John M. Woolsey con respecto a otro libro, considerablemente más explícito),
habría que desistir por completo de la publicación de Lolita, puesto que esas
escenas mismas –que torpemente podríamos acusar de poseer una existencia
sensual y gratuita– son las más estrictamente funcionales en el desarrollo de una
trágica narración que apunta sin desviarse nada menos que a una apoteosis moral.
El cínico alegará que la pornografía comercial tiene la misma pretensión; el médico
objetará que la apasionada confesión de «H. H.» es una tempestad en un tubo de
ensayo; que por lo menos el doce por ciento de los varones adultos
norteamericanos –estimación harto moderada según la doctora Blanche
Schwarzmann (comunicación verbal)– pasan anualmente de un modo u otro por la
peculiar experiencia descrita con tal desesperación por «H. H.»; que si nuestro
ofuscado autobiógrafo hubiera consultado, en ese verano fatal de 1947, a un
psicópata competente, no habría ocurrido el desastre. Pero tampoco habría
aparecido este libro.
Se excusará a este comentador que repita lo que ha enfatizado en sus libros
y conferencias: lo ofensivo no suele ser más que un sinónimo de lo insólito. Una
obra de arte es, desde luego, siempre original; su naturaleza misma, por lo tanto,
hace que se presente como una sorpresa más o menos alarmante. No tengo la
intención de glorificar a «H. H.». Sin duda, es un hombre abominable, abyecto, un
ejemplo flagrante de lepra moral, una mezcla de ferocidad y jocosidad que acaso
revele una suprema desdicha, pero que no puede ejercer atracción. Su capricho
llega a la extravagancia. Muchas de sus opiniones formuladas aquí y allá sobre las
gentes y el paisaje de este país son ridículas. Cierta desesperada honradez que
vibra en su confesión no lo absuelve de pecados de diabólica astucia. Es un
anormal. No es un caballero. Pero, ¡con qué magia su violín armonioso conjura en
nosotros una ternura, una compasión hacia Lolita que nos entrega a la fascinación
del libro, al propio tiempo que abominamos de su autor!
Como exposición de un caso, Lolita habrá de ser, sin duda, una obra clásica
en los círculos psiquiátricos. Como obra de arte, trasciende su aspecto expiatorio.
Y más importante aún, para nosotros, que su trascendencia científica y su dignidad
literaria es el impacto ético que el libro tendrá sobre el lector serio. Pues en este
punzante estudio personal se encierra una lección general. La niña descarriada, la
madre egoísta, el anheloso maniático no son tan sólo vívidos caracteres de una
historia única; nos previenen contra peligrosas tendencias, evidencian males
poderosos. Lolita hará que todos nosotros –padres, sociólogos, educadores– nos
consagremos con celo y visión mucho mayores a la tarea de lograr una generación
mejor en un mundo más seguro.

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