espinillas en la piel y el busto vigoroso; la bonita Rosaline; la morena Mary Rose;
la adorable Stella; Ralph, que fanfarronea y roba; Irving, a quien tengo lástima. Y
allí está ella, perdida entre todos, royendo un lápiz, detestada por los maestros,
con los ojos de todos los muchachos fijos en su pelo y en su cuello, mi Lolita.
Viernes. Anhelo algún desastre terrible. Un terremoto. Una explosión
espectacular: su madre eliminada de manera horrible, pero instantáneamente y
para siempre, junto con todo ser viviente en millas a la redonda. Lolita salta a mis
brazos. Su sorpresa, mis explicaciones, demostraciones, ululatos. ¡Vanas e
insensatas fantasías! Un Humbert osado habría jugado con ella de una manera
más repugnante (ayer, por ejemplo, cuando entró de nuevo en mi cuarto para
mostrarme sus dibujos escolares); podría haberla sobornado... y acabar con la
cosa. Un tipo más simple y práctico se habría atenido sobriamente a varios
sucedáneos..., pero si ustedes saben adonde ir, yo no sé. A pesar de mi aire viril,
soy horriblemente tímido. Mi alma romántica se vuelve trémula y viscosa ante la
sola idea de recurrir a alguna inmundicia. A esos obscenos monstruos marinos.
Mais allez-y, allez-y! Annabel sosteniéndose sobre un pie para ponerse pantalones
cortos, yo mareado de rabia, sirviéndole de pantalla.
(La misma fecha, después, muy tarde). He prendido la luz para disipar un
sueño. Tenía un antecedente indudable. Durante la comida, Haze anunció
benévolamente que puesto que el pronóstico anunciaba un fin de semana con sol,
iríamos el domingo al lago, después de la iglesia. Mientras yacía en mi cama, entre
meditaciones, urdí un plan final para aprovechar el picnic anunciado. Sabía que
mamá Haze odiaba a mi amada porque era gentil conmigo. De modo que planeé
el día junto al lago de manera que satisfaciera a la madre. Le hablaría sólo a ella,
pero en un momento apropiado diría que había olvidado mi reloj pulsera y mis
anteojos negros en algún lugar, y me hundiría con mi nínfula en el bosque. En ese
instante, la realidad se desvanecía, y la busca de los anteojos se transformaba en
una tranquila orgía... A las tres de la mañana tomé un soporífero y entonces un
sueño que no era una secuela, sino una parodia, me reveló con una especie de
significativa claridad, el lago que aún no había visitado: estaba cubierto por una
lámina de hielo esmeralda, y un esquimal picado de viruela trataba en vano de
romperlo con un hacha, aunque mimosas importadas y oleandros florecían en sus
orillas cubiertas de granza. Estoy seguro de que la doctora Blanche Schwarzmann
me habría pagado un montón de dinero por enriquecer con ese sueño sus archivos.
Por desgracia, el resto era francamente ecléctico. La Haze mayor y la Haze menor
corrían a caballo en torno al lago, y yo también corría, meciendo diestramente mi
cuerpo, con las piernas arqueadas por la montura, aunque no había ningún caballo
entre ellas: sólo el aire elástico –una de esas pequeñas omisiones debidas a la
distracción del agente que sueña-.
Sábado. El corazón sigue saltando en el pecho. Aún me retuerzo y emito
graves lamentos al recordar mi turbación. Vista dorsal. Vislumbre de piel sedosa
entre camisa en T y pantalones de gimnasia blancos. Inclinada sobre el alféizar de
una ventana, en el acto de arrancar hojas de un álamo y sosteniendo al mismo
tiempo una charla torrencial con un chico vendedor de diarios, abajo (Kenneth
Knigth, supongo), que acababa de lanzar el Ramsdale Journal en la entrada con
un envío muy preciso. Empecé a deslizarme hacia ella. Mis brazos y piernas eran
superficies convexas entre las cuales –más que sobre las cuales– avanzaba
lentamente, mediante algún modo neutro de locomoción: Humbert, la Araña
Herida. Debí tardar horas en llegar hasta ella: creía verla por el extremo opuesto
de un telescopio, y me movía como un paralítico, con miembros blandos y
deformes, en una terrible concentración. Al fin estuve tras ella, cuando tuve la
desgraciada idea de hacerle una broma –sacudiéndola por la nuca o algo semejante, para encubrir mi verdadero manège–, y ella chilló con un agudo y breve
gemido: «¡Sal de ahí!» (qué grosera, la tunanta), y con una mueca horrible
Humbert el Humilde se batió en fúnebre retirada, mientras ella seguía parloteando
hacia la calle.
Pero oigamos lo que ocurrió después... Acabado el almuerzo, me recliné en
una silla baja, para tratar de leer. De pronto, dos hábiles manitas me cubrieron los
ojos: se había deslizado por detrás, como reiterando, en la secuencia de un ballet,
mi maniobra matutina. Al tratar de interceptar el sol, sus dedos eran un carmesí
luminoso, contenía apenas la risa y brincaba a uno y otro lado, mientras yo
extendía los brazos a derecha e izquierda, hacia atrás, aunque sin cambiar de
posición. Mi mano corrió sobre sus ágiles piernas, el libro partió de mi regazo como
un trineo y la señora Haze apareció para decir indulgentemente: «Dele una tunda
si interrumpe sus meditaciones de estudioso. Cómo me gusta este jardín (no había
entonación exclamativa en su voz). No es divino el sol (tampoco había entonación
interrogativa)». Y con un suspiro de fingida satisfacción, la odiosa señora se sentó
en tierra y miró el cielo, echándose atrás y apoyándose sobre las manos abiertas.
Entonces una vieja pelota gris de tenis rebotó sobre ella. La voz de Lo llegó
arrogante desde la casa: «Pardon-nez, madre. No le apuntaba a usted». Desde
luego que no, mi dulce amor. Ésa resultó la última de unas veinte anotaciones mías. Se verá por ellas que
el esquema de la inventiva del diablo era día tras día el mismo. Al principio me
tentaba para después burlarme, dejándome con un dolor sordo en las raíces
mismas de mi ser. Yo sabía exactamente qué debía hacer y cómo hacerlo sin
enturbiar la castidad de una niña; después de todo, tenía cierta experiencia en mi
vida de pederosis: había amado visualmente, en los parques, a nínfulas pecosas;
había insinuado mi paso cauteloso y bestial por entre la parte atestada de un
ómnibus repleto de colegialas con sus libros a cuestas. Pero durante casi tres
semanas, mis patéticas maquinaciones se habían visto interrumpidas. El causante
de tales interrupciones era, por lo común, la señora Haze (cuyo temor principal,
como habrá observado el lector, no era tanto que yo gozara con Lo cuanto que Lo
gozara conmigo). La pasión que sentía yo por esa nínfula –la primera nínfula en
mi vida que por fin estaba al alcance de mis garras angustiadas, dolientes y
tímidas– me habría llevado sin duda, de regreso al sanatorio, de no haber
comprendido el Diablo que debía proporcionarme cierto alivio si quería jugar
conmigo durante más tiempo.
El lector habrá reparado, asimismo, en el curioso Espejismo del Lago. Habría
sido lógico por parte del señor Arthur McFate (como podríamos llamar a ese diablo
mío) procurarme cierto solaz en la playa prometida, en la presunta selva. En
realidad, la promesa que había hecho la señora Haze se revelaba fraudulenta: no
me había dicho que Mary Rose Hamilton (una pequeña belleza morena, por su
parte) nos acompañaría, y que las dos nínfulas se lo pasarían cuchicheando aparte
y divirtiéndose aparte, mientras la señora Haze y su apuesto huésped conversarían
quietamente, semidesnudos, lejos de ojos que espiaran. Al fin, los ojos espiaron y
las lenguas se agitaron. ¡Qué rara es la vida! Nos precipitamos para apartar los
destinos que procurábamos entrelazar. Antes de mi llegada, mi huéspeda
proyectaba que una vieja solterona, la señorita Phalen, cuya madre había sido
cocinera en la familia Haze, se fuera a vivir en la casa con Lolita y conmigo,
mientras la señora Haze buscaba algún empleo conveniente en la ciudad más
cercana. La señora Haze había visto las cosas muy claramente: el anteojudo y encorvado Herr Humbert llegaría con sus baúles de Europa Central para juntar
polvo en su rincón sobre un montón de libracos: la chicuela abominable estaría
firmemente vigilada por la señorita Phalen (que ya había cobijado a mi Lo bajo su
ala de gallina: Lo recordaba ese verano de 1944 con un estremecimiento de
indignación) y la propia señora Haze se emplearía como recepcionista en una
ciudad elegante. Pero un suceso no del todo complicado se opuso a ese programa.
La señorita Phalen se rompió una cadera en Savannah, Ga., el mismo día en que
llegué a Ramsdale.
El domingo que siguió al sábado ya descrito amaneció tan rutilante como
había pronosticado la oficina meteorológica. Cuando dejé la bandeja de mi
desayuno sobre la silla junto a la puerta de mi cuarto para que la señora Haze la
retirara cuando quisiera, capté la siguiente situación deslizándome silenciosamente
en mis viejas zapatillas (lo único viejo que tenía) por el descanso de la escalera
hasta el pasamanos. Había surgido un nuevo inconveniente. La señora Hamilton
acababa de telefonear para decir que su hija «tenía temperatura». La señora Haze
informó a su hija que deberían postergar el picnic. La fogosa Haze menor informó
a la fría Haze mayor que en ese caso no la acompañaría a la iglesia. La madre dijo
«muy bien» y se marchó.
Yo había salido al descanso de la escalera inmediatamente después de
afeitarme, todavía con jabón en las orejas y con mi pijama blanco con flores azules
(no lilas, esa vez) en la espalda; después me quité el jabón, me perfumé el pelo y
las axilas, me puse una bata de seda púrpura y canturreando nerviosamente, bajé
las escaleras en busca de Lo.
Quiero que mis lectores participen de la escena que he de evocar. Quiero
que examinen cada pormenor y vean por sí mismos hasta qué punto fue cauteloso
y casto lo ocurrido, si se lo considera como lo que mi abogado ha llamado (en una
conversación privada) «simpatía imparcial». Empecemos, pues. Tengo ante mí una
tarea difícil.
Protagonista: Humbert el Canturreador. Época: la mañana de un domingo
de junio. Lugar: un cuarto soleado. Detalles: un viejo escritorio americano,
revistas, un fonógrafo, chucherías mexicanas (el difunto Harold E. Haze –Dios lo
bendiga– había engendrado a mi amada en la hora de la siesta, en un cuarto
azulino, durante su luna de miel en Veracruz, y en la casa entera había recuerdos,
entre ellos Dolores).
Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una
vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por
un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los
labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana
roja. Pero no estaba calzada para ir a la iglesia. Y su blanco bolso dominical había
quedado olvidado junto al fonógrafo.
El corazón me latió como un tambor en un sueño cuando Lo se sentó,
ahuecando la fresca falda, sumergiéndose, a mi lado, en el sofá, y empezó a jugar
con la fruta brillante. La arrojó al aire lleno de puntos luminosos, la atrapó y oí el ruido como de ventosa que hizo en su mano.
Humbert Humbert arrebató la manzana.
«Dámela», suplicó, mostrando las palmas de mármol. Tendí la deliciosa
fruta. Lolita la tomó y la mordió. Mi corazón fue como nieve bajo esa piel carmesí,
y con una ligereza de mono, típica de esa nínfula norteamericana, arrancó de mis
distraídas manos la revista que yo había abierto (lástima que ninguna película haya
registrado el extraño dibujo, la trabazón monográfica de nuestros movimientos
simultáneos o sobrepuestos). Con precipitación, estorbada por la manzana
desfigurada que sostenía, Lo recorrió violentamente las páginas en pos de algo que deseaba mostrar a Humbert. Al fin lo encontró. Me fingí interesado y acerqué mi
mejilla, mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de la mano. Reaccioné
lentamente ante la fotografía, por culpa de la bruma luminosa a través de la cual
la observaba, mientras Lolita restregaba y entrechocaba impaciente las rodillas
desnudas. Confusamente fueron surgiendo un pintor superrealista que
descansaba, en posición supina, en una playa, y junto a él, en la misma posición,
semienterrado en la arena, un calco de la Venus de Milo. «Fotografía de la semana»
decía el epígrafe. Arrojé esa imagen obscena. De inmediato, en un fingido esfuerzo
por recobrarla, Lolita se tendió sobre mí. La tomé por el fino talle. La revista escapó
al suelo como un gallo asustado. Ella se volvió, se echó hacia atrás y se apoyó en
el ángulo derecho del escritorio. Entonces, con perfecta sencillez, la impúdica niña
extendió sus piernas sobre mi regazo.
Por entonces yo estaba en un estado de excitación que lindaba con la locura;
pero al propio tiempo tenía la astucia de un loco. Sentado allí, en ese sofá, me las
compuse para aproximarme a sus cándidos miembros mediante una serie de
movimientos furtivos. No era fácil distraer la atención de la niña mientras llevaba
a cabo los oscuros ajustes necesarios para que la treta resultara. Hablaba ligero,
contenía la respiración, inventaba un súbito dolor de dientes para explicar lo
entrecortado de mi jadeo, y mientras tanto, fijando siempre una mirada interior de
maniático en mi dorada meta, fui aumentando sigilosamente la proximidad. Como
mi jadeo adquirió cierto ritmo deliciosamente mecánico, empecé a recitar,
mutilándolas apenas, las palabras de una cancioncilla muy popular –Tarlatán
amarillo– y arroz con leche. –La cabeza me duele– de ser tu amante... –. Seguí
repitiendo esa automática nadería y mantuve a Lolita bajo su especial hechizo
(especial a causa de mis mutilaciones); mientras tanto, tenía un miedo mortal de
que algún acto divino me interrumpiera, me quitara esa carga dorada en cuya
sensación mi ser todo parecía concentrado. Esa ansiedad me obligó a trabajar
durante el primer minuto, con más precipitación de la que era conveniente. De
pronto, ella tomó posesión del Tarlatán amarillo, del arroz con leche, de la cabeza
doliente, y su voz se insinuó en mi canto y corrigió la melodía que yo deformaba.
Era una voz musical, con dulzura de manzanas. Sus piernas se estremecieron un
poco. Y allí estaba ella, reclinada contra el ángulo derecho del escritorio. Lola la
colegiala, devorando su fruto inmemorial, cantando a través de su jugo, perdiendo
una zapatilla, restregando el talón de su pie desnudo contra un sucio tobillo, contra
la pila de revistas viejas amontonadas a mi izquierda, sobre el sofá... y cada
movimiento suyo me ayudaba a ocultar y mejorar el oculto sistema de
correspondencia táctil entre mi ente enfermo y la belleza de su cuerpo con
hoyuelos, bajo el inocente vestido de algodón.
Mis dedos escudriñadores sintieron que los pelos diminutos se erizaban
ligeramente. Y me perdí en el ardor punzante, pero saludable, que como la bruma
estival flotaba en torno de la pequeña Haze1
. Que se quede así, que se quede así...
Cuando hizo un esfuerzo para arrojar el resto de la manzana a la chimenea, su
joven cuerpo, sus inocentes piernas sin pudor se movieron sobre mi regazo tenso,
torturado, subrepticiamente laborioso, y de súbito un cambio misterioso ocurrió en
mis sentidos. Ingresé en el nivel de existencia donde nada importaba, salvo la
infusión de goce que fermentaba en mi cuerpo. Lo que había empezado como una
distensión deliciosa de mis raíces más íntimas, se convirtió en una rutilante
comezón que ahora llegaba al estado de una seguridad, una confianza, una firmeza
absoluta inhallables en la vida consciente. Con esa honda y cálida dulzura así
establecida y encaminada hasta su convulsión última, sentí que podía demorarme para prolongar tal incandescencia, Lolita había sido solipcizada con impunidad. El
sol cómplice latía en los álamos; estábamos fantásticamente, divinamente solos.
Yo la observaba –rósea, cubierta de polvillo dorado– a través del velo de mi deleite
gobernado, ignorante de él, ajena a él, y el sol estaba en sus labios, y sus labios
aún parecían formar las palabras de la cancioncilla, que ya no llegaba a mi
conciencia. Ya todo estaba listo. Los nervios del placer estaban al descubierto. El
menor placer bastaría para poner en libertad todo paraíso. Había dejado de ser
Humbert el Canalla, el gusano degenerado de ojos tristes aferrado a la bota que lo
echaría de un puntapié. Estaba por encima de las tribulaciones del ridículo, más
allá de las posibilidades de retribución. En mi serrallo exclusivo, era un turco
fornido y radiante que, con plena conciencia de su libertad, posponía
deliberadamente el momento de gozar. Suspendido al borde de ese voluptuoso
abismo (una delicadeza de equilibrio fisiológico comparable a determinadas
técnicas artísticas), seguía repitiendo palabras sueltas –tarlatán, arroz con leche,
amante, aaa... maaa... nte–, como alguien que hablara en sueños.
El día anterior, Lolita se había dado un golpe contra el pesado arcón del
vestíbulo, y jadeé: «¡Mira, mira! ¡Mira lo que te has hecho, ah, mira!» Pues juro
que había un cardenal en su encantador muslo de nínfula, que mi enorme mano
velluda lentamente masajeó y envolvió, tal como se hacen cosquillas y caricias a
un niño que ríe, justamente así y «Oh, no es nada», gritó con una súbita nota
chillona en la voz, y agitó el cuerpo, y se contorsionó, y echó atrás la cabeza, y mi
boca quejosa, señores del jurado, llegó casi hasta su cuello desnudo, mientras
sofocaba contra su pecho izquierdo el último latido del éxtasis más prolongado que
haya conocido nunca hombre o monstruo.
En seguida (como si hubiéramos luchado y de pronto yo hubiese soltado a
mi presa), se deslizó del sofá y saltó sobre sus pies –sobre su pie, más bien– para
atender el teléfono, que sonaba con estrépito formidable y que, en cuanto a mí,
podía seguir sonando durante siglos. Con el tubo en una mano, pestañeando, las
mejillas encendidas y el pelo revuelto, paseando sobre mí y los muebles una mirada
igualmente ausente, mientras hablaba o escuchaba (a su madre, que le decía que
fuera a almorzar con ella a casa de los Chatfield –ni Lo ni Humbert sabían qué
embrollo estaba preparando Haze–), golpeaba el borde de la mesa con la zapatilla
que tenía en la otra mano. ¡Bendito sea Dios, no había advertido nada!
Con un pañuelo de seda multicolor sobre el cual se detuvieron al pasar, sus
ojos de oyente, me sequé el sudor de la frente y, sumergido en una euforia de
abandono, recompuse mis vestiduras reales. Ella seguía al teléfono, discutiendo
con su madre (mi Carmencita quería que la llevaran en automóvil) cuando subí las
escaleras cantando cada vez más fuerte para provocar un diluvio de agua
humeante y rugiente en la bañera.
Ahora puedo recordar también las palabras de esa canción, que, según creo,
nunca supe muy bien:
Esta noche en tu puerta,
mi Carmencita, bajo el
cielo y la luna nos
pelearemos. Tarlatán
amarillo y arroz con
leche. La cabeza me
duele de ser tu amante.
El fusil alevoso que ha
de matarte, en el puño
lo llevo, no he de
Soltarlo
(Supongo que tomó su treinta y dos y le metió una bala entre los ojos a su
muñeca).
Almorcé en la ciudad: hacía años que no sentía tanta hambre. Cuando volví
a mi vagabundeo, la casa seguía sin Lolita. Pasé la tarde pensando, proyectando,
dirigiendo dichosamente mi experiencia de la mañana.
Me sentía orgulloso de mí mismo. Había hurtado la miel de un espasmo sin
perturbar la moral de una menor. No había hecho el menor daño. El mago había
echado leche, melaza, espumoso champaña en el blanco bolso nuevo de una
damita, y el bolso estaba intacto. Así había construido, delicadamente, mi sueño
innoble, ardiente, pecaminoso, pero Lolita estaba a salvo, y también yo. Lo que
había poseído frenéticamente, cobijándolo en mi regazo, empotrándolo, no era ella
misma, sino mi propia creación, otra Lolita fantástica, acaso más real que Lolita.
Una Lolita que flotaba entre ella y yo, sin voluntad ni conciencia, sin vida propia.
La niña no sabía nada. No le había hecho nada. Y nada me impedía repetir
una maniobra que la había afectado tan poco, como si hubiera sido ella una imagen
fotográfica titilando sobre una pantalla, y yo un humilde encorvado que se
atormentaba a sí mismo en la oscuridad. La tarde siguió fluyendo, en maduro
silencio, y los altos árboles llenos de savia parecían saberlo todo; el deseo, aún
más intenso que antes, empezó a dolerme de nuevo. Que vuelva pronto, rogué,
dirigiéndome a un Dios prestado. Que mientras mamá esté en la cocina, podamos
representar nuevamente la escena del escritorio. Por favor, la adoro tan
horriblemente...
No. «Horriblemente» no es el término exacto. El júbilo con que me llenaba
la visión de nuevos deleites no era horrible, sino patético. Patético, porque a pesar
del fuego insaciable de mi apetito venéreo, me proponía con la fuerza y resolución
más fervientes proteger la pureza de esa niña de doce años.
Ahora, vean ustedes cuál fue el premio de mis angustias. Lolita no regresó
a casa: se había ido con los Chatfield a un cinematógrafo. La mesa estaba puesta
con más elegancia que de costumbre: hasta había candelabros, qué les parece.
Envuelta en su aura nauseabunda, la señora Haze tocó los cubiertos a ambos lados
de su plato como si hubieran sido teclas de un piano, y sonrió a su plato vacío
(estaba a dieta), y dijo que ojalá me gustara la ensalada (receta tomada de una
revista). Dijo que ojalá me gustara el picadillo frío, también. Había sido un día
perfecto. La señora Chatfield era una persona encantadora. Phyllis, su hija, se
marchaba a un campamento veraniego al día siguiente. Por tres semanas. Había
resuelto que Lolita iría el jueves. En vez de esperar hasta el mes próximo como
habían planeado al principio. Y se quedaría allí después de que Phyllis regresara.
Hasta que empezaran las clases. Una perspectiva maravillosa. Dios mío.
Oh, caí de las nubes. ¿No significaba eso que perdía a mi amada,
precisamente cuando la había hecho mía en secreto? Para explicar mi humor tétrico
debí recurrir al mismo dolor de muelas ya simulado en la mañana. Debió ser un
molar enorme con un absceso grande como una guinda.
—Tenemos un dentista excelente –dijo Haze–. Era nuestro vecino. El doctor
Quilty. Primo o tío, creo, del autor teatral. ¿Cree usted que le pasará? Bueno, como
quiera. En el otoño haré que «ate» un poco a Lolita, como decía mi madre. Quizá
la sosiegue un poco. Temo que le haya fastidiado mucho estos días. Tendremos no
pocos encontronazos antes de que se marche. Se negó resueltamente a partir, y
confieso que la dejé con los Chatfield porque temía enfrentarla a solas. La película quizá la dulcifique. Phyllis es una niña muy simpática, y no hay el menor motivo
para que Lo no guste de ella. En realidad, monsieur, me da mucha pena ese dolor
suyo... Sería mucho más razonable que mañana, a primera hora, llame a Ivor
Quilty, si el dolor persistiera. Además, usted sabe, creo que un campamento
veraniego es mucho más sano y... bueno, es mucho más razonable que
entontecerse en un lugar suburbano y usar el lápiz labial de mamá y fastidiar a
caballeros estudiosos y ariscos y armar barullos a la menor provocación.
—¿Está usted segura –dije al fin– de que será feliz allí? (¡Ineficaz,
lamentablemente ineficaz!)
—Le hará bien –dijo Haze–. Además no todo serán juegos. El campamento
está bajo la dirección de Shirley Holmes, la autora de El campamento para niñas.
Esa vida enseñará a Dolores Haze a adquirir muchas cosas: salud, buenas
maneras, seriedad. Y sobre todo el sentido de la responsabilidad hacia los demás.
¿Tomamos los candelabros y nos sentamos un rato en la galería, o quiere usted
irse a la cama y cuidar de esa muela?
Preferí cuidar de mi muela.