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Hubo un día, durante nuestro primer viaje -nuestro primer ciclo
paradisíaco-, en que para gozar en paz de mis fantasmas resolví firmemente
ignorar lo que no podía dejar de percibir, el hecho de que no era el novio de Lo, ni
un hombre arrebatador, ni un muchacho, ni siquiera una mera persona, sino tan
sólo dos ojos y una libra de carne..., para mencionar únicamente cosas
mencionables. Hubo un día en que después de faltar a la promesa hecha a Lo en
la víspera (no recuerdo en qué había puesto ella su cómico corazoncito, o en una
pista de patinaje con un peculiar suelo de material plástico o en una función
cinematográfica a la que deseaba ir sola), pude ver desde el cuarto de baño,
mediante una combinación de espejo y puerta abierta, una expresión de su rostro.
No puedo describir exactamente esa expresión... Una expresión de desamparo tan
perfecto que parecía diluirse hacia una apacible vacuidad, precisamente porque
ése era el límite mismo entre la injusticia y la frustración - y cada límite presupone
algo tras él-; de allí la iluminación neutra. Y si se piensa que éstas eran las cejas
alzadas, que ésos eran los labios entreabiertos de una niña, se apreciará mejor
qué profundidad de calculada carnalidad, qué desesperación refleja me impedía
caer a sus pies y disolverme en lágrimas humanas y sacrificar mis celos a cualquier
placer que Lolita esperaba obtener mezclándose con niños sucios y peligrosos en
un mundo exterior que era real para ella.
Otros recuerdos sofocados surgen ahora formando monstruos
desmembrados de dolor. Una vez, al fin del crepúsculo, en una calle de Beardsley.
Lo se volvió hacia la pequeña Eva Rosen -yo llevaba a las dos niñas a un concierto
y caminaba tras ella, tan cerca que casi la rozaba con mi cuerpo-, y con gran
serenidad y severidad, respondiendo a algo que la otra le había dicho («Prefiero
morirme antes de oír hablar a Milton Pinsky -un colegial amigo de ella- sobre
música»), observó:
-¿Sabes?... Lo espantoso de morirse es que se queda uno tan librado a sí
mismo.
Y mientras mis piernas de autómata seguían andando, me impresionó el
hecho de que sencillamente no sabía una palabra sobre el espíritu de mi niña
querida, y que sin duda, más allá de los terribles clichés juveniles, había en ella un
jardín y un crepúsculo y el portal de un palacio: regiones vagarosas y adorables,
completamente prohibidas para mí, ajenas a mis sucios andrajos y a mis
convulsiones. Pues a menudo había advertido que en esa vida que llevábamos, en
ese mundo de mal absoluto, sentíamos un extraño pudor toda vez que discutíamos
algo que podían haber discutido ella y un amigo más antiguo, ella y un pariente,
ella y un muchacho sano al que quisiera de veras, yo y Annabel, Lolita y un Harold
Haze sublime purificado, analizado, delicado; una idea abstracta, un cuadro, el
moteado Hopkins o el trasquilado Baudelaire, Dios o Shakespeare, cualquier cosa
genuina. ¡Santo Dios! Acorazaba su vulnerabilidad mediante ataques groseros y
ostentando todo su aburrimiento, mientras yo, formulando mis comentarios
desesperadamente inconexos en un tono artificial que me daba frío en mis últimos
dientes verdaderos, provocaba en mi auditorio tales estallidos de rudeza que hacía
imposible toda conversación ulterior, oh mi pobre niña escaldada. Te quería. Era
un monstruo pentápodo, pero te quería. Era despreciable y brutal, y depravado y
cuanto podía imaginarse, mais je t'aimais, je t'aimais! Y había momentos en que
sabía cuanto pasaba por ti, y saberlo era el infierno, mi pequeña Dolita, aguerrida
Dolly Schiller.
Recuerdo ciertos momentos, llamémoslos témpanos paradisíacos, en que
después de saciarme de ella -al cabo de fabulosos, dementes conatos que me
dejaban exhausto y transido de azul-, la recogía en mis brazos, al fin con un mudo
plañido de ternura humana (su piel brillaba a la luz de neón que llegaba del camino pavimentado, a través de las varillas de la persiana, y tenía las negras pestañas
pegoteadas y los ojos más vacíos que nunca, exactamente como los de una
pequeña paciente todavía mareada por una droga, después de una operación
grave), y la ternura se ahondaba en vergüenza y desesperación, y yo sostenía y
mecía a mi solitaria y pequeña Lolita en mis brazos de mármol, y gemía en su pelo
tibio, y de cuando en cuando la acariciaba y pedía su bendición sin palabras, y en
la cúspide misma de esa ternura humana, agonizante, generosa -mi corazón
estaba pendiente de su cuerpo desnudo, ya en vías de arrepentimiento-,
súbitamente, irónicamente, horriblemente, el deseo se henchía de nuevo y... oh,
no, decía Lolita con un suspiro al cielo, y un momento después la ternura y el
azul... todo estallaba.
Las ideas surgidas a mediados del siglo XX sobre las relaciones entre hijos y
padres, se han inficionado con la jerigonza escolástica y los símbolos
estandarizados del aparato psicoanalista, pero supongo que me dirijo a lectores
imparciales. Una vez en que el padre de Avis tocó la bocina de su automóvil, en la
calle, para avisar que papá había ido en busca de su chiquilla, me sentí obligado a
invitarlo a la sala. Se quedó unos minutos, y mientras conversábamos, Avis, una
niña poco atractiva, pesada y cariñosa, se acercó a él y se instaló sobre sus rodillas.
No recuerdo si he dicho que Lolita tenía siempre para los extraños una sonrisa
encantadora, una dulce tibieza que fluía de sus ojos, una soñadora irradiación de
sus rasgos. Nada de ello significaba nada, desde luego, pero era tan hermoso, tan
enternecedor que era difícil reducirlo a una célula mágica que iluminaba
automáticamente su rostro, como el atavismo de un antiguo rito de bienvenida -
prostitución hospitalaria, dirá el lector grosero-. Bueno, mientras el señor Byrd
hacía girar su sombrero y me decía gracias y... ah, sí, qué tonto soy, había olvidado
que me refería a las características principales de la famosa sonrisa de Lolita. Esa
irradiación tierna, rectárea, entre hoyuelos, no se dirigía al extraño que estaba en
el cuarto, sino que pendía en su propia vacuidad florida, por así decirlo, o fluctuaba
con miope blandura sobre objetos indiferentes. ¿Y qué ocurría después? Mientras
la gorda Avis trotaba hacia su papá, Lolita sonreía amablemente al cuchillo de
postre con que jugueteaba al borde de la mesa, sobre la cual estaba apoyada, a
muchas millas de mí. De pronto, mientras Avis se colgaba del cuello de su padre,
que envolvía con brazos distraídos a su rechoncha, vi que la sonrisa de Lo perdía
toda su luz y se convertía en una pequeña sombra de sí congelada; el cuchillo se
deslizó de la mesa y la golpeó con el mango de plata en el tobillo. Lolita gimió,
bajó la cabeza y después, saltando sobre un pie con la mueca preliminar con que
los niños contienen las lágrimas a punto de estallar, se marchó, seguida de
inmediato y consolada en la cocina por Avis, que tenía un maravilloso papá gordo
y rosado y un hermanito rechoncho como ella y una hermanita recién nacida y un
hogar y dos perros gruñones, mientras que Lolita no tenía nada.
Y tengo un hermoso pendant para esta pequeña escena, también en el
decorado de Beardsley. Lolita, que estaba leyendo junto al fuego, se desperezó y
preguntó:
-¿Y dónde la han enterrado?
-¿A quién?
-Oh, ya sabes a quién, a mi mamita asesinada.
-Pues tú sabes dónde está la tumba -dije conteniéndome.
Después nombré el cementerio, situado en las afueras de Ramsdale, entre
el ferrocarril y la colina de Lakeview.
-Además -agregué-, la tragedia que fue ese accidente resulta abaratada
por el epíteto que te parece conveniente aplicarle. Si de veras deseas superar en
tu alma la idea de la muerte... -¡...va! -exclamó Lo por decir «¡Viva!», salió lánguidamente del cuarto.
Durante largo rato miré con ojos fijos el hogar. Después tomé su libro. Era
una tontería para jóvenes. Había una triste niña llamada Marión y había una
madrastra que, contrariando todas las suposiciones, se revelaba como una
pelirroja joven, comprensiva, alegre, que explica a Marión que la madre muerta de
Marión había sido, en realidad, una mujer heroica, puesto que había disimulado
adrede su gran amor hacia Marión porque se sabía moribunda y no quería que su
hija la echara tanto de menos. No corrí a su cuarto entre gritos. Siempre prefería
la higiene mental de la no-interferencia. Ahora, hurgando en mi memoria, recuerdo
que en esa ocasión como en otras similares, mi costumbre era ignorar los estados
de alma de Lolita y consolar a mi propia alma vil. Cuando mi madre, con un lívido
vestido húmedo, bajo la bruma que caía (así me la imagino vivamente), corrió
jadeando de éxtasis hacia ese puente sobre el Moulinet para ser derribada por un
rayo, yo no era sino un niño, y ningún anhelo de la índole aceptada podía haberse
injertado en algún momento de mi juventud, por más que los psicoanalistas me
preguntaron con salvaje insistencia en mis períodos de depresión posteriores. Pero
admito que un hombre con mi poder imaginativo no puede alegar una ignorancia
personal de las emociones universales. Acaso yo contara demasiado con las
relaciones tan frías y anormales entre Charlotte y su hija. Pero lo esencial, lo más
terrible de todo era esto: en el curso de nuestra singular relación, Lolita había
advertido con claridad cada vez mayor, que aun la vida de la familia más mísera
era preferible a esa parodia de incesto que, a la larga, fue lo único que pude ofrecer
a la chiquilla. Vuelta a Ramsdale. Llegué hasta ella desde el lago. El soleado mediodía era
todo ojos. Mientras me acercaba en mi automóvil enlodado, podía distinguir
destellos de agua plateada entre los pinos lejanos. Viré hacia el cementerio y
caminé entre los monumentos de piedra largos y bajos. Bonzhur, Charlotte. En
algunas tumbas había pequeños pabellones nacionales pálidos y transparentes,
clavados en el aire sin viento, bajo las siemprevivas. Vaya, Ed, qué mala suerte la
tuya -me refiero a G. Edward Grammar, gerente de una oficina de Nueva York, de
treinta y cinco años, acusado por entonces de haber asesinado a su mujer,
Dorothy, de treinta y tres años-. Ed planeó el crimen perfecto: aporreó a su mujer
y la metió en un automóvil. La cosa se descubrió cuando dos policías patrulleros
del distrito vieron el enorme y flamante Chrysler azul de la señora Grammar -
regalo de cumpleaños de su marido- que bajaba a velocidad fantástica de una
colina, precisamente en la jurisdicción de los policías. (¡Dios bendiga a nuestros
buenos polizontes!) El automóvil rozó un poste, subió un terraplén cubierto de
cincoenramas, enredaderas y frambuesas silvestres, y volcó. Las ruedas aún
giraban silenciosas en el resplandor del sol cuando los policías sacaron el cuerpo
de la señora G. Al principio lo tomaron por un accidente común. Pero, ay, el cuerpo
magullado de la mujer no se avenía con los daños insignificantes del automóvil. Yo
fui más hábil.
Reanudé la marcha. Era curioso ver de nuevo la esbelta iglesia blanca, los
enormes álamos. Olvidando que en una calle suburbana de los Estados Unidos un
peatón solitario es más conspicuo que un conductor solitario, dejé el automóvil en
la avenida para caminar libremente hasta el 342 de la calle Lawn. Antes del
derramamiento de sangre, merecía cierto alivio, un espasmo catártico de regurgitación mental. Las blancas persianas de la mansión de Junk22 estaban
cerradas, y alguien había atado una cinta de terciopelo negra, sin duda encontrada
en la calle, al letrero blanco, inclinado hacia la calle, que decía EN VENTA. Ningún
perro ladró. Ningún jardinero telefoneó. Ninguna señorita Vecina estaba sentada
en la galería con enredaderas, donde -para gran confusión del solitario peatón-
dos mujeres jóvenes, con idénticas colas de caballo e idénticos delantales
moteados, dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarlo: la señorita
Vecina debía haber muerto mucho antes y ésas serían sus sobrinas gemelas de
Filadelfia.
¿Entraría en mi antigua casa? Como en un cuento de Turguenev, un torrente
de música italiana llegó desde una ventana abierta: ¿qué alma romántica tocaba
el piano donde ningún piano se había zambullido ni chapaleado en aquel domingo
hechizado con el sol sobre sus piernas doradas? De pronto advertí desde el césped
sobre el cual me había detenido, una nínfula de nueve o diez años (piel dorada,
pelo castaño, pantalones cortos blancos), que me miraba con extática fascinación
en sus grandes ojos de color azul-negro. Dije algo agradable, inocente, un
cumplido europeo, qué bonitos ojos tienes, pero la niña se retiró a toda prisa y la
música cesó de repente. Un hombre moreno de aire violento, brillante de sudor,
salió de la casa y me clavó los ojos. Estaba a punto de identificarme cuando, como
en medio de una pesadilla, tuve conciencia de mis pantalones enlodados, de mi
sweater mugriento y roto, de mi barbilla sin afeitar, de mis ojos de vagabundo,
inyectados de sangre... Sin decir una sola palabra, me volví y rehice el camino.
Una flor anémica parecida a un áster crecía en una grieta de la acera que recordaba
muy bien. Tras una serena resurrección, la señorita Vecina apareció en su silla de
ruedas, empujada por sus sobrinas, en la galería, como si hubiera sido un escenario
y yo el director de escena. Rogué que no me llamara y me precipité hacia el
automóvil. Qué callecita empinada. Qué avenida profunda. Entre el
limpiaparabrisas y el vidrio, un boleto rojo. Lo rompí cuidadosamente en dos, tres,
ocho pedazos.
Sentí que perdía tiempo y avancé con energía hacia el hotel de la ciudad, al
que más de cinco años antes había llegado con una maleta flamante. Tomé un
cuarto, concerté dos citas por teléfono, me afeité, me bañé, me puse un traje
negro y bajé a tomar un trago en el bar. Nada había cambiado. El bar estaba
sumergido en la misma luz vaga, increíblemente roja, que hace años, en Europa,
era característica de lugares deshonestos, pero que aquí pretendía crear cierta
atmósfera en un hotel familiar. Me senté a la misma mesita ante la cual, en seguida
de convertirme en el huésped de Charlotte, había considerado apropiado festejar
la ocasión con ella y media botella de champagne que había conquistado
fatalmente su pobre corazón estremecido. Como entonces, un mozo con cara de
luna llena disponía sobre una bandeja redonda, con celo astral, cincuenta vasos
para una fiesta de bodas. Esa vez eran de murphy-fanfasía. Eran las tres menos
ocho minutos. Al cruzar el vestíbulo hube de sortear un grupo de damas que con
mille graces se despedían de un almuerzo. Una de ellas me reconoció y se lanzó
sobre mí con un súbito grito. Era una mujer baja y corpulenta, vestida de color gris
perla, con una pluma delgada, larga, gris, en el sombrero minúsculo. Era la señora
Chatfield. Me atacó con una sonrisa ficticia, encendida de curiosidad perversa.
(¿Quizá yo había hecho con Dolly lo mismo que Frank Lasalle, un mecánico de
cincuenta años, había hecho en 1948 con Sally Horner, de once?) Pronto dominé
ese júbilo ávido. Ella pensaba que yo estaba en California. La sorprendía que... Con placer exquisito le informé que mi hijastra acababa de casarse con un joven y
brillante ingeniero en minas que tenía una misión archisecreta en el noroeste. Me
dijo que desaprobaba los casamientos tan prematuros, que nunca permitiría que
Phyllis, ya de dieciocho años...
-Oh, sí desde luego -dije serenamente-. Recuerdo a Phyllis. Phyllis y el
campamento... Sí, desde luego. A propósito, ¿le contó ella alguna vez que Charlie
Holmes pervertía a las discípulas de su madre?
La sonrisa de la señora Chatfield, ya borrosa, se desintegró por completo.
-¡Qué vergüenza! -exclamó-. ¡Qué vergüenza, señor Humbert! Al pobre
muchacho lo han matado hace poco en Corea.
Le pregunté si no pensaba que el giro francés vient de seguido de infinitivo
no expresaba con más fuerza los sucesos inmediatos que la construcción «hace
poco». Pero tenía que marcharme en seguida, agregué.
Sólo dos cuadras me separaban de la oficina de Windmuller. Me saludó con
un apretón de manos lento, fuerte, inquisidor, envolvente. Creía que estaba en
California. ¿No había vivido durante algún tiempo en Beardsley? Su hija acababa
de ingresar al Beardsley College. ¿Y cómo estaba?... Le di toda la información
necesaria sobre la señora Schiller. Sostuvimos una agradable conferencia de
negocios. Salí al cálido resplandor de septiembre convertido en un indigente
satisfecho.
Ahora que todo estaba en regla podía consagrarme libremente al objeto
principal de mi visita a Ramsdale. Según el metódico hábito de que siempre me he
enorgullecido, había mantenido la cara de Clare Quilty enmascarada en mi negro
calabozo, donde aguardaba mi aparición, juntamente con la del barbero y el
sacerdote. Réveillez-vouz. Laqueue, il est temps de mourir! En este instante no
tengo tiempo para discutir la mnemotécnica de la fisiognomización -voy rumbo a
casa de su tío y ando rápido-, pero permítaseme observar esto: había conservado
en el alcohol de la memoria nublada una cara de escuerzo. En dos o tres rápidas
ocasiones había advertido su ligero parecido con un comerciante en vinos alegre y
más bien repulsivo, un pariente mío que vivía en Suiza. Con sus barras de
gimnasia, su tricot hediondo, sus gordos brazos velludos, su calvicie y su criadaconcubina
de cara de cerdo era, en general, un tunante inocuo. Demasiado inocuo,
en verdad, para ser confundido con mi presa. En el estado espiritual en que me
encontraba entonces había perdido contacto con la imagen de Trapp. Se la había
engullido por completo la cara de Clare Quilty, representado con artística precisión
por una fotografía que se exhibía sobre el escritorio de su tío.
En Beardsley, me había entregado a las manos del encantador doctor Molnar
para someterme a una operación dental bastante seria que me había dejado unos
pocos dientes delanteros de ambos maxilares. Los reemplazantes dependían de un
sistema de placas y un alambre invisible que corrían por mis encías superiores. El
arreglo era una obra maestra de comodidad y mis caninos gozaban de perfecta
salud. Sin embargo, para suministrar a mi oculto propósito un pretexto plausible,
dije al doctor Quilty que con la esperanza de aliviar mi neuralgia facial había
resuelto hacerme arrancar todos los dientes. ¿Cuánto me costaría una dentadura
postiza completa? ¿Cuánto duraría el proceso, suponiendo que fijáramos su
comienzo en noviembre? ¿Dónde estaba ahora su sobrino? ¿Sería posible que me
los arrancara todos en una sola sesión dramática?
El doctor Quilty (chaqueta blanca, pelo gris, cortado a la prusiana, mejillas
grandes y chatas de político), apoyado en el ángulo de su escritorio, mecía un pie
seductoramente, como en sueños, mientras elaboraba un plan infinito y glorioso.
Primero me colocaría unas placas provisionales, para habituar las encías. Después
me haría una dentadura permanente. Le gustaría echar una ojeada a esa boca mía. Usaba zapatos calados, bicolores. No se visitaba con el canalla desde 1949, pero
suponía que podía encontrárselo en su hogar ancestral en la carretera Grimm, no
lejos de Parkington. Fluctuaba en su noble sueño. Su pie se mecía, su mirada era
la de un inspirado. Sugirió que tomáramos las medidas en el acto y que hiciéramos
el primer arreglo antes de iniciar las operaciones. Mi boca era para él una
espléndida caverna llena de tesoros inapreciables. Pero le prohibí la entrada.
-No -dije-. Pensándolo bien, me trataré con el doctor Molnar. El precio es
más elevado, pero desde luego es un dentista mucho mejor que usted.
Ignoro si alguno de mis lectores ha tenido alguna vez oportunidad de decir
eso. Es una sensación deliciosa. El tío de Clare permaneció sentado ante el
escritorio, aún con su expresión soñadora, pero el pie dejó de mecer la cuna de su
exquisita anticipación. Por otro lado, su enfermera, una muchacha marchita y flaca
como un esqueleto, con los ojos trágicos de las rubias sin éxito, corrió detrás de
mí como para poder cerrar la puerta a mis espaldas.
Póngase el cargador en la culata. Empújese hasta oír que el cargador llega
al engranaje. Exquisitamente ajustado. Capacidad: ocho cartuchos. Color:
azulado. Dolor: descartado. Un mecánico de la estación de servicio, en Parkington, me explicó muy
claramente cómo llegar hasta el camino Grimm. Deseoso de cerciorarme de que
Quilty estaba en su casa, intenté llamarlo, pero supe que su teléfono privado
estaba desconectado. ¿Significaba eso que se había marchado? Inicié la marcha
hacia la carretera Grimm, doce millas al norte de la ciudad. Para entonces la noche
había eliminado ya casi todo el paisaje, y mientras seguía el estrecho y tortuoso
camino, una serie de postes bajos, espectralmente blancos, con reflectores,
anulaban mis propias luces para indicar tal o cual curva. Pude discernir un valle
oscuro a un lado del camino y una ladera arbolada al otro. Frente a mí, como copos
de nieve indecisos, las mariposas nocturnas surgían de la negrura en mi aura. A la
duodécima milla, como se me anunció, un puente curiosamente techado me
envainó durante un instante. Más allá de él, una roca blanqueada surgía a la
derecha y poco más adelante al mismo lado viré hacia el camino de granza llamado
Grimm. Durante un par de minutos todo fue humedad, oscuridad, denso bosque.
Después, Pavor Manor, una casa de madera, con una torrecilla, apareció en un
claro circular. El camino de acceso estaba entorpecido por media docena de
automóviles. Me detuve bajo el cobertizo de los árboles y apagué mis faros para
calcular serenamente qué había que hacer. Debía de estar rodeado por sus
secuaces y sus rameras. No pude sino imaginar el interior de ese castillo jocoso y
desvencijado como lo habría pintado «Muchachitas engañadas», un relato de una
revista de Lo: vagas «orgías», un adulto siniestro de cigarro imponente, drogas,
guardaespaldas. Al fin había dado con él. Regresaría en el torpor de la mañana.
Regresé sin prisa a la ciudad, en ese viejo automóvil que trabaja para mí con
serenidad y casi con alegría. ¡Lolita! En las profundidades de la guantera aún
quedaba una horquilla suya, de tres años de edad. De nuevo la corriente de pálidas
mariposas nocturnas succionadas de la noche por la luz de mis faros. Oscuros
granjeros se inclinaban aquí y allá, junto al camino. La gente seguía yendo a los
cinematógrafos. Mientras buscaba un alojamiento nocturno, pasé una luz de
tránsito. En un fulgor selénico, realmente místico por su contraste con la noche
maciza y sin luna, sobre una pantalla gigantesca que se esfumaba entre oscuros
campos soñolientos, un minúsculo fantasma levantó una pistola, él y su brazo reducidos a una trémula agua turbia por el ángulo oblicuo de ese mundo que
retrocedía... y un instante después una fila de árboles interceptó la gesticulación.Dejé el alojamiento «Insomnio» a la mañana siguiente, alrededor de las
ocho, y pasé algún tiempo en Parkington. Me obsesionaban presagios de que
frustraría la ejecución. Pensé que acaso los cartuchos se habían inutilizado durante
una semana de inactividad, quité la cámara y puse otra nueva.
Di tal baño de aceite a mi compinche que ya no pude librarme de su pringue.
Lo vendé con un lienzo, como un miembro mutilado, y envolví en otro lienzo unas
cuantas balas de repuesto.
Una tormenta de truenos me acompañó durante casi todo el trayecto hacia
el camino Grimm, pero cuando llegué a Pavor Manor, el sol se veía de nuevo,
ardiendo como un hombre, y los pájaros chillaban en los árboles empapados y
humeantes. La casa decrépita y recargada parecía envuelta en una especie de
bruma, reflejando, por así decirlo, mi estado de ánimo, pues no pude sino advertir
-cuando mis pies se posaron en el suelo elástico e inseguro- que había exagerado
el estímulo alcohólico.
Un silencio irónico respondió a mi llamada. En el garage, sin embargo, se
veía su automóvil, por el momento un convertible negro. Probé con el llamador.
Una vez más, nadie. Con un gruñido petulante, empujé la puerta y... qué bonito:
se abrió como en los cuentos de hadas medievales. Después de cerrarla
suavemente tras de mí, atravesé un vestíbulo espacioso y horrible; atisbé en un
cuarto adyacente; advertí unos cuantos vasos sucios que crecían en la alfombra;
resolví que el amo debía dormir aún en su dormitorio.
De modo que me arrastré escaleras arriba. Mi mano derecha tenía asido a
mi embozado compinche, en mi bolsillo. Con la mano izquierda me tomaba del
pasamanos pegajoso. Inspeccioné tres dormitorios; en uno de ellos
evidentemente, había dormido alguien la noche anterior. Había una biblioteca llena
de flores. Había un cuarto vacío con grandes y profundos espejos y una piel de oso
polar sobre el suelo resbaladizo. Se me ocurrió una idea providencial. Por si el amo
regresaba de su caminata por los bosques o emergía de algún cubil secreto, sería
más seguro que el tirador inseguro -al que aguardaba una larga faena- impidiera
a su contrincante la posibilidad de encerrarse en su cuarto. Así, durante cinco
minutos por lo menos, anduve por la casa -lúcidamente insano, frenéticamente
calmo, como un cazador encantado y alerta- echando llave en cuanta cerradura
veía y guardándome la llave en mi bolsillo con la mano libre. La casa, muy vieja,
tenía más posibilidades de intimidad que nuestras casas modernas, donde el cuarto
de baño -único lugar con cerradura- debe usarse para las furtivas necesidades de
una paternidad proyectada.
Hablando de cuartos de baño, estaba a punto de visitar el tercero cuando el
amo salió de él, dejando tras sí una breve cascada. El ángulo de un pasillo no me
ocultaba del todo. Tenía la cara gris y los ojos abotagados, y estaba todo lo
desgreñado que era posible con su semicalvicie, pero lo reconocí perfectamente
cuando me rozó con su bata púrpura, muy semejante a la mía. No me vio, o me
descartó como a una alucinación habitual e inocua. Mostrándome sus pantorrillas
velludas, bajó la escalera como quien anda en sueños. Guardé en mi bolsillo la
última llave y lo seguí al vestíbulo. Había entreabierto la boca y la puerta delantera
para atisbar por una hendidura luminosa, pensando sin duda que había oído llamar
y alejarse a un visitante. Después, siempre indiferente al fantasma de impermeable que se había
detenido en mitad de la escalera, el amo se dirigió hacia un cómodo boudoir
atravesando el vestíbulo y yo -con absoluta tranquilidad, sabiendo que no se me
escaparía-, me alejé de él cruzando la sala para ir a desenvolver cuidadosamente
a mi sucio compinche en la cocina provista de un bar. Tuve la precaución de no
dejar manchas de aceite sobre el cromado: creo que compré un producto malo,
negro y terriblemente pegajoso. Con mi habitual minuciosidad, trasladé a mi
compinche a un lugar limpio de mi persona y me dirigí hacia el pequeño boudoir.
Mis pasos, como he dicho, eran elásticos -demasiado, quizá, para asegurarme el
éxito. Pero mi corazón latía con fiero gozo, y pisé un vaso sobre la alfombra.
El amo me vio en la sala oriental.
-¡Eh! ¿Quién es usted? -me preguntó con voz fuerte y vulgar, metidas las
manos en los bolsillos de la bata-. ¿Es usted Brewster, por casualidad?
Era evidente que estaba mareado y completamente a mi merced, si podía
emplearse esa expresión. Me felicité.
-Eso es... -respondí suavemente-. Je suis monsieur Brustière. Charlemos
un momento antes de empezar.
Pareció complicado. El bigotillo color hollín se le crispó. Me quité el
impermeable. Tenía puesto un traje oscuro, una camisa negra. No llevaba corbata.
Nos sentamos en sendos sillones.
-¿Sabe? -me dijo, rascándose con fuerza la mejilla gris, carnuda y arenosa,
y mostrando sus dientes menudos y perlados en una mueca torva-. Usted no se
parece a Jack Brewster. Quiero decir que el parecido no es muy evidente... Alguien
me dijo que él tenía un hermano en la misma compañía telefónica.
Haberlo atrapado, después de todos esos años de arrepentimiento y furor...
Mirar los pelos negros en el dorso de sus manos regordetas... Errar con cien ojos
sobre sus sedas purpúreas y el pecho hirsuto, previendo los agujeros... Saber que
ese canalla semianimado, infrahumano, era el que había sodomizado a mi amada...
¡Oh, amada mía, ésa era una bendición suprema!
-No, lo siento, pero no soy ninguno de los Brewster.
Sacudió la cabeza, aún más complacido que antes.
-Adivine de nuevo, muchacho.
-Ah, conque no ha venido usted a fastidiarme acerca de esas llamadas de
larga distancia... -dijo el muchacho.
-Lo hace usted de cuando en cuando. ¿No es cierto?
-¿Cómo?
Dije que había dicho que había pensado que él había dicho que nunca había...
-La gente -dijo-, la gente en general... No lo acuso a usted, Brewster, pero,
¿sabe usted?, es absurdo cómo la gente invade esta maldita casa sin tomarse
siquiera el trabajo de llamar. Usan vaterre, usan la cocina, usan el teléfono, Phil
llama a Filadelfia, Pat llama a la Patagonia... Me niego a pagar.
Tiene usted un acento curioso, capitán.
-Quilty -dije-. ¿Se acuerda usted de una niña llamada Dolores, Haze, Dolly
Haze? ¿Llamó Dolly a Dolores, en Colorado?
-Claro... debió hacer esa llamada, sin duda... A cualquier lugar. Paraíso,
Washington, Cañón del Infierno... ¿A quién le importa?
-A mí, Quilty. ¿Sabe usted? Soy su padre.
-¡Ridículo! Qué va usted a ser... -dijo-. Usted es algún agente literario
extranjero. Un francés tradujo una vez mi Carne altiva por la Fierté de la Chair.
Absurdo.
-Era mi hija, Quilty.
En el estado en que se encontraba nada podía amilanarlo. Pero sus alardes
no eran del todo convincentes. Una especie de cauteloso recelo animó sus ojos con
un remedo de vida. Pero en seguida volvieron a nublarse.
-Las niñas me gustan mucho -dijo-, y sus padres se encuentran entre mis
mejores amigos.
Volvió la cabeza, buscando algo. Se palpó los bolsillos. Intentó incorporarse
del sillón.
-¡Quieto! -dije, quizá en voz más alta de lo que me había propuesto.
-No necesita gritarme -se quejó de un modo curiosamente femenino-.
Sólo quería un cigarrillo. Me muero por un cigarrillo.
-Morirá de todos modos.
-Oh, basta... empieza a aburrirme. ¿Qué quiere usted? ¿Es francés, diga?
¿Quién demonios es usted? Vamos al bar y tomemos un...
Vio la pequeña arma negra que tenía en la palma de mi mano como
ofreciéndosela.
-¡Epa! -dijo arrastrando las vocales (ahora imitaba la farfulla indecente de
las películas)-. Qué bonito revólver tiene ahí... ¿Cuánto quiere por él?
Le golpeé la mano extendida y se las arregló para derribar una caja sobre
una mesilla que tenía a su lado. La caja vomitó un puñado de cigarrillos.
-¡Aquí están! -dijo jubilosamente-. ¿Recuerda usted la frase de Kipling:
Une femme est une femina, un Caporal est une cigarette? Ahora necesitamos
fósforos.
-Quilty -dije-. Quiero que me atienda. Morirá dentro de un instante. Lo que
siga, por cuanto sabemos, será un estado eterno de locura atormentadora. Ya fumó
ayer su último cigarrillo. Concéntrese. Trate de comprender lo que va a ocurrirle.
Empezó a romper el cigarrillo y a mascar pedazos de él.
-Estoy deseoso de comprender -dijo-. Usted es un australiano o un
refugiado alemán. ¿Tengo que ser yo, precisamente? Ésta es la casa de un pagano,
¿sabe? Será mejor que se largue de aquí. Y deje de mostrar ese revólver. En el
cuarto de música tengo un Stern-Luger.
Apunté a su pie en la pantufla y apreté el gatillo. Hizo click. Se miró el pie,
miró la pistola, miró de nuevo el pie. Hice otro penoso esfuerzo, y con un sonido
ridículo, débil y juvenil, salió. La bala agujereó la espesa alfombra rosada y yo tuve
la impresión paralizadora de que otra vez volvería a salir.
-¿Ve usted lo que ha hecho? -dijo Quilty-. Debería tener más cuidado.
Déme eso, por Dios.
Se incorporó para tomar el revólver. Lo empujé a su sillón. Mi alegría
exuberante se desvanecía. Ya era tiempo de que acabara con él, pero Quilty tenía
que saber por qué. Su condición se me contagiaba y sostenía el arma con blandura
y torpeza.
-Concéntrese en Dolly Haze, la niña que raptó...
-¡Yo no la rapté! -gritó-. La salvé de un pervertido. Muéstreme su
insignia, en vez de disparar a mis pies, pedazo de gorila. ¿Dónde está la insignia?
Yo no soy responsable de las violaciones de otros. ¡Absurdo! Ese viajecito, se lo
aseguro, fue una tontería, pero de todos modos se volvió con usted... ¿no es
cierto? Vamos, tomemos un trago.
Le pregunté si quería ser ejecutado de pie o sentado.
-Hummm... déjeme pensar -dijo-. No es una pregunta fácil de responder.
Entre paréntesis, cometí un error que lamento sinceramente. ¿Sabe usted? Con
Dolly no me divertía nada. Soy prácticamente impotente, para decir la melancólica
verdad. Y le proporcioné unas vacaciones espléndidas. Conoció a unas cuantas
personas notables. ¿Conoce usted a... ?
Con impulso tremendo cayó sobre mí. La pistola fue a dar bajo una cómoda.
Por fortuna era más impetuoso que fuerte y no me costó demasiado esfuerzo
volverlo al sillón. Jadeó un poco y cruzó los brazos sobre el pecho.
-Bueno, ya lo hizo -dijo-. Vous voilà dans de beaux draps, mon vieux.
Su francés mejoraba.
Miré a mi alrededor. Quizá si... Quizá pudiera... sobre las manos y rodillas...
¿Me arriesgaría?
-Alors, que fait-an? -me preguntó, observándome con fijeza.
Me incliné. No se movió. Me incliné más aún.
-Mi estimado señor -dijo-, déjese usted de jugar con la vida y la muerte.
Soy un autor teatral. He escrito comedias, tragedias, fantasías. He filmado
películas privadas con Justine y otras sexaventuras francesas del siglo XVIII. Soy
autor de cincuenta y dos guiones de éxito. Por alguna parte debe de haber un
atizador, déjeme buscarlo y así podré pescar su revólver.
El muy astuto había vuelto a incorporarse mientras hablaba y fingía buscar
algo. Tanteé debajo de la cómoda, procurando al mismo tiempo no perderlo de
vista. De pronto, advertí que él había advertido que yo parecía no haber advertido
que mi compinche asomaba por debajo del otro ángulo de la cómoda. Nos
trabamos en lucha de nuevo. Rodamos por el suelo, cada uno en los brazos del
otro, como dos inmensos niños indefensos. Estaba desnudo y hedía como su bata
y me sentí sofocado cuando rodó sobre mí. Rodé sobre él. Rodamos sobre mí.
Rodaron sobre él. Rodaron sobre nosotros.
Supongo que este libro será leído cuando se publique, hacia los primeros
años del siglo XXI (1935 más ochenta o noventa, amor mío). Llegados a este
punto, los lectores más maduros recordarán sin duda la escena infaltable de las
películas del oeste vistas en su juventud. Pero en nuestra riña faltaban esos
puñetazos que derribarían a un buey y no volaban muebles. No éramos sino dos
grandes muñecos rellenos de algodón. Era una riña muda, blanda, informe de dos
literatos, uno de los cuales estaba profundamente alterado por una droga, mientras
el otro se sentía en desventaja por una enfermedad cardíaca y el exceso de gin.
Cuando al fin me apoderé de mi preciosa arma, ambos jadeábamos como ningún
cow-boy lo hizo nunca después de luchar.
Resolví examinar la pistola -nuestro sudor podía haber estropeado algo- y
recobrar el aliento antes de iniciar la parte principal del programa. Para llenar la
pausa, le propuse que leyera su sentencia, en la forma más poética que yo le había
dado. El término «justicia poética» podía usarse eficazmente en esa ocasión. Le
tendí una pulcra hoja de papel escrita a máquina.
-Sí, espléndida idea -dijo-. Déjeme buscar mis anteojos para leer. Intentó
incorporarse.
-No.
-Sí.
-Empecemos. Veo que está en verso.
Porque sacaste ventaja de un pecador porque
sacaste ventaja
porque sacaste porque sacaste ventaja de
mi desventaja...
-Qué bien está. Formidable...
... cuando desnudo cual Adán enfrentaba un tribunal federal y
todas sus punzantes estrellas...

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