A propósito: me he preguntado a menudo qué se hizo después de esas
nínfulas. En este mundo hecho de hierro forjado, de causas y efectos
entrecruzados, ¿podría ocurrir que el oculto latido que les robé no afectara su
futuro? Yo la había poseído, y ella nunca lo supo. Muy bien. Pero; ¿eso no habría
de descubrirse en el futuro? Implicando su imagen en mi voluptuosidad, ¿no
interfería yo su destino? ¡Oh, fuente de grande y terrible obsesión!
Sin embargo, llegué a saber cómo eran esas nínfulas encantadoras,
enloquecedoras, de brazos frágiles, una vez crecidas. Recuerdo que caminaba un
día por una calle animada en un gris ocaso de primavera, cerca de la Madeleine.
Una muchacha baja y delgada pasó junto a mí con paso rápido y vacilante sobre
sus altos tacones. Nos volvimos para mirarnos al mismo tiempo. Ella se detuvo.
Me acerqué. Tenía esa típica carita redonda y con hoyuelos de las muchachas
francesas, y apenas me llegaba al pelo del pecho. Me gustaron sus largas pestañas
y el ceñido traje sastre que tapizaba de gris perla su cuerpo joven, en el cual aún
subsistía -eco nínfico, escalofrío de deleite- algo infantil que se mezclaba con el
frétillement de su cuerpo. Le pregunté su precio, y respondió prontamente, con
precisión melodiosa y argentina (¡un pájaro, un verdadero pájaro!) Cent. Traté de
regatear, pero ella vio el terrible, solitario deseo en mis ojos bajos, dirigidos hacia
su frente redonda y su sombrero rudimentario (una banda, un ramillete), batiendo
las pestañas dijo: Tant pis, y se volvió como para marcharse. ¡Apenas tres años
antes, quizá, podía haberla visto, camino de su casa, al regresar de la escuela! Esa
evocación resolvió las cosas. Me guió por la habitual escalera empinada, con la
habitual campanilla para el monsieur al que quizás no interesaba un encuentro con
otro monsieur, el lúgubre ascenso hasta el cuarto abyecto, todo cama y bidet.
Como de costumbre, me pidió de inmediato su petit cadeau, y como de costumbre
le pregunté su nombre (Monique) y su edad (dieciocho). El trivial estilo de las
busconas me era harto familiar. Todas responden dix-huit: un ágil gorjeo, una nota
de determinación y anhelosa impostura que emiten diez veces por día, pobres
criaturillas. Pero en el caso de Monique, no cabía duda de que agregaba dos o tres
años a su edad. Lo deduje por muchos detalles de su cuerpo compacto, pulcro,
curiosamente inmaduro. Se desvistió con fascinante rapidez y permaneció un
momento parcialmente envuelta en el sucio voile de la ventana, escuchando con
infantil placer (la mosquita muerta) a un organillero que tocaba abajo, en el patio
rebosante de crepúsculo. Cuando le examiné las manos pequeñas y le llamé la atención sobre las uñas sucias, me dijo con un mohín candoroso: Oui, ce n'est pas
bien, y se dirigió hacia el lavabo, pero le dije que no importaba, que no importaba
nada. Con su pelo castaño y ondulado, sus luminosos ojos grises, su piel pálida,
era perfectamente encantadora. Sus caderas no eran más grandes que las de un
muchacho en cuclillas; en verdad no vacilo en decir (y por cierto que éste es el
motivo por el cual me demoro con gratitud en el recuerdo de ese cuarto de
penumbra tamizada) que entre las ochenta grues poco más o menos que habían
«trabajado» sobre mí, fue ella la única que me proporcionó un tormento de genuino
placer. «Il était malin, celui qui a inventé ce truc-lá», comentó amablemente y
volvió a vestirse con la misma prodigiosa rapidez.
Le pedí otro encuentro, más elaborado, para más tarde, en ese mismo día,
y dijo que me encontraría a las nueve, en el café de la esquina. Juró que nunca
había posé un lapin en toda su joven vida. Volvimos al mismo cuarto y no pude
menos que decirle qué bonita era, a lo cual respondió modestamente: «Tu es bien
gentil de dire ça». Después, advirtiendo lo que también yo advertí en el espejo que
reflejaba nuestro pequeño edén -una terrible mueca de ternura que me hacía
apretar los dientes y torcer la boca-, la concienzuda Monique (¡oh, había sido una
nínfula sin tacha!) quiso saber si debía quitarse la pintura de los labios avant qu'on
se couche, por si yo pensaba besarla. Desde luego, lo pensaba. Con ella me
abandoné hasta un punto desconocido con cualquiera de sus precursoras, y mi
última visión de esa noche con Monique, la de largas pestañas, se ilumina con una
alegría que pocas veces asocio con cualquier acontecimiento de mi vida amorosa,
humillante, sórdida y taciturna. La gratificación de cincuenta que le di pareció
enloquecerla mientras brotaba en la llovizna de esa noche de abril, con Humbert
bogando en su estrecha estela. Se detuvo frente a un escaparate y dijo con deleite:
«Je vais m'acheter des bas!», y nunca olvidaré cómo sus infantiles labios
parisienses explotaron al decir bas, pronunciando la palabra con tal apetito que
transformó la «a» en el vivaz estallido de una breve «o».
Me cité con ella para el día siguiente, a las 14,15, en mi propio cuarto, pero
el encuentro fue menos exitoso; me pareció menos juvenil, más mujer después de
una noche. Un resfrío que me contagió me hizo cancelar la cuarta cita; no lamenté
romper una serie emocional que amenazaba abrumarme con angustiosas fantasías
y diluirse en ocre decepción. Que la esbelta, suave, Monique permanezca, pues,
como fue durante uno o dos minutos: una nínfula delincuente que brillaba a través
de la joven materialista.
Mi breve relación con Monique inicio una corriente de pensamientos que
pueden parecer harto evidentes al lector que conoce los cabos. Un anuncio de una
revista pornográfica me llevó a la oficina de cierta mademoiselle Edith, que empezó
ofreciéndome la elección de un alma gemela en un álbum más bien sucio
(«regardez-moi cette belle brune!»): Cuando aparté el álbum y me las arreglé de
algún modo para soltar mi criminal anhelo, me miró como si hubiera estado a punto
de mostrarme la puerta. Sin embargo, después de preguntarme qué precio estaba
dispuesto a desembolsar, consintió en ponerme en contacto con una persona qui
pourrait arranger la chose. Al día siguiente, una mujer asmática, groseramente
pintada, gárrula, con olor a ajo, un acento provenzal casi burlesco y bigote negro
sobre los labios rojos, me llevó hasta el que parecía su propio domicilio. Allí,
después de juntar las puntas de sus dedos gordos y besárselas para significar que
su mercancía era un pimpollo delicioso, corrió teatralmente una cortina,
descubriendo lo que consideré como la parte del cuarto donde solía dormir una
familia numerosa y desaprensiva. En ese momento, sólo había allí una muchacha
de por lo menos quince años, monstruosamente gorda, cetrina, de repulsiva
fealdad, con trenzas espesas y lazos rojos, sentada en una silla mientras mecía ficticiamente una muñeca calva. Cuando sacudí la cabeza y traté de huir de la
trampa, la mujer, hablando a todo trapo, empezó a levantar la sucia camisa de
lana sobre el joven torso de giganta. Después, viéndome resuelto a marcharme,
me pidió son argent. Entonces se abrió una puerta en el extremo del cuarto y dos
hombres que habían estado comiendo en la cocina se sumaron a la gresca. Eran
deformes, con los pescuezos al aire, morenos, y uno de ellos usaba anteojos
negros. A sus espaldas espiaban un muchachuelo y un niño que andaban de
puntillas, con las piernas torcidas y embarradas. Con la lógica insolente de las
pesadillas, la enfurecida alcahueta señaló al de los anteojos negros y dijo que había
estado en la policía, lui, de modo que me convenía hacer lo que se me había dicho.
Me dirigí hacia Marie -ése era su nombre estelar-, que por entonces había
trasladado tranquilamente sus pesadas ancas hasta un banquillo frente a la mesa
de la cocina para seguir con la sopa interrumpida, mientras el niño de puntillas
recogía la muñeca. Con una oleada de piedad que dramatizó mi ademán idiota,
deslicé un billete en su mano indiferente. Ella transfirió mi dádiva al exdetective,
mientras se me permitía retirarme.

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