés, resolví enviar un cable
para reservar un cuarto con camas gemelas para la noche siguiente. ¡Qué cómico,
desmañado y vacilante Príncipe Encantador era yo! ¡Cómo han de reírse algunos
de mis lectores al enterarse de mis dificultades con la redacción del telegrama!
¿Qué debía poner: Humbert e hija? ¿Humbert y su hijita? ¿Homberg y su hija
inmatura? ¿Homberg y su niña? El cómico error –la «g» al final– que resultó al fin,
pudo ser un eco telepático de esas vacilaciones mías.
Y después, en el terciopelo de una noche de verano, mis cavilaciones acerca
del filtro que llevaba conmigo... ¡Oh, mísero Hamburg! ¿No era un Cazador muy
Encantado cuando deliberaba consigo mismo acerca de su estuche de mágicos
pertrechos? ¿Recurriría a una de esas cápsulas color amatista para rechazar el
monstruo del insomnio?
Había cuarenta cápsulas..., cuarenta noches con una frágil y pequeña
durmiente en mi palpitante compañía; ¿podía robarme una de esas noches para
dormir? No, sin duda; era demasiado preciosa cada una de esas minúsculas
ciruelas, cada sistema planetario microscópico, con su viviente polvo de estrellas.
Oh, permítaseme mostrarme empalagoso por una vez. Estoy tan cansado de ser
cínico... El cotidiano dolor de cabeza en el aire opaco de esta tumba que es mi celda
me perturba, pero no debo perseverar. He escrito ya más de cien páginas y no he
llegado a nada todavía. Mi calendario se confunde. Debió de ser hacia el 15 de
agosto de 1947. No creo que pueda seguir. Corazón, cabeza, todo... Lolita, Lolita,
Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita, Lolita. Repítelo hasta llenar la página, tipógrafo. Todavía en Parkington. Al fin pude dormir una hora. Me despertó una sesión
gratuita y horriblemente agotadora con un pequeño y velludo hermafrodita,
absolutamente extraño para mí. Por entonces eran las seis de la mañana, y de
pronto se me ocurrió que no estaría mal llegar al campamento antes de lo
anunciado. Tenía desde Parkington unas cien millas todavía, y habría más aún
hacia las colinas Hazy y Briceland. Si había dicho que iría en busca de Dolly por la
tarde, sólo había sido porque mi capricho insistía en que la misericordiosa noche
cayera lo antes posible sobre mi impaciencia. Pero ahora preveía toda clase de
equivocaciones y la posibilidad de que una demora le diera la oportunidad de hacer
una inútil llamada a Ramsdale. Sin embargo, cuando a las nueve y treinta intenté
emprender el viaje, me lo impidió una batería descargada y ya había pasado el
mediodía cuando dejé Parkington.
Llegué a destino a las dos y media; estacioné el automóvil en un bosquecillo
de pinos, donde un muchacho de camisa verde y pelo rojo arrojaba herraduras en
melancólica soledad. Lacónicamente, me indicó una oficina en un cottage
revocado. Casi moribundo, debí sobrellevar durante varios minutos la curiosa
conmiseración de la directora del campamento, una mujer desaliñada y gastada,
de pelo color herrumbre. ¿Deseaba el señor Haze, perdón, el señor Humbert hablar
con los encargados del campamento? ¿O visitar las cabañas donde vivían las niñas,
cada una dedicada a un personaje de Disney? ¿O visitar el Pabellón? ¿O debía ir
Charlie en busca de la niña? Las jovencitas acababan de arreglar el comedor para
un baile. (Quizá la mujer diría después a alguien: El pobre tipo parecía su propio
espectro).
Permítaseme evocar un momento esa escena en todos sus pormenores
triviales y fatales: la bruja Holmes escribiendo un recibo, sacudiendo la cabeza,
abriendo un cajón del escritorio, devolviendo el cambio en mi palma impaciente,
desplegando después sobre ella un billete con un triunfante «... ¡y cinco!»;
fotografías de niñas; una brillante polilla o mariposa, todavía viva, pinchada en la
pared («estudio del natural»); el diploma enmarcado del dietista del campamento;
mis manos trémulas; una ficha exhibida por la eficiente señorita Holmes con un
informe del comportamiento de Dolly Haze en el mes de julio («buena conducta;
excelente para el remo y la natación»); un eco de árboles y pájaros; mi corazón
palpitante... Yo estaba de espaldas a la puerta: sentí que la sangre me subía a la
cabeza cuando oí detrás de mí su respiración, su voz. Llegó arrastrando y
golpeando su pesada valija. «¡Tú!», exclamó, y se quedó inmóvil, mirándome con
ojos ladinos, alegres, abiertos los suaves labios en una sonrisa algo tonta, pero
maravillosamente cariñosa.
Estaba más delgada y alta, y durante un segundo me pareció que su rostro
era menos bonito que la huella mental acariciada por mí durante más de un mes:
sus mejillas parecían hundidas y demasiadas pecas diluían sus rasgos inmaturos y
rosados. Esa primera impresión (un intervalo humano muy estrecho entre dos
latidos de tigre) llevaba en sí la nítida implicación de que todo cuanto debía hacer
el viudo Humbert, todo cuanto quería hacer o haría, era dar a esa huerfanita
descolorida, aunque tostada por el sol y aux yeux battus (y hasta en las sombras
plomizas bajo los ojos había pecas) una educación firme, una adolescencia
saludable y feliz, un hogar limpio, inobjetables amigas de su misma edad entre las
cuales (si el destino se dignaba compensarme) podía encontrar, acaso, una bonita
magdlein sólo para Herr Doktor Humbert. Pero en un abrir y cerrar de ojos, mi
angelical línea de conducta se esfumó y caí sobre mi presa (¡el tiempo se adelanta
a nuestras fantasías!) y ella fue mi Lolita, de nuevo, en verdad, más Lolita mía que nunca. Dejé que mi mano se apoyara sobre su tibia cabeza castaña y tomé su
equipaje. Era toda rosa y miel, vestida con su brillante vestido con un dibujo de
manzanillas rojas, y sus brazos y piernas tenían un tono pardo, hondamente
dorado, con rasguños de finas líneas de puntos de rubíes coagulados, y los bordes
elásticos de sus calcetines estaban vueltos en el nivel recordado, y a causa de su
andar infantil –o quizá porque yo la había memorizado como siempre, usando sus
zapatos sin tacones–, los pesados zapatos deportivos parecían demasiado grandes
y con tacones demasiado altos para ella. Adiós, campamento, alegre campamento.
Adiós, comidas feas y malsanas, adiós, Charlie. En el auto caliente se sentó junto
a mí, dio una súbita palmada en su rodilla encantadora y, después, trabajando
violentamente con los dientes un pedazo de goma de mascar, bajó rápidamente la
ventanilla de su lado y volvió a recostarse. Corrimos por la selva abigarrada y
desnuda.
—¿Cómo está mamá? –preguntó cortésmente.
Dije que los doctores no sabían aún cuál era la enfermedad. De todos modos,
algo abdominal. ¿Abdominable? No, abdominal. Debíamos demorarnos un poco en
los alrededores. El hospital estaba en el campo, cerca de la alegre ciudad de
Lepingville, donde había vivido un gran poeta a principios del siglo XIX y donde
asistiríamos a todos los espectáculos. Encontró formidable la idea y preguntó si
llegaríamos a Lepingville antes de las veintiuna.
—Estaremos en Briceland a la hora de comer –dije– y mañana visitaremos
Lepingville. ¿Qué tal esa excursión? ¿Lo pasaste bien en el campamento?
—Hummmm.
—¿Te apena marcharte?
—Hummmm.
—No gruñas, Lo. Dime algo.
—¿Qué papá? (emitió la palabra con irónica deliberación).
—Lo que se te ocurra.
—¿Te parece bien que te llame así? (sus ojos escrutaron el camino).
—Muy bien.
—Es un ensayo... ¿Cuándo te enamoraste de mamá?
—Algún día, Lo, comprenderás muchas emociones y situaciones; por
ejemplo, la armonía, la belleza de la relación espiritual.
—¡Bah! –dijo la cínica nínfula.
Hubo un silencio de poca holgura en el diálogo, colmado por el paisaje.
—Mira, Lo, todas esas vacas en la colina.
—Creo que vomitaré si vuelvo a ver una vaca.
—¿Sabes, Lo? Te eché terriblemente de menos.
—Yo no. Para que sepas, he sido asquerosamente traidora contigo. Pero no
importa un comino, porque de todos modos tú dejaste de preocuparte por mí.
Eh, señor, usted conduce mucho más ligero que mamita.
Aminoré la ciega velocidad hasta una marcha miope.
—¿Por qué supones que he dejado de preocuparme por ti, Lo?
—Bueno... ¿acaso me has besado hasta ahora?
Muriendo, gimiendo interiormente, vi al frente una curva razonablemente
amplia, y me metí y anduve a los tumbos entre la maleza. Recuerda que es sólo
una niña, recuerda que es sólo...
Apenas se detuvo el automóvil, Lolita se precipitó literalmente en mis brazos.
Sin atreverme a abandonarme, sin atreverme a admitir que ése (dulce humedad y
fuego trémulo) era el principio de la vida inefable a la cual, hábilmente auxiliado
por el destino, por fin había dado realidad, toqué sus labios con tenues sorbos,
nada falaces. Pero ella, con un estremecimiento impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego,
que no era sino un juego inocente de su parte, un retozo que imitaba el simulacro
de un amor inventado, y puesto que, como dirían los psicópatas y también los
violadores, los límites y reglas de esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos
demasiado infantilmente sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba,
yo sentía un terror fatal de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y
asqueada. Y sobre todo, sentía una ansiedad agónica de introducirla en la
hermética reclusión de «El cazador encantado», y nos faltaban todavía ochenta
millas de marcha. Una dichosa intuición disolvió nuestro abrazo... un segundo
antes de que un automóvil patrullero se pusiera a la par del nuestro.
Rubicundo y cejudo, el conductor me clavó los ojos:
—¿No han visto un sedán azul, parecido al suyo, antes del cruce?
—No.
—No lo hemos visto –dijo Lo, inclinándose prontamente por encima de mí,
su mano inocente apoyada en mis piernas–. Pero, ¿está seguro de que era azul?
Porque...
El policía (¿qué sombra nuestra perseguía?) envió su mejor sonrisa a la
tunante y dio una vuelta en forma de U.
Seguimos la marcha.
—¡Cabeza de zapallo! –observó Lo–. Debió prenderte a ti.
—¿Por qué, Dios mío?
—Bueno, en este lugar la velocidad máxima es de cincuenta y... No, pedazo
de tonto, no aminores. Ya se ha ido.
—Nos queda por hacer un buen trecho –dije– y quiero llegar antes de que
anochezca. De modo que pórtate bien.
—Niña mala, mala –dijo Lo nuevamente–. Delincuente juvenil, pero franca y
comprensiva. Esa luz era roja. Nunca he visto conducir peor.
Atravesamos en silencio una ciudad silenciosa.
—Oye... mamá se volvería completamente loca si descubriera que somos
amantes.
—Dios santo, Lo, no hables así.
—Pero somos amantes, ¿no es cierto?
—No, que yo sepa. Creo que volverá a llover. ¿No quieres contarme tus
travesuras en el campamento?
—Hablas como un libro, papá.
—¿Qué diabluras has hecho? Insisto en que me cuentes.
—¿Te escandalizas fácilmente?
—No. Vamos...
—Metámonos en algún lugar escondido y te contaré.
—Lo, debo pedirte seriamente que no te hagas la tonta.
¿Y bien?
—Bueno... tomé parte de todas las actividades que me proponían.
—Ensuite?
—Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y a
desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.
—Sí, vi algo de eso en el folleto.
—Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran
chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m..., donde cada niña fundía su espíritu
regocijado con la voz del grupo.
—Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes palabrotas.
¿Qué más? —He hecho mío el lema de la girl scout –dijo Lo melodiosamente–. Colmo mi
vida con hermosas acciones, tales como... bueno, de eso no me acuerdo. Mi deber
es... ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco las órdenes. Soy
alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis pensamientos, palabras y actos
son absolutamente asquerosos.
—Espero que eso sea todo, niña ingeniosa...
—Sí. Eso es todo. No... espera un minuto. Cocinábamos en un horno de
campaña.
—Eso parece muy interesante.
—Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio
«muchos-muchos-muchos-muchos»... Oh, sí, último en orden, pero no en
importancia, como dice mamá... déjame pensar... ¿qué era? Ah, sí: nos tomaban
radiografías. Caray, qué divertido.
—C'est bien tout?
—C'est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de
pies a cabeza.
—¿Me lo contarás después?
—Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo
contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?
—En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.
—¿Quieres parar en esa confitería? –dijo Lo.
Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo desnudo
y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe sintético. Lo
edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata grasienta, que
miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con deliberación carnal. Mi
impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador encantado» era más fuerte de lo
que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el helado con su habitual presteza.
—¿Cuánto dinero tienes? –pregunté.
—Ni un céntimo –dijo ella tristemente, levantando las cejas y mostrándome
el vacío interior de su bolso.
—Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo –dije sutilmente–. ¿Vamos?
—Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?
—No vayas ahora –dije con firmeza–. Será un lugar inmundo. Vámonos.
En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos al
automóvil.
—No hagas eso –dijo mirándome con genuina sorpresa–. No me babees,
puerco.
Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro levantado.
—Perdona –le dije–. Es que te quiero mucho, sabes...
Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y después
empezamos a descender nuevamente.
(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!)
El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa
arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados cuando
atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador encantado».
El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas de cristal, era
verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como alhajas y se había
formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.
—¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!
—Tal vez –cantó Humbert, sabiendo perfectamente bien, ¡astuto diablo
hinchado!, que a las nueve, cuando empezara la película, ella estaría seguramente
muerta en sus brazos. —¡Cuidado! –gritó Lo, sacudiéndose cuando un maldito camión se detuvo en
una esquina frente a nosotros, con un latido de sus luces traseras.
Sentía que si no dábamos con el hotel pronto, inmediatamente,
milagrosamente, en la cuadra siguiente, perdería todo dominio sobre la cafetera
de Charlotte, con sus ineficaces limpiaparabrisas y sus frenos caprichosos. Pero los
transeúntes a quienes pedía informes eran también visitantes o preguntaban
frunciendo el ceño: «¿El cazador qué»..., como si yo hubiera estado loco. O bien
iniciaban explicaciones tan complicadas, con ademanes geométricos,
generalidades geográficas y datos estrictamente locales (... después siga hacia el
sur, hasta encontrar la casa... ) que no podía sino extraviarme en el laberinto de
su bienintencionada jerigonza. Lo, cuyas entrañas deliciosamente prismáticas ya
habían digerido el helado, empezó a pensar en una comilona y a cargarme con
ello. En cuanto a mí, aunque me había acostumbrado mucho tiempo antes a una
especie de destino secundario (el ineficiente secretario de McFate, por así decirlo)
que estorbaba torpemente el generoso y magnífico plan de su patrón, dar vueltas
y vueltas por las avenidas de Briceland era, quizá, la prueba más exasperante que
había enfrentado hasta entonces. Meses después pude reírme del candor juvenil
que me había hecho empecinarme con ese hotel determinado, con su curioso
nombre; pues a lo largo de nuestro camino infinitos hoteles proclamaban su
disponibilidad con luces de neón, prontos a alojar a vendedores, convictos
escapados, impotentes, grupos familiares, así como a las más corrompidas y
vigorosas parejas. Ah, dichosos conductores deslizándose a través de noches
estivales, qué retozos, qué impecables caminos si súbitamente esas posadas
perdieran su pigmentación y se volvieran transparentes como cajas de cristal.
El milagro que ansiaba ocurrió, después de todo. Un hombre y una
muchacha, más o menos amontonados en un oscuro automóvil, bajo árboles
profusos, nos dijeron que estábamos en el corazón mismo de el Parque, pero que
sólo debíamos virar a la izquierda, en la próxima luz de tránsito, y lo
encontraríamos. No vimos ninguna luz de tránsito (en verdad, el Parque era tan
negro como los pecados que ocultaba), pero poco después de caer bajo el suave
encanto de una curva agradablemente graduada, los viajeros advirtieron un brillo
diamantino a través de la bruma, después apareció un resplandor de agua... y allí
estaba, maravillosamente, inexorablemente, bajo los árboles espectrales, al cabo
de un sendero cubierto de granza, el pálido palacio encantado.
A primera vista, una fila de automóviles estacionados, como cerdos en un
establo, parecían impedir el acceso; pero después, como por arte de magia, un
formidable convertible, centelleante, de color rubí, empezó a moverse –
enérgicamente conducido por un chófer de hombros anchos– y nos deslizamos
llenos de gratitud en la brecha que dejó. En seguida lamenté mi prisa, pues advertí
que mi predecesor había sacado partido de un cobertizo que a modo de garage se
veía cerca, y con espacio suficiente para otro automóvil. Pero estaba demasiado
impaciente para seguir su ejemplo.
—¡Demonios! Parece fenómeno –observó mi vulgar amada mirando de reojo
la decoración del frente, mientras se lanzaba a la llovizna audible y con mano
infantil soltaba de un tirón su pollera metida en su hendidura de durazno (para
citar a Robert Browing)–. Bajo las luces eléctricas, falsas hojas agrandadas de
castaño envolvían columnas blancas. Un negro giboso y de cabeza cana, con
uniforme raído, tomó nuestro equipaje y lo llevó lentamente al vestíbulo. Estaba
lleno de ancianas y clérigos. Lolita se puso en cuclillas para acariciar a un perro de
aguas de cara pálida, manchas azuladas y orejas negras que se desmayó bajo su
mano –y quién no se habría desmayado, amor mío– sobre la alfombra floreada,
mientras yo me abría un pasadizo hacia el escritorio a través de la multitud. Allí,
un viejo calvo y porcino –todos eran viejos en ese hotel– examinó mis rasgos con
una sonrisa afable, después exhibió mi telegrama (mutilado), luchó con ciertas
oscuras dudas, miró el reloj y por fin dijo que lo lamentaba mucho pero que había
reservado el cuarto con camas gemelas hasta las seis y media, y ya no disponía
de él. Una convención religiosa se había sumado a una exposición floral en
Briceland y...
—El nombre –dije fríamente– no es Humberq ni Humburg, sino Herbert,
quiero decir Humbert, y cualquier cuarto me es lo mismo. Bastará poner un catre
para mi hija. Tiene diez años, y está muy cansada.
El viejo rosado miró afectuosamente a Lo, todavía en cuclillas, escuchando
de perfil, con los labios entreabiertos, lo que la dueña del perro, una anciana
envuelta en velos violáceos, le decía desde las profundidades de un sillón tapizado
en cretona.
Las dudas –sean cuales fueren– del viejo obsceno quedaron disipadas ante
la visión de ese pimpollo. Dijo que quizá tuviera –en realidad lo tenía– un cuarto
con una cama doble. En cuanto al catre...
—Señor Potts, ¿tenemos catres disponibles?
Potts, también rosado y calvo, con pelos blancos que asomaban de sus orejas
y otros agujeros, dijo que vería qué podía hacerse. Fue y habló, mientras yo
tomaba mi estilográfica. ¡Impaciente Humbert!
—Nuestras camas dobles son triples, en realidad –dijo afablemente Potts
mientras nos conducía–. En una noche de mucho público durmieron juntas tres
señoras y una niña. Creo que una de las señoras era un hombre disfrazado. Sin
embargo... ¿no hay un catre disponible en el 49, señor Swine?
—Creo que lo pidieron los Swonn –dijo Swine, el payaso viejo que me había
recibido.
—Nos arreglaremos de algún modo –dije–. Mi mujer quizá llegue después,
pero aun así... creo que nos arreglaremos.
Los dos cerdos rosados se incluyeron entre mis mejores amigos. Con la letra
clara y lenta del crimen escribí: «Doctor Edgard H. Humbert e hija, calle Lawn,
342, Ramsdale». Una llave (¡342!) me fue mostrada a medias (mágico objeto a
punto de ser escamoteado) y entregada al Tío Tom. Lo dejó al perro como habría
de dejarme a mí algún día, se enderezó sobre sus piernas; una gota de lluvia cayó
sobre la tumba de Charlotte; una negra joven y atractiva abrió la puerta del
ascensor y la niña sentenciada entró seguida por su padre, que se aclaraba la
garganta, y por el crustáceo Tom.
Parodia de pasillo de hotel. Parodia de silencio y muerte.
—Oh, es el número de nuestra casa –dijo Lo, alegremente.
Había una cama doble, un espejo, una cama doble en el espejo, una puerta
de ropero con espejo, una puerta de cuarto de baño ídem, una ventana azul oscuro,
una cama reflejada en ella, la misma en el espejo del ropero, dos sillas, una mesa
con tapa de cristal, dos mesas de noche, una cama doble: una gran cama de
madera, para ser exacto, con un cubrecama de felpilla, y dos lámparas de noche
de pantallas rosas y rizadas, a derecha e izquierda.
Estuve a punto de dejar un billete de cinco dólares en esa alma sepia, pero
pensé que la generosidad sería mal interpretada, y puse un cuarto. Agregué otro.
Se retiró. Clic. Enfin seuls.
—¿Dormiremos en un solo cuarto? –dijo Lo.
Sus rasgos adquirieron un peculiar dinamismo: no era enfado ni aversión
(aunque estaban al borde mismo de ello), sirio mero dinamismo como siempre que
quería hacer una pregunta de violenta trascendencia.
—Les he pedido que pongan un catre. Dormiré en él, si quieres. —Estás loco.
—¿Por qué, querida?
—Porque cuando mi querida mamá lo descubra, querido, se divorciará de ti
y me estrangulará a mí.
Sólo dinamismo. Sin tomar la cosa demasiado en serio.
—Óyeme –dije sentándome, mientras ella permanecía a pocos pasos,
mirándose con satisfacción, no desagradablemente sorprendida de su propio
aspecto, colmando con su resplandor rosáceo el sorprendido y complacido espejo
del ropero.
—Oye, Lo. Aclaremos esto de una vez por todas. Prácticamente, soy tu
padre. Siento gran ternura por ti. En ausencia de tu madre, soy responsable de tu
bienestar. No somos ricos, y mientras viajemos, estaremos obligados a...
Tendremos que andar juntos bastante tiempo. Dos personas que comparten un
cuarto inician inevitablemente una especie de... cómo diré... una especie de...
—La palabra es incesto –dijo Lo, y se metió en el ropero, volvió a salir con
una risilla joven y dorada, abrió la puerta contigua y después de mirar dentro
cuidadosamente, con ojos humosos, para no cometer otro error, se retiró al cuarto
de baño.
Abrí la ventana, me quité la camisa empapada de sudor, me la cambié, me
cercioré de que tenía el frasco de píldoras en el bolsillo de mi chaqueta, abrí el...
Lo reapareció. Traté de abrazarla: como al azar, un poco de retenida ternura
antes de comer.
—Oye, dejemos los besuqueos por ahora y vayamos a comer algo.
Fue entonces cuando presenté mi sorpresa.
¡Oh, qué niña delicada! Se dirigió hacia la valija abierta como deslizándose
desde lejos, en una especie de marcha muy lenta, fijando los ojos en el distante
cofre del tesoro, sobre el soporte de equipaje (¿había algo anormal en esos grandes
ojos grises o estaban ambos sumidos en la misma bruma encantada?) Se acercó
levantando bastante los pies de talones más bien altos, e inclinando sus hermosas
rodillas de muchacho mientras atravesaba el dilatado espacio con la lentitud de
quien camina bajo el agua o en un sueño. Después levantó por los breteles un
vestido de color cobre, encantador y costoso, extendiéndolo muy lentamente entre
sus manos silenciosas, como un cazador de pájaros apasionado que contuviera su
aliento sobre el pájaro increíble que extiende por los extremos de sus alas
flamígeras. Después (mientras yo seguía observándola) tomó la lenta serpiente de
un brillante cinturón y se lo probó.
Después se precipitó a mis brazos impacientes, radiante, abandonada, para
acariciarme con sus ojos tiernos, misteriosos, impuros, indiferentes, umbríos...
como la más barata de las bellezas baratas. Pues eso es lo que imitan las nínfulas,
mientras nosotros nos quejamos y morimos.
—¿Qué becía de las desuquestos? –murmuré en su pelo, perdido el dominio
de las palabras.
—Si quieres saberlo –dijo–, no lo haces bien.
—¿Cómo, entonces?
—Cuando llegue el momento –dijo la esponjilla.
Seva ascender, pulsata, brulansz kitzelans, dementissima. Ascensor
resonas, pausa, resonans, populus in corridoro. Hanc nisi mors mihi adimet nemo!
Juncen puellula, jo pensavo fondissime, nobserva nibbil quidquam; pero desde
luego, en otro momento pude haber cometido algún desatino. Por fortuna, Lo
volvió al cofre del tesoro. Desde el cuarto de baño –donde me llevó un buen tiempo volver al ritmo
normal por un propósito exasperante– oí de pie, tamborileando, reteniendo el
aliento, los «oh» y «ah» de Lolita y su candoroso deleite.
Había usado el jabón sólo porque era un jabón de muestra.
—Bueno, vamos, querida, si tienes tanta hambre como yo.
Y así fuimos hacia el ascensor; la hija meciendo su viejo bolso blanco, el
padre caminando al frente (nota bene: nunca detrás, ella no es una dama).
Mientras aguardábamos (ahora uno junto al otro) que nos bajaran, ella echó atrás
la cabeza, bostezó con disimulo y sacudió sus rizos.
—¿A qué hora te hacían levantar en ese campamento?
—A las seis... –otro bostezo– y media –un nuevo bostezo con un
estremecimiento de su cuerpo entero–. A las seis y media –repitió mientras la
garganta volvía a henchírsele.
El comedor nos recibió con un olor a tocino frito y una sonrisa pálida. Era un
lugar vasto y presuntuoso, con murales cursis que representaban cazadores
encantados en posturas y estados de encantamiento diversos, en medio de una
mescolanza de animales, dríadas y árboles descoloridos.
Unas cuantas ancianas, dos clérigos, un hombre con chaqueta deportiva
terminaban de comer en silencio. El comedor se cerraba a las nueve, y las
muchachas vestidas de verde encargadas de servirnos mostraron, por suerte, un
apuro desesperado para librarse de nosotros.
—¿No es exactamente igual, igualito a Quilty? –dijo Lo en voz baja.
Su agudo codo tostado no señalaba, pero ardía visiblemente por señalar a
un solitario comensal de mejillas espesas, en el rincón más alejado del cuarto.
—¿A nuestro gordo dentista de Ramsdale?
Lo contuvo el bocado de agua que acababa de sorber y dejó sobre la mesa
su vaso oscilante.
—No, por supuesto –dijo con un atoramiento de risa–. Quiero decir igual al
escritor del anuncio de «Droms».
¡Oh Fama! ¡Oh Fémina!
Cuando depositaron el postre (una inmensa cuña de pastel de cerezas para
la jovencita y helado de vainilla –que fue agregado en su mayor parte al pastel–
para su protector), tomé el frasquillo con las Píldoras Púrpura de Papá. Cuando
evoco esos murales nauseabundos, ese momento extraño y monstruoso, sólo
puedo explicar mi comportamiento de entonces por el mecanismo de ese vacío de
pesadilla en que evoluciona una mente alterada; pero en ese instante todo me
pareció simple e inevitable. Miré alrededor, me cercioré de que el último comensal
se había marchado, quité la tapa, y con la más absoluta deliberación eché el filtro
en mi palma. Había ensayado cuidadosamente ante un espejo el ademán de
llevarme la mano abierta a la boca y el gesto de tragar (fingidamente) una píldora.
Como esperaba, Lo dio una zarpada al frasco con sus atiborradas cápsulas
hermosamente coloreadas, cargadas con el Sueño de la
Bella.
—¡Azul! –exclamó–. Azul violeta. ¿De qué son?
—De Cielos estivales –dije–, plumas e higos, y la uva de sangre de
emperadores.
—No, en serio... por favor...
—Oh, sólo vitaminas X. Dan la fuerza de un buey. ¿Quieres probar una?
Lolita extendió la mano, asintiendo vigorosamente. Yo esperaba que la droga
obrara rápidamente. Así fue, por cierto. Lolita había tenido un día agotador; había
remado por la mañana con Bárbara, cuya hermana era jefa costera. Así empezó a
contarme la nínfula adorable y accesible, entre bostezos contenidos contra el paladar, de volumen creciente. Y había hecho muchas otras cosas, además.
Cuando bogamos desde el comedor, Lolita olvidó, desde luego, la película que
había pasado vagamente por su cabeza. En el ascensor se inclinó contra mí,
sonriendo apenas –¿no quieres contarme?–, con los ojos de oscuras pestañas
semicerrados. «Sueño, ¿eh?», dijo el tío Tom que subía al tranquilo caballero
franco-irlandés y a su hija, así como a dos damas marchitas, expertas en rosas.
Miraron con simpatía a mi amada frágil, tostada, vacilante y aturdida. Casi tuve
que llevarla a nuestro cuarto. Se sentó en el borde de la cama, meciéndose
ligeramente, hablando con voz arrastrada, con gravedad de paloma:
—Si te lo digo... si te lo digo... me prometes (dormida, tan dormida... cabeza
colgando, los ojos en blanco... ) que no te quejarás...
—Después, Lo. Ahora, a la cama. Te dejaré sola, y te meterás en la cama.
Te doy diez minutos.
—Oh, he sido una niña tan repugnante... –siguió, sacudiendo el pelo,
quitándose con dedos lentos una cinta de terciopelo de la cabeza–. Déjame
contarte...
—Mañana, Lo. Ahora vete a la cama, vete a la cama... por Dios, vete a la
cama.
Me metí la llave en el bolsillo y bajé las escaleras.