insatisfecha... y todos se preguntan por qué se opone usted con tanta firmeza a
todas las diversiones naturales de una niña normal.
—Se refiere usted a los jugueteos sexuales –pregunté con presteza,
desesperado, convertido en una vieja rata acorralada.
—Bueno... apruebo esa terminología civilizada –dijo la señorita Pratt con una
mueca–. Pero ése no es, exactamente, el problema. Bajo los auspicios de nuestra
escuela, las representaciones teatrales, los bailes u otras actividades naturales no
son, técnicamente, jugueteos sexuales, aunque las niñas tienen relación con
muchachos, si eso es lo que usted objeta.
—Está bien –dije, mientras mi banquillo gemía de cansancio–. Ha ganado
usted. Dolly puede tomar parte en la representación. Siempre que los papeles
masculinos estén encarnados por personajes femeninos...
—Siempre me fascina –dijo la señorita Pratt– el modo admirable en que los
extranjeros... o por lo menos los norteamericanos naturalizados, emplean nuestra
rica lengua. Estoy segura de que la señorita Gold, que dirige el grupo dramático,
se felicitará. Advierto que es una de las pocas profesoras que parecen gustar de...
quiero decir que encuentran maleable a Dolly. Y ahora que hemos solucionado un
problema general, quiero hablarle de algo especial. Tenemos dificultades más
serias.
Hizo una pausa truculenta y después se restregó el labio superior con tal
vigor que su nariz pareció agitarse en una danza guerrera.
—Soy una persona franca –dijo–, pero las convenciones son convenciones y
me parece difícil... Déjeme usted decirlo así... Los Walker, que viven en lo que
llamamos por aquí la Mansión del Duque... usted conoce la gran casa gris sobre la
colina... mandan a sus dos hijas a nuestra escuela, y tenemos a la sobrina del
presidente Moore con nosotros, una niña de veras agradable, para no mencionar a
otras niñas muy importantes. Bueno, en las actuales circunstancias no deja de
producir asombro que Dolly, que parece toda una señorita, emplee palabras que
usted, como extranjero, quizá no conozca ni comprenda. Tal vez sería mejor...
¿Quiere usted que mande llamar a Dolly y discutamos el asunto? ¿No?
Comprenderá usted... Oh, bueno, dejémoslo. Dolly ha escrito una obscena palabra
de cuatro letras (que según nuestro doctor Cutler es un término mexicano que
significa urinario) con lápiz labial en ciertos sanos panfletos distribuidos entre las
niñas por la señorita Redcock, que se casará en junio. Hemos pensado que Dolly
debería quedarse después de las clases, por lo menos media hora más. Pero si
usted prefiere...
—No –dije–. No quiero oponerme a las reglas. Hablaré después con ella.
Acabaré con esa costumbre.
—Hágalo –dijo la mujer incorporándose del brazo de su sillón–. Y quizá
podamos reunimos pronto. Y si las cosas no mejoran, podríamos hacerla analizar
por el doctor Cutler.
¿Me casaría con la señorita Pratt para estrangularla?
–... Y acaso su doctor pueda examinarla físicamente, una simple revisión de
rutina. Dolly está en Mushroom9
, la última aula, por el pasillo.
Debo explicar que la Beardsley School imitaba una famosa escuela inglesa
con los apodos «tradicionales» de sus diversas aulas: Mushroom, Room-In 8,
Broom, Room-BA, etcétera. Mushroom era un lugar hediondo, con una
reproducción color sepia de la «Edad de la inocencia» de Reynolds sobre el
encerado, y varias filas de bancos bastante incómodos. En uno de ellos mi Lolita
leía el capítulo sobre el «Diálogo» en Técnicas dramáticas, de Baker. Reinaba una gran quietud y había otra niña de cuello desnudo, blanco como porcelana, y un
maravilloso pelo platinado, que sentada frente a Dolly leía también, absolutamente
alejada del mundo y envolviendo sin cesar un suave rizo en un dedo. Me senté
junto a Dolly, detrás de ese cuello y esa cabellera, y desabotoné mi abrigo, y por
sesenta y cinco céntimos, más el permiso de participar en la representación teatral,
hice que Dolly pusiera su mano de rojos nudillos, manchada de tinta y de tiza, bajo
la tapa de su escritorio. Oh, fue una estúpida temeridad de mi parte, pero después
de la tortura que había padecido, tenía que sacar partido de una combinación que,
lo sabía, nunca volvería a producirse.
Poco antes de Navidad, Dolly atrapó un serio resfriado y fue examinada por
una amiga de la señorita Lester, la doctora Ilse Tristramson, un ser encantador y
sin curiosidades que tocó muy suavemente a mi paloma. Diagnosticó bronquitis,
palmeó a Lo en la espalda (toda su lozanía encendida por la fiebre) y le hizo guardar
cama por una semana o más. Al principio tuvo mucha fiebre. No bien se curó, di
una reunión con muchachos.
Quizá había bebido con cierto exceso para entregarme a la ordalía. Quizá
hice papel de tonto. Las niñas habían decorado un pequeño abeto –costumbre
alemana, salvo que bombas coloreadas habían reemplazado las velas de cera–. Se
eligieron discos, pasados en el fonógrafo de mi propietaria. Doll, muy chic, llevaba
un vestido gris de cuerpo ajustado y falda amplia. Yo me retiré a mi estudio y cada
diez o veinte minutos bajaba como un idiota, sólo por unos segundos, para tomar
ostensiblemente mi pipa de la chimenea o buscar el diario. Con cada nueva visita
esas simples acciones se hacían más difíciles y me recordaban los días
tremendamente distantes en que juntaba fuerzas para entrar como por azar en un
cuarto de la casa de Ramsdale donde se sonaba la pequeña Carmen.
La reunión no fue un éxito. De las niñas invitadas, una faltó y uno de los
jóvenes llevó a su primo Roy, de modo que sobraron dos muchachos, y los primos
sabían todos los pasos, y los demás tipos apenas sabían bailar, y casi toda la
reunión consistió en revolver la cocina y discutir incesantemente sobre juegos de
naipes a elegir, y algo después dos niñas y cuatro muchachos se sentaron en el
suelo y empezaron un juego con palabras que Opal no consiguió entender,
mientras Mona y Roy, un mozo muy atractivo, bebían ginger ale en la cocina,
sentados en la mesa y meciendo las piernas, trabados en acalorada discusión sobre
la Predestinación y la Ley del Término Medio. Cuando todos se marcharon, mi Lo
dijo uf, cerró los ojos y se echó en un sillón con sus cuatro miembros extendidos
para expresar su profundo disgusto y cansancio, y juró que nunca había visto un
conjunto de tipos más asquerosos. Esa observación le valió una raqueta de tenis
nueva.
Enero fue húmedo y tibio, y febrero engañó a las plantas: nadie en la ciudad
había visto nunca semejante tiempo. Hubo más regalos. Para su cumpleaños le
compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una gacela que ya he
descrito, y añadí una Historia de la pintura norteamericana moderna. Lo en su
bicicleta, quiero decir su manera de andar en ella, me proporcionó un placer
supremo; pero mi intento de refinar su gusto pictórico resultó un fracaso. Lo quiso
saber si el tipo que dormía la siesta en la parva de Doris Lee era el padre de la
chiquilla seudo voluptuosa que figuraba en primer plano, y no pudo entender por
qué decía yo que Grant Wood y Peter Hundo eran excelentes y Reginald March o
Frederick Waugh espantosos. Cuando la primavera pintó de amarillo, verde y rosa la calle Thayer, Lolita
estaba irrevocablemente atrapada por las tablas. La señorita Pratt, que alcancé a
distinguir un domingo comiendo con algunas personas en Walton, me vio desde
lejos y me aplaudió simpáticamente, discretamente, cuando Lo no miraba. Detesto
el teatro como forma primitiva y pútrida, históricamente hablando. Una forma que
deriva de los ritos de la edad de piedra y del desatino común, a pesar de esos
aportes individuales de genios tales como la poesía isabelina, por ejemplo, que el
lector de gabinete entresaca del montón. Como por entonces yo estaba demasiado
ocupado con mis propias faenas literarias, no me tomé el trabajo de leer el texto
completo de Los cazadores encantados, la obrilla en que Dolores Haze
desempeñaba el papel de la hija de un granjero que se cree un hada del bosque,
o Diana o cosa así, y que, dueña de un libro sobre hipnotismo, hace caer a unos
cuantos cazadores perdidos en diversos trances curiosos, hasta que a su vez
sucumbe al hechizo de un poeta vagabundo (Mona Dahl). Eso fue cuanto deduje
por unas cuantas páginas arrugadas y mal escritas a máquina del libreto que Lo
desparramaba por la casa entera. La coincidencia del nombre con el de un hotel
inolvidable era agradable y triste a la vez: cansadamente pensé que era mejor no
recordársela a mi encantadora, temeroso de que una ruda acusación de
sensiblonería me hiriera aún más que su olvido.
Imaginé que la obrilla sería otra versión, prácticamente anónima, de alguna
leyenda trivial. Nada prohibía suponer, desde luego, que en busca de un nombre
atractivo, el fundador del hotel había sido influido por la fantasía de su decorador
mural y que después el nombre del hotel había sugerido el de la obra. Pero mi
mente simple, crédula, benévola, tomó otro camino y sin pensar demasiado en la
cosa di por sentado que fresco, nombre y título derivaban de una fuente común,
de una tradición local que yo, extranjero poco versado en el acervo cultural de la
Nueva Inglaterra, no podía conocer. Por consiguiente, tenía la impresión (todo esto
de manera casual, entiéndase bien, fuera de la órbita de mis intereses) de que la
maldita obrilla pertenecía a un tipo de fantasía para consumo juvenil, elaborada y
reelaborada muchas veces, como Hansel y Gretel por Richard Roe o La bella
durmiente por Dorothy Doe o El manto del emperador por Maurice Vermont y
Marion Rumpelmeyer, piezas que pueden encontrarse en Obras para actores
escolares o ¡Elijamos una obra! En otras palabras, yo no conocía –ni me habría
interesado, de saberlo– que en realidad Los cazadores encantados era una
composición reciente y original estrenada tres o cuatro meses antes por un grupo
intelectual de Nueva York. En la medida en que podía juzgarla por el papel de mi
encantadora, me parecía una melancólica muestra de la literatura fantástica, con
ecos de Lenormand y Maeterlinck y algunos apacibles soñadores británicos. Los
cazadores con sombreros rojos, vestidos de manera uniforme –el primero era
banquero, el segundo plomero, el tercero policía, el cuarto sepulturero, el quinto
asegurador, el sexto un convicto fugitivo (¡imaginen ustedes qué posibilidades!)–,
en manos de Dolly cambiaban por completo de personalidad y recordaban sus vidas
verdaderas sólo como sueños o pesadillas de que Diana los había despertado. Pero
el séptimo cazador (con sombrero verde, el necio) era un joven poeta y aseguraba,
con gran exasperación de Diana, que ella y la diversión suministrada (ninfas
danzantes, elfos, monstruos) eran suyos, invención del poeta. Creo que al fin,
profundamente disgustada por su pedantería, mi descalza Dolores llevaba a Mona,
con pantalones a cuadros, a la granja de su padre para demostrar al fanfarrón que
no era una creación poética, sino una muchacha rústica, terre à terre. Un beso de
último momento destacaba el hondo homenaje de la obra; fantasías y realidad se confunden en el amor. Consideré más sensato no criticar la obra en presencia de
Lo: tan sumergida estaba en sus «problemas de expresión». Además, juntaba sus
delgadas manos florentinas de manera encantadora, batiendo las pestañas y
rogándome que no fuera a los ensayos, como hacían algunos padres ridículos,
porque deseaba deslumbrarme con un estreno perfecto... y porque de todos modos
yo no hacía más que entrometerme y decir tonterías y quitarle su entusiasmo en
presencia de otras personas.
Hubo un ensayo muy especial... corazón, corazón mío..., hubo un día de
mayo señalado por un ímpetu de alegre entusiasmo –todo pasó más allá del
alcance de mi vista, inmune a mi memoria– y cuando volví a ver a Lo, al final de
la tarde, pedaleando su bicicleta, apretando la palma de la mano contra la húmeda
corteza de un joven abedul al extremo de nuestro jardín, me impresionó tanto la
radiante ternura de su sonrisa que por un instante creí solucionadas todas nuestras
dificultades.
—¿Recuerdas –dijo– el nombre de aquel hotel... tú sabes (frunciendo la
nariz), vamos tú sabes... de columnas blancas y un cisne de mármol en el
vestíbulo? Oh, tienes que recordarlo (ruidosa aspiración)... el hotel donde... Bueno,
no importa. ¿No se llamaba (casi un susurro) Los cazadores encantados? Ah, así
se llamaba... ¿De veras? (pensativa).
Y con un estallido de amorosa risa primaveral dio una palmada al árbol
fulgurante y partió calle arriba, hasta la esquina, y después regresó, con los pies
apoyados en los pedales inmóviles, en una postura de abandono, una mano
soñadora sobre el regazo de flores estampadas. Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte dramático,
autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita Emperador (como
podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa de persianas azules,
a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear dos veces por semana.
La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos una semana después de
ese ensayo especial al que Lo no me había permitido asistir), sonó el teléfono de
mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de Gustave, quiero decir de Gastón)
y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría a su casa el martes próximo, pues
había faltado el martes anterior y ese mismo día. Dije que no faltaría... y seguí
jugando. Como supondrá el lector, mis facultades estaban embotadas y dos
jugadas después, cuando correspondió mover a Gastón, comprendí a través de la
bruma de mi angustia, que podía robarme la reina. También él lo advirtió, pero
suponiendo que era una trampa de su astuto adversario, se detuvo un minuto,
bufando, silbando, sacudiendo los carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas,
e hizo movimientos irresolutos con sus dedos rechonchos, muñéndose por tomar
esa jugosa reina y sin atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella
(¿quién sabe si eso no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar
una hora interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se
marchó, muy satisfecho con su resultado (mon pauvre ami, je ne vous ai jamais
revu, et quoiqu'il y ait bien peu de chance que vous ne voyez mon livre, permettezmoi
de vous dire que je vous serre la main bien cordialement, et que toutes mes
filletes vous saluent). Encontré a Dolores Haze sentada a la mesa de la cocina,
consumiendo un prisma de pastel, fijos los ojos en su libreto. Esos ojos se alzaron
para mirarme con una especie de vacuidad. Al enterarse de mi descubrimiento
permaneció singularmente impávida y dijo d'un petit air faussement contrit que se
sabía una niña muy mala, pero que había sido incapaz de resistirse al encanto y había empleado esas horas destinadas a la música –ah, lector mío– para ensayar
en un parque público la escena de la selva mágica con Mona. Dije «muy bien» y
me dirigí hacia el teléfono. La madre de Mona contestó: «Oh, sí, está en casa» y
se apartó con una risa neutra de amabilidad materna para gritar fuera de escena
«¡Te llama Roy!» y un instante después, Mona tomó el tubo y empezó a reñir a
Roy con voz monótona, pero no sin ternura, por algo que él había dicho o hecho,
y yo interrumpí, y Mona dijo en su más humilde registro de contralto «sí, señor»,
«sin duda, señor», «soy la única culpable de lo que ocurrió» (¡qué elocución, qué
aplomo!), «de veras, no sabe cuánto lo siento» y todo el repertorio característico
de esas pequeñas rameras.
Bajé, pues, la escalera aclarándome la garganta y conteniendo los latidos de
mi corazón. Lo estaba ahora en la sala, en su sillón favorito. Al verla así
repantigada, mordisqueándose una uña, burlándose de mí con sus vaporosos ojos
insensibles, y meciendo un banquillo sobre el cual había posado el talón de su pie
descalzo, advertí de pronto con una especie de náusea cuánto había cambiado
desde que la había conocido, dos años antes. ¿O el cambio había ocurrido en esas
dos últimas semanas? ¿Tendresse? Sin duda, el mito había estallado. Allí estaba
sentada, rígidamente, en el foco de mi ira incandescente. La bruma de mi deseo
habíase diluido y no subsistía otra cosa que esa temible lucidez. ¡Oh, cuánto había
cambiado! Su cutis era el de una vulgar adolescente desaliñada que se aplica
cosméticos con dedos sucios en la cara sin lavar y no repara en el tejido infectado,
en la epidermis pustulosa que se pone en contacto con su piel. Su lozanía suave y
tierna había sido tan encantadora en días remotos, cuando yo solía hacer rodar
por broma su cabeza despeinada sobre mi regazo... Un vulgar arrebol reemplazaba
ahora aquella inocente fluorescencia, un resfriado había pintado de rojo llameante
las aletas de su desdeñosa nariz. Como aterrorizado desvié mi mirada, que se
deslizó mecánicamente por el lado interno de sus piernas desnudas, muy estiradas.
¡Qué pulidas y musculosas me parecieron! Sus ojos muy abiertos, grises como
nubes y ligeramente inflamados, seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el
pensamiento de que al cabo Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera
posible denunciarme sin exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado.
¡Qué loco había sido! Todo en ella pertenecía al mismo orden exasperante e
impenetrable, la tensión de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su
calcetín blanco, el sweater grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto
cerrado, su olor joven y sobre todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y
sus labios recién pintados. El rojo había manchado los dientes delanteros y me
asaltó un recuerdo horrible: una imagen que no era de Monique, sino de otra joven,
siglos atrás, elegida por otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su
sola juventud alejaba el riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía
los mismos pómulos encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes
dientes delanteros y un pedazo de roja cinta mugrienta en el pelo castaño.
—Bueno, habla –dijo Lo–. ¿Te ha satisfecho la averiguación?
—Oh, sí –dije–. Perfecta. Sí... Y no dudo que entre las dos inventasteis la
cosa. En realidad, no dudo que le has dicho todo sobre nosotros.
—Ah, ¿sí?...
Dominé mi respiración y dije:
—Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley, a
encerrarte ya sabes dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a llevarte
en el tiempo necesario para que hagas tu valija. Esto tiene que acabar, o sucederá
cualquier cosa.
—Sucederá cualquier cosa, ¿eh?...
Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al suelo.
—¡Eh, despacio! –gritó.
—Ante todo, vete arriba –grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a
levantarse.
A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y ella
dijo cosas que no pueden imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas
monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un sonido diabólico. Dijo que yo
había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que
estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con el
primer tipo que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a su
cuarto y me mostraría todos sus escondrijos. Fue una escena estridente y odiosa.
La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando subrepticiamente de
encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la retuve
con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi corazón!) y
una o dos veces sacudió el brazo con tal violencia que temí romperle el puño.
Mientras tanto, me miraba con esos ojos inolvidables en que luchaban la fría ira y
las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla del teléfono, y
cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.
Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de la
machina telephonica y su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida. La
ventana de la derecha estaba abierta en la sala –felizmente, con el visillo corrido–
y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de Nueva
Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído que este
tipo de solterona con mente obscena era el resultado de una cría
considerablemente literaria en la ficción moderna; pero ahora sé que la mojigata
y salaz señorita Derecha –o, para disipar su incógnito, la señorita Fenton Lebone–
había asomado tres cuartas partes de su humanidad por la ventana de su
dormitorio, luchando por enterarse del motivo de nuestra riña.
«Ese alboroto... no tiene sentido... –graznaba el receptor–, esto no es un
inquilinato... Debo advertirle...»
Pedí disculpas por los ruidosos amigos de mi hija. Son jóvenes, usted
comprende... y corté un nuevo graznido.
Abajo resonó la puerta de la calle. ¿Lo? ¿Habría huido?
A través del ventanuco de la escalera vi un fantasma impetuoso que se
deslizaba entre los arbustos, un punto plateado en la oscuridad –llanta de rueda
de bicicleta– que se movía, centelleaba y desaparecía.
El azar había querido que el automóvil pasara esa noche en un taller
mecánico de la ciudad. No tenía otra alternativa que perseguir a pie a la alada
fugitiva. Aún hoy, a tres años de distancia, no puedo evocar esa calle en una noche
de primavera, esa calle con árboles ya tan poblados, sin un estremecimiento de
pánico. Frente a su puerta iluminada la señorita Lester paseaba el perro hidrópico
de la señorita Fabian. El señor Hyde casi tropezó con él. Caminaba tres pasos y
corría otros tres. Una lluvia tibia empezó a tamborilear sobre las hojas de castaño.
En la esquina siguiente, apretando a Lolita contra una baranda de hierro, un joven
borroso la besaba... no, no era ella. Todavía con una comezón en mis garras, seguí
la carrera.
A media milla del número catorce, la calle Thayer se confunde con un terreno
privado y una calle diagonal; ésta lleva al centro de la ciudad. Frente al primer bar
vi –¡con qué melodía de alivio!– la fulgurante bicicleta de Lolita que estaba
aguardándola. Empujé, en vez de tirar, tiré, empujé, tiré y entré. A unos diez pasos
Lolita, a través del cristal de una cabina telefónica (el dios membranoso seguía
acompañándome), ahuecando la mano sobre el tubo y confidencialmente inclinada