insatisfecha... y todos se preguntan por qué se opone usted con tanta firmeza a
todas las diversiones naturales de una niña normal.
-Se refiere usted a los jugueteos sexuales -pregunté con presteza,
desesperado, convertido en una vieja rata acorralada.
-Bueno... apruebo esa terminología civilizada -dijo la señorita Pratt con una
mueca-. Pero ése no es, exactamente, el problema. Bajo los auspicios de nuestra
escuela, las representaciones teatrales, los bailes u otras actividades naturales no
son, técnicamente, jugueteos sexuales, aunque las niñas tienen relación con
muchachos, si eso es lo que usted objeta.
-Está bien -dije, mientras mi banquillo gemía de cansancio-. Ha ganado
usted. Dolly puede tomar parte en la representación. Siempre que los papeles
masculinos estén encarnados por personajes femeninos...
-Siempre me fascina -dijo la señorita Pratt- el modo admirable en que los
extranjeros... o por lo menos los norteamericanos naturalizados, emplean nuestra
rica lengua. Estoy segura de que la señorita Gold, que dirige el grupo dramático,
se felicitará. Advierto que es una de las pocas profesoras que parecen gustar de...
quiero decir que encuentran maleable a Dolly. Y ahora que hemos solucionado un
problema general, quiero hablarle de algo especial. Tenemos dificultades más
serias.
Hizo una pausa truculenta y después se restregó el labio superior con tal
vigor que su nariz pareció agitarse en una danza guerrera.
-Soy una persona franca -dijo-, pero las convenciones son convenciones y
me parece difícil... Déjeme usted decirlo así... Los Walker, que viven en lo que
llamamos por aquí la Mansión del Duque... usted conoce la gran casa gris sobre la
colina... mandan a sus dos hijas a nuestra escuela, y tenemos a la sobrina del
presidente Moore con nosotros, una niña de veras agradable, para no mencionar a
otras niñas muy importantes. Bueno, en las actuales circunstancias no deja de
producir asombro que Dolly, que parece toda una señorita, emplee palabras que
usted, como extranjero, quizá no conozca ni comprenda. Tal vez sería mejor...
¿Quiere usted que mande llamar a Dolly y discutamos el asunto? ¿No?
Comprenderá usted... Oh, bueno, dejémoslo. Dolly ha escrito una obscena palabra
de cuatro letras (que según nuestro doctor Cutler es un término mexicano que
significa urinario) con lápiz labial en ciertos sanos panfletos distribuidos entre las
niñas por la señorita Redcock, que se casará en junio. Hemos pensado que Dolly
debería quedarse después de las clases, por lo menos media hora más. Pero si
usted prefiere...
-No -dije-. No quiero oponerme a las reglas. Hablaré después con ella.
Acabaré con esa costumbre.
-Hágalo -dijo la mujer incorporándose del brazo de su sillón-. Y quizá
podamos reunimos pronto. Y si las cosas no mejoran, podríamos hacerla analizar
por el doctor Cutler.
¿Me casaría con la señorita Pratt para estrangularla?
-... Y acaso su doctor pueda examinarla físicamente, una simple revisión de
rutina. Dolly está en Mushroom9
, la última aula, por el pasillo.
Debo explicar que la Beardsley School imitaba una famosa escuela inglesa
con los apodos «tradicionales» de sus diversas aulas: Mushroom, Room-In 8,
Broom, Room-BA, etcétera. Mushroom era un lugar hediondo, con una
reproducción color sepia de la «Edad de la inocencia» de Reynolds sobre el
encerado, y varias filas de bancos bastante incómodos. En uno de ellos mi Lolita
leía el capítulo sobre el «Diálogo» en Técnicas dramáticas, de Baker. Reinaba una gran quietud y había otra niña de cuello desnudo, blanco como porcelana, y un
maravilloso pelo platinado, que sentada frente a Dolly leía también, absolutamente
alejada del mundo y envolviendo sin cesar un suave rizo en un dedo. Me senté
junto a Dolly, detrás de ese cuello y esa cabellera, y desabotoné mi abrigo, y por
sesenta y cinco céntimos, más el permiso de participar en la representación teatral,
hice que Dolly pusiera su mano de rojos nudillos, manchada de tinta y de tiza, bajo
la tapa de su escritorio. Oh, fue una estúpida temeridad de mi parte, pero después
de la tortura que había padecido, tenía que sacar partido de una combinación que,
lo sabía, nunca volvería a producirse.
Poco antes de Navidad, Dolly atrapó un serio resfriado y fue examinada por
una amiga de la señorita Lester, la doctora Ilse Tristramson, un ser encantador y
sin curiosidades que tocó muy suavemente a mi paloma. Diagnosticó bronquitis,
palmeó a Lo en la espalda (toda su lozanía encendida por la fiebre) y le hizo guardar
cama por una semana o más. Al principio tuvo mucha fiebre. No bien se curó, di
una reunión con muchachos.
Quizá había bebido con cierto exceso para entregarme a la ordalía. Quizá
hice papel de tonto. Las niñas habían decorado un pequeño abeto -costumbre
alemana, salvo que bombas coloreadas habían reemplazado las velas de cera-. Se
eligieron discos, pasados en el fonógrafo de mi propietaria. Doll, muy chic, llevaba
un vestido gris de cuerpo ajustado y falda amplia. Yo me retiré a mi estudio y cada
diez o veinte minutos bajaba como un idiota, sólo por unos segundos, para tomar
ostensiblemente mi pipa de la chimenea o buscar el diario. Con cada nueva visita
esas simples acciones se hacían más difíciles y me recordaban los días
tremendamente distantes en que juntaba fuerzas para entrar como por azar en un
cuarto de la casa de Ramsdale donde se sonaba la pequeña Carmen.
La reunión no fue un éxito. De las niñas invitadas, una faltó y uno de los
jóvenes llevó a su primo Roy, de modo que sobraron dos muchachos, y los primos
sabían todos los pasos, y los demás tipos apenas sabían bailar, y casi toda la
reunión consistió en revolver la cocina y discutir incesantemente sobre juegos de
naipes a elegir, y algo después dos niñas y cuatro muchachos se sentaron en el
suelo y empezaron un juego con palabras que Opal no consiguió entender,
mientras Mona y Roy, un mozo muy atractivo, bebían ginger ale en la cocina,
sentados en la mesa y meciendo las piernas, trabados en acalorada discusión sobre
la Predestinación y la Ley del Término Medio. Cuando todos se marcharon, mi Lo
dijo uf, cerró los ojos y se echó en un sillón con sus cuatro miembros extendidos
para expresar su profundo disgusto y cansancio, y juró que nunca había visto un
conjunto de tipos más asquerosos. Esa observación le valió una raqueta de tenis
nueva.
Enero fue húmedo y tibio, y febrero engañó a las plantas: nadie en la ciudad
había visto nunca semejante tiempo. Hubo más regalos. Para su cumpleaños le
compré una bicicleta, esa encantadora máquina semejante a una gacela que ya he
descrito, y añadí una Historia de la pintura norteamericana moderna. Lo en su
bicicleta, quiero decir su manera de andar en ella, me proporcionó un placer
supremo; pero mi intento de refinar su gusto pictórico resultó un fracaso. Lo quiso
saber si el tipo que dormía la siesta en la parva de Doris Lee era el padre de la
chiquilla seudo voluptuosa que figuraba en primer plano, y no pudo entender por
qué decía yo que Grant Wood y Peter Hundo eran excelentes y Reginald March o
Frederick Waugh espantosos. Cuando la primavera pintó de amarillo, verde y rosa la calle Thayer, Lolita
estaba irrevocablemente atrapada por las tablas. La señorita Pratt, que alcancé a
distinguir un domingo comiendo con algunas personas en Walton, me vio desde
lejos y me aplaudió simpáticamente, discretamente, cuando Lo no miraba. Detesto
el teatro como forma primitiva y pútrida, históricamente hablando. Una forma que
deriva de los ritos de la edad de piedra y del desatino común, a pesar de esos
aportes individuales de genios tales como la poesía isabelina, por ejemplo, que el
lector de gabinete entresaca del montón. Como por entonces yo estaba demasiado
ocupado con mis propias faenas literarias, no me tomé el trabajo de leer el texto
completo de Los cazadores encantados, la obrilla en que Dolores Haze
desempeñaba el papel de la hija de un granjero que se cree un hada del bosque,
o Diana o cosa así, y que, dueña de un libro sobre hipnotismo, hace caer a unos
cuantos cazadores perdidos en diversos trances curiosos, hasta que a su vez
sucumbe al hechizo de un poeta vagabundo (Mona Dahl). Eso fue cuanto deduje
por unas cuantas páginas arrugadas y mal escritas a máquina del libreto que Lo
desparramaba por la casa entera. La coincidencia del nombre con el de un hotel
inolvidable era agradable y triste a la vez: cansadamente pensé que era mejor no
recordársela a mi encantadora, temeroso de que una ruda acusación de
sensiblonería me hiriera aún más que su olvido.
Imaginé que la obrilla sería otra versión, prácticamente anónima, de alguna
leyenda trivial. Nada prohibía suponer, desde luego, que en busca de un nombre
atractivo, el fundador del hotel había sido influido por la fantasía de su decorador
mural y que después el nombre del hotel había sugerido el de la obra. Pero mi
mente simple, crédula, benévola, tomó otro camino y sin pensar demasiado en la
cosa di por sentado que fresco, nombre y título derivaban de una fuente común,
de una tradición local que yo, extranjero poco versado en el acervo cultural de la
Nueva Inglaterra, no podía conocer. Por consiguiente, tenía la impresión (todo esto
de manera casual, entiéndase bien, fuera de la órbita de mis intereses) de que la
maldita obrilla pertenecía a un tipo de fantasía para consumo juvenil, elaborada y
reelaborada muchas veces, como Hansel y Gretel por Richard Roe o La bella
durmiente por Dorothy Doe o El manto del emperador por Maurice Vermont y
Marion Rumpelmeyer, piezas que pueden encontrarse en Obras para actores
escolares o ¡Elijamos una obra! En otras palabras, yo no conocía -ni me habría
interesado, de saberlo- que en realidad Los cazadores encantados era una
composición reciente y original estrenada tres o cuatro meses antes por un grupo
intelectual de Nueva York. En la medida en que podía juzgarla por el papel de mi
encantadora, me parecía una melancólica muestra de la literatura fantástica, con
ecos de Lenormand y Maeterlinck y algunos apacibles soñadores británicos. Los
cazadores con sombreros rojos, vestidos de manera uniforme -el primero era
banquero, el segundo plomero, el tercero policía, el cuarto sepulturero, el quinto
asegurador, el sexto un convicto fugitivo (¡imaginen ustedes qué posibilidades!)-,
en manos de Dolly cambiaban por completo de personalidad y recordaban sus vidas
verdaderas sólo como sueños o pesadillas de que Diana los había despertado. Pero
el séptimo cazador (con sombrero verde, el necio) era un joven poeta y aseguraba,
con gran exasperación de Diana, que ella y la diversión suministrada (ninfas
danzantes, elfos, monstruos) eran suyos, invención del poeta. Creo que al fin,
profundamente disgustada por su pedantería, mi descalza Dolores llevaba a Mona,
con pantalones a cuadros, a la granja de su padre para demostrar al fanfarrón que
no era una creación poética, sino una muchacha rústica, terre à terre. Un beso de
último momento destacaba el hondo homenaje de la obra; fantasías y realidad se confunden en el amor. Consideré más sensato no criticar la obra en presencia de
Lo: tan sumergida estaba en sus «problemas de expresión». Además, juntaba sus
delgadas manos florentinas de manera encantadora, batiendo las pestañas y
rogándome que no fuera a los ensayos, como hacían algunos padres ridículos,
porque deseaba deslumbrarme con un estreno perfecto... y porque de todos modos
yo no hacía más que entrometerme y decir tonterías y quitarle su entusiasmo en
presencia de otras personas.
Hubo un ensayo muy especial... corazón, corazón mío..., hubo un día de
mayo señalado por un ímpetu de alegre entusiasmo -todo pasó más allá del
alcance de mi vista, inmune a mi memoria- y cuando volví a ver a Lo, al final de
la tarde, pedaleando su bicicleta, apretando la palma de la mano contra la húmeda
corteza de un joven abedul al extremo de nuestro jardín, me impresionó tanto la
radiante ternura de su sonrisa que por un instante creí solucionadas todas nuestras
dificultades.
-¿Recuerdas -dijo- el nombre de aquel hotel... tú sabes (frunciendo la
nariz), vamos tú sabes... de columnas blancas y un cisne de mármol en el
vestíbulo? Oh, tienes que recordarlo (ruidosa aspiración)... el hotel donde... Bueno,
no importa. ¿No se llamaba (casi un susurro) Los cazadores encantados? Ah, así
se llamaba... ¿De veras? (pensativa).
Y con un estallido de amorosa risa primaveral dio una palmada al árbol
fulgurante y partió calle arriba, hasta la esquina, y después regresó, con los pies
apoyados en los pedales inmóviles, en una postura de abandono, una mano
soñadora sobre el regazo de flores estampadas. Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte dramático,
autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita Emperador (como
podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa de persianas azules,
a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear dos veces por semana.
La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos una semana después de
ese ensayo especial al que Lo no me había permitido asistir), sonó el teléfono de
mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de Gustave, quiero decir de Gastón)
y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría a su casa el martes próximo, pues
había faltado el martes anterior y ese mismo día. Dije que no faltaría... y seguí
jugando. Como supondrá el lector, mis facultades estaban embotadas y dos
jugadas después, cuando correspondió mover a Gastón, comprendí a través de la
bruma de mi angustia, que podía robarme la reina. También él lo advirtió, pero
suponiendo que era una trampa de su astuto adversario, se detuvo un minuto,
bufando, silbando, sacudiendo los carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas,
e hizo movimientos irresolutos con sus dedos rechonchos, muñéndose por tomar
esa jugosa reina y sin atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella
(¿quién sabe si eso no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar
una hora interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se
marchó, muy satisfecho con su resultado (mon pauvre ami, je ne vous ai jamais
revu, et quoiqu'il y ait bien peu de chance que vous ne voyez mon livre, permettezmoi
de vous dire que je vous serre la main bien cordialement, et que toutes mes
filletes vous saluent). Encontré a Dolores Haze sentada a la mesa de la cocina,
consumiendo un prisma de pastel, fijos los ojos en su libreto. Esos ojos se alzaron
para mirarme con una especie de vacuidad. Al enterarse de mi descubrimiento
permaneció singularmente impávida y dijo d'un petit air faussement contrit que se
sabía una niña muy mala, pero que había sido incapaz de resistirse al encanto y había empleado esas horas destinadas a la música -ah, lector mío- para ensayar
en un parque público la escena de la selva mágica con Mona. Dije «muy bien» y
me dirigí hacia el teléfono. La madre de Mona contestó: «Oh, sí, está en casa» y
se apartó con una risa neutra de amabilidad materna para gritar fuera de escena
«¡Te llama Roy!» y un instante después, Mona tomó el tubo y empezó a reñir a
Roy con voz monótona, pero no sin ternura, por algo que él había dicho o hecho,
y yo interrumpí, y Mona dijo en su más humilde registro de contralto «sí, señor»,
«sin duda, señor», «soy la única culpable de lo que ocurrió» (¡qué elocución, qué
aplomo!), «de veras, no sabe cuánto lo siento» y todo el repertorio característico
de esas pequeñas rameras.
Bajé, pues, la escalera aclarándome la garganta y conteniendo los latidos de
mi corazón. Lo estaba ahora en la sala, en su sillón favorito. Al verla así
repantigada, mordisqueándose una uña, burlándose de mí con sus vaporosos ojos
insensibles, y meciendo un banquillo sobre el cual había posado el talón de su pie
descalzo, advertí de pronto con una especie de náusea cuánto había cambiado
desde que la había conocido, dos años antes. ¿O el cambio había ocurrido en esas
dos últimas semanas? ¿Tendresse? Sin duda, el mito había estallado. Allí estaba
sentada, rígidamente, en el foco de mi ira incandescente. La bruma de mi deseo
habíase diluido y no subsistía otra cosa que esa temible lucidez. ¡Oh, cuánto había
cambiado! Su cutis era el de una vulgar adolescente desaliñada que se aplica
cosméticos con dedos sucios en la cara sin lavar y no repara en el tejido infectado,
en la epidermis pustulosa que se pone en contacto con su piel. Su lozanía suave y
tierna había sido tan encantadora en días remotos, cuando yo solía hacer rodar
por broma su cabeza despeinada sobre mi regazo... Un vulgar arrebol reemplazaba
ahora aquella inocente fluorescencia, un resfriado había pintado de rojo llameante
las aletas de su desdeñosa nariz. Como aterrorizado desvié mi mirada, que se
deslizó mecánicamente por el lado interno de sus piernas desnudas, muy estiradas.
¡Qué pulidas y musculosas me parecieron! Sus ojos muy abiertos, grises como
nubes y ligeramente inflamados, seguían fijos en mí y a través de ellos descifré el
pensamiento de que al cabo Mona podía estar en lo cierto, de que quizá fuera
posible denunciarme sin exponerse a ser castigada. Qué equivocado había estado.
¡Qué loco había sido! Todo en ella pertenecía al mismo orden exasperante e
impenetrable, la tensión de sus piernas bien formadas, la planta sucia de su
calcetín blanco, el sweater grueso que llevaba a pesar de estar en un cuarto
cerrado, su olor joven y sobre todo el borde de su cara, con su arrebol artificial y
sus labios recién pintados. El rojo había manchado los dientes delanteros y me
asaltó un recuerdo horrible: una imagen que no era de Monique, sino de otra joven,
siglos atrás, elegida por otro antes de que yo tuviera tiempo para resolver si su
sola juventud alejaba el riesgo de contraer una enfermedad espantosa, y que tenía
los mismos pómulos encendidos y prominentes, una maman muerta, grandes
dientes delanteros y un pedazo de roja cinta mugrienta en el pelo castaño.
-Bueno, habla -dijo Lo-. ¿Te ha satisfecho la averiguación?
-Oh, sí -dije-. Perfecta. Sí... Y no dudo que entre las dos inventasteis la
cosa. En realidad, no dudo que le has dicho todo sobre nosotros.
-Ah, ¿sí?...
Dominé mi respiración y dije:
-Dolores, esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a sacarte de Beardsley, a
encerrarte ya sabes dónde, pero esto tiene que acabar. Estoy dispuesto a llevarte
en el tiempo necesario para que hagas tu valija. Esto tiene que acabar, o sucederá
cualquier cosa.
-Sucederá cualquier cosa, ¿eh?...
Arrebaté el banquillo que mecía con su talón y su pie cayó con ruido al suelo.
-¡Eh, despacio! -gritó.
-Ante todo, vete arriba -grité a mi vez, mientras la asía y la obligaba a
levantarse.
A partir de ese momento ya no contuve mi voz y ambos nos gritamos y ella
dijo cosas que no pueden imprimirse. Dijo que me odiaba. Me hizo muecas
monstruosas, inflando los carrillos y produciendo un sonido diabólico. Dijo que yo
había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que
estaba segura de que yo había asesinado a su madre. Dijo que se acostaría con el
primer tipo que se le antojara y que no podía impedírselo. Dijo que subiría a su
cuarto y me mostraría todos sus escondrijos. Fue una escena estridente y odiosa.
La tomé por el puño nudoso, que ella retorcía tratando subrepticiamente de
encontrar un punto débil para librarse en un momento favorable. Pero yo la retuve
con fuerza y en verdad la lastimé bastante (¡así se pudra por ello mi corazón!) y
una o dos veces sacudió el brazo con tal violencia que temí romperle el puño.
Mientras tanto, me miraba con esos ojos inolvidables en que luchaban la fría ira y
las lágrimas ardientes, y nuestras voces cubrían la campanilla del teléfono, y
cuando advertí que llamaba escapó en un segundo.
Como a los personajes de las películas, parecen asistirme los servicios de la
machina telephonica y su dios repentino. Esa vez fue una vecina enfurecida. La
ventana de la derecha estaba abierta en la sala -felizmente, con el visillo corrido-
y tras ella la noche negra y húmeda de una destemplada primavera de Nueva
Inglaterra nos había escuchado, conteniendo el aliento. Siempre he creído que este
tipo de solterona con mente obscena era el resultado de una cría
considerablemente literaria en la ficción moderna; pero ahora sé que la mojigata
y salaz señorita Derecha -o, para disipar su incógnito, la señorita Fenton Lebone-
había asomado tres cuartas partes de su humanidad por la ventana de su
dormitorio, luchando por enterarse del motivo de nuestra riña.
«Ese alboroto... no tiene sentido... -graznaba el receptor-, esto no es un
inquilinato... Debo advertirle...»
Pedí disculpas por los ruidosos amigos de mi hija. Son jóvenes, usted
comprende... y corté un nuevo graznido.
Abajo resonó la puerta de la calle. ¿Lo? ¿Habría huido?
A través del ventanuco de la escalera vi un fantasma impetuoso que se
deslizaba entre los arbustos, un punto plateado en la oscuridad -llanta de rueda
de bicicleta- que se movía, centelleaba y desaparecía.
El azar había querido que el automóvil pasara esa noche en un taller
mecánico de la ciudad. No tenía otra alternativa que perseguir a pie a la alada
fugitiva. Aún hoy, a tres años de distancia, no puedo evocar esa calle en una noche
de primavera, esa calle con árboles ya tan poblados, sin un estremecimiento de
pánico. Frente a su puerta iluminada la señorita Lester paseaba el perro hidrópico
de la señorita Fabian. El señor Hyde casi tropezó con él. Caminaba tres pasos y
corría otros tres. Una lluvia tibia empezó a tamborilear sobre las hojas de castaño.
En la esquina siguiente, apretando a Lolita contra una baranda de hierro, un joven
borroso la besaba... no, no era ella. Todavía con una comezón en mis garras, seguí
la carrera.
A media milla del número catorce, la calle Thayer se confunde con un terreno
privado y una calle diagonal; ésta lleva al centro de la ciudad. Frente al primer bar
vi -¡con qué melodía de alivio!- la fulgurante bicicleta de Lolita que estaba
aguardándola. Empujé, en vez de tirar, tiré, empujé, tiré y entré. A unos diez pasos
Lolita, a través del cristal de una cabina telefónica (el dios membranoso seguía
acompañándome), ahuecando la mano sobre el tubo y confidencialmente inclinada sobre él, fijos sus ojos en mí, se volvió con su tesoro, cortó a toda prisa y salió
meneándose.
-Traté de llamarte a casa -dijo vivazmente-. He tomado una gran decisión.
Pero antes ofréceme una bebida, papá.
Observo a la muchacha indiferente que puso el hielo en el vaso, después el
helado, después el jarabe de cereza, mientras mi corazón ardía de ansia y amor.
Ese puñado de criatura. Mi encantadora criatura. Tiene usted una hija encantadora,
señor Humbert. Siempre la admiramos cuando pasa. El señor Pim observaba cómo
Pippa sorbía su refresco.
J'ai toujours admiré l'oeuvre ormonde du sublime Dublinois. Mientras tanto,
la lluvia se había convertido en una ducha voluptuosa.
-Oye -me dijo Lo haciendo rodar a mi lado la bicicleta, arrastrando un pie
sobre la acera de oscuro brillo-. He decidido algo. Quiero salir de esa escuela. La
odio. Odio la representación. ¡La odio de veras! No quiero volver nunca,
encontraremos otra. Vayámonos en seguida. Empecemos un largo viaje de nuevo.
Pero esta vez iremos a donde yo quiera, ¿no es cierto?
-Soy yo quien elige. C'est entendu? -dijo bamboleandose un poco a mi lado.
Sólo empleaba el francés cuando quería ser una niñita muy buena.
-Bueno, entendu. Ahora apúrate, Lenore, o te empaparás.
Una tempestad de sollozos colmaba mi pecho.
Lo descubrió sus dientes en un adorable mohín de colegiala, se inclinó
adelante y se marchó pedaleando, pájaro mío.
La mano cuidada de la señorita Lester abría la puerta para un perro viejo de
andar derrengado qui prenait son temps.
Lo me esperaba cerca del abedul espectral.
-Estoy hecha una sopa -declaró con voz aguda-. ¿Estás contento? ¡Al diablo
con la representación! ¿Entiendes?
La garra de una bruja invisible cerró la ventana de un primer piso.
En nuestro pasillo, ardiente de luces acogedoras, mi Lolita se quitó el
sweater, sacudió su pelo cubierto de diamantes, tendió hacia mí los brazos
desnudos y levantó la rodilla.
Quizá interese saber a los psicólogos que tengo la habilidad -caso harto
singular, supongo- de verter torrentes de lágrimas evocando tempestades
pasadas.
Se rectificaron los frenos, se limpió el radiador, se ajustaron las válvulas y
Humbert, inhábil mecánico pero prudente papá, abonó ésas y otras reparaciones
y mejoras, de modo que el automóvil de la difunta señora Humbert quedó en
estado respetable y listo para emprender un nuevo viaje.
Habíamos prometido a la Beardsley School, a la buena Beardsley School, que
regresaríamos no bien terminara mi compromiso con Hollywood (insinué que
Humbert sería asesor principal de una película relacionada con el
«existencialismo», que por entonces aún no hacía furor). En realidad jugaba con
la idea de escurrirme por la frontera mexicana -ya era más valiente que un año
antes- y resolver allí el futuro con mi pequeña concubina, que medía ya un metro
cincuenta y pesaba cuarenta kilos. Habíamos sacado a relucir nuestros libros y
mapas turísticos. Ella había trazado el itinerario con cuidado infinito. ¿Había que
agradecer a su afición teatral esa razón de su aire juvenil y esa adorable ansiedad
por explorar la rica realidad? En esa pálida pero tibia mañana dominical
experimenté la extraña levedad de los sueños cuando dejamos la casa del asombrado profesor Quim y corrimos por la calle principal hacia la carretera. El
vestido de algodón a rayas blancas y negras de mi amor, su vistoso sombrero azul,
sus calcetines blancos, sus mocasines pardos, no iban del todo bien con la gran
aguamarina hermosamente tallada y pendiente de una cadenilla de plata que
brillaba en su pecho: una gota de lluvia primaveral regalada por mí.
Pasamos ante el New Hotel y Lo rió.
-¿Cuánto pides por tus pensamientos? -dije.
Ella tendió la palma abierta, pero en ese instante debí aplicar los frenos
repentinamente, al ver la luz roja. Mientras esperábamos, otro automóvil se deslizó
junto al nuestro; una mujer joven de pelo brillante y broncíneo, largo hasta los
hombros (¿dónde la había visto?) saludó a Lo con un resonante «¡Hola!» y
dirigiéndose a mí, efusivamente (¡ya la había situado!), dijo subrayando algunas
palabras:
-Qué vergüenza eso de sacar a Dolly de la representación... debió usted oír
al autor... cómo la elogió después de aquel ensayo...
-Luz verde, pedazo de tonto -susurró Lo.
Simultáneamente, agitando en fulgurante adiós un brazo con brazaletes,
Juana de Arco (en una representación que había visto en el teatro local) se alejó
violentamente de nosotros para precipitarse en la avenida Campus.
-¿Quién era? ¿Vermont o Rumpelmeyer?
-No, Edusa Gold... la tipa que nos adiestraba.
-No me refería a ella. ¿Quién fue el autor de esa obra?
-Ah, sí, desde luego. Una vieja. Clara no-sé-cuántos. Había un montón de
gente allá.
-¿De modo que te elogió?
Y mi amada emitió esa nueva risilla -quizá relacionada con sus ardides
teatrales- que había empezado a afectar.
-Eres una criatura extraña, Lolita -dije, quizá con otras palabras-. Desde
luego, me alegra que hayas olvidado esa idea absurda del teatro. Pero lo extraño
es que abandonaras todo justo una semana antes de que se produzca la cosa. Oh,
Lolita, deberías ser más cuidadosa con tus entusiasmos. Recuerdo que
abandonaste Ramsdale por el campamento, y el campamento por un viaje de
placer, y presiento otros cambios violentos en tu disposición. Debes ser más
cuidadosa. Hay cosas que no pueden dejarse. Debes perseverar. Debes tratar de
ser un poco más buena conmigo, Lolita. Además, deberías vigilar tu alimentación.
La circunferencia de tus muslos no debería pasar los cuarenta centímetros. Más...
sería fatal (bromeaba, desde luego). Ahora emprendemos un largo y dichoso viaje.
Recuerdo...
Recuerdo que cuando era niño me deleitaba con un mapa de Norteamérica
donde los «Montes Apalaches» corrían libremente de Alabama a New Brunswick,
de modo que la región toda que atravesaban -Tennessee, las Virginias,
Pensilvania, Nueva York, Vermont, New Hampshire y Maine- se mostraba a mi
imaginación como una Suiza o hasta un Tibet gigantesco, toda montaña, pico tras
pico gloriosamente diamantino, coniferas gigantes, le montagnard émigré con una
magnífica piel de oro, y Felix tigris auratus y Pieles Rojas bajo catalpas. Que todo
ello degenerara en míseras tierras suburbanas y un humeante incinerador de
desperdicios era aterrador. ¡Adiós, Appalachia! Dejándola, cruzamos Ohio, los tres
estados, que empiezan con «I» y Nebraska -ah, ese primer soplo del oeste-.
Viajábamos holgadamente, con más de una semana para llegar a Wace, Continental Davile, donde Lo deseó apasionadamente ver las danzas ceremoniales
que señalan la apertura de la estación de la Cueva Mágica, y por lo menos tres
semanas para llegar a Elphinstone, perla de un estado del oeste, donde Lo anheló
trepar la Roca Roja, desde la cual se había arrojado poco antes una madura estrella
cinematográfica después de una riña de borrachos con su gigolo.
De nuevo nos dieron la bienvenida en discretos alojamientos, inscripciones
que decían:
«Deseamos que se sienta usted como en su casa. Todos los enseres han sido
cuidadosamente registrados antes de su llegada: El número de su automóvil
quedará anotado aquí. Economice el agua caliente. Nos reservamos el derecho de
rechazar sin explicaciones a cualquier persona objetable. No arroje ninguna clase
de desperdicios en el inodoro. Gracias. Vuelva a visitarnos. La Administración.
Consideramos a nuestros huéspedes como las personas mejores del mundo».
En esos lugares espantosos pagamos diez dólares por camas gemelas, las
moscas revoloteaban más allá de la puerta sin tela metálica y al fin lograban
meterse en el cuarto, las cenizas de nuestros predecesores aún permanecían en
los ceniceros, un pelo de mujer serpeaba en la almohada, oíamos a nuestro vecino
que colgaba su chaqueta en el armario, las perchas estaban ingeniosamente atadas
a la barra por medio de alambres para evitar robos y, supremo insulto, los cuadros
sobre las camas gemelas eran gemelos idénticos. También advertí que la moda
comercial cambiaba. Los acoplados tendían a reunirse, a ir formando una
caravansay10 (Lo no parecía interesada por mi explicación, pero el lector quizá la
encuentre curiosa), se agregaba un segundo piso, después un vestíbulo, los
automóviles se llevaban a un garage común y ese conjunto de cabinas se convertía
en un buen hotel.
He de advertir al lector que no ría de mi ofuscación mental. Ahora es fácil
para él y para mí descifrar un destino pasado; pero un destino en formación no es,
créaseme, uno de esos honrados relatos policiales donde todo cuanto debe hacer
uno es prestar atención a las claves. Una vez leí una novela policial francesa donde
las claves estaban en bastardilla. Pero no es así como procede McFate, aunque
llegue uno a reconocer ciertas oscuras indicaciones.
Por ejemplo: no podría jurar que no hubo por lo menos una ocasión, antes
de cruzar el oeste medio o en los comienzos de esa travesía, en que Lo procuró
obtener cierta información o ponerse en contacto con una persona o personas
desconocidas. Habíamos parado en una estación de servicio, bajo el signo de
Pegaso, y ella se deslizó del asiento y huyó a la parte posterior del edificio mientras
la cubierta del motor levantada (bajo la cual me había inclinado para observar las
manipulaciones del mecánico) me la ocultaron por un momento; inclinado a
mostrarme indulgente, no hice más que sacudir mi benévola cabeza, aunque
hablando con propiedad, esas visitas estaban prohibidas, ya que intuía que los
baños -y también los teléfonos- eran por motivos indiscernibles los puntos donde
mi destino podía precipitarse. Todos tenemos objetos fatales -un paisaje reiterado
en unos casos, un número en otros-, cuidadosamente elegidos por los dioses para
suscitar acontecimientos de especial significación: aquí debe tropezar John, allí
debe sufrir Jane.
Lo cierto es que mi automóvil estaba listo y lo retiré de los surtidores para
que atendieran a un camión de auxilio, cuando el volumen cada vez más grande
de su ausencia empezó a pesar sobre mí en esa ventosa opacidad. No era ésa la primera vez ni sería la última que miraba con tal desasosiego todas las trivialidades
de las paradas que parecen casi sorprendidas, como campesinos boquiabiertos, de
encontrarse en el campo de visión de un viejo detenido; ese techo de basura verde,
esas llantas en venta, muy negras sobre la pared muy blanca, esas fulgurantes
latas de aceite para motor, esa heladera roja con bebidas variadas, las cuatro,
cinco, siete botellas vacías en el diagrama incompleto para palabras cruzadas de
sus celdas de madera, esa cucaracha que caminaba pacientemente por el lado
interior del vidrio de la oficina. Desde la puerta abierta llegaba la música de una
radio y como su ritmo no armonizaba con la ondulación y el estremecimiento de
las plantas animadas por el viento, tenía uno la impresión de presenciar una escena
cinematográfica que vivía su propia vida, mientras el piano o el violín seguían una
línea musical completamente ajena a la flor estremecida, la rama oscilante. El
último sollozo de Charlotte vibraba en mí de manera incongruente, mientras Lolita
vibraba desde una dirección totalmente inesperada con su vestido flameando
contra el ritmo. Dijo que había encontrado ocupado el baño para damas y se había
dirigido a la señal de la Concha, en la cuadra siguiente. Decían allí que estaban
orgullosos de sus acogedoras instalaciones. Esas postales con franqueo pagado,
decían, estaban a la espera de sus comentarios. Pero no hubo postales. No hubo
comentarios.
Ese mismo día o el siguiente, después de una marcha tediosa a través de
tierras cultivadas, llegamos a un pueblo agradable y nos detuvimos en el
alojamiento. «Los Castaños» -cabañas agradables, praderas verdes y húmedas,
manzanos, un viejo columpio y un crepúsculo tremendo que mi niña agotada
ignoró-. Había querido atravesar Kasbeam porque estaba sólo treinta millas al
norte de su ciudad natal, pero a la mañana siguiente la encontré apática, sin deseos
de volver a ver la acera donde había jugado cinco años antes. Por motivos obvios
yo había puesto reparos a ese desvío, aunque ambos estábamos de acuerdo en no
atraer la atención de ninguna manera, permaneciendo en el automóvil y sin hablar
con antiguos amigos. Mi alivio ante el abandono del proyecto se vio enturbiado por
la idea de que si Lo hubiera intuido mi total oposición a las posibilidades nostálgicas
de Pisky, no habría cedido tan fácilmente. Cuando se lo dije con un suspiro, suspiró
a su vez y se declaró indispuesta. Quería quedarse en la cama por lo menos hasta
la hora del té, con un montón de revistas; si para entonces se sentía mejor,
seguiríamos viaje hacia el oeste. Debo decir que estaba muy lánguida ella. Nuestra
cabaña estaba en la cima arbolada de una colina, y desde nuestra ventana podía
verse el camino que serpeaba hacia abajo y después corría entre dos filas de
castaños derecho como la raya del pelo, hacia la bonita ciudad, singularmente
nítida y como de juguete a la distancia en esa mañana pura. Podía distinguir a una
niña-elfo sobre una bicicleta-insecto, y un perro, quizá demasiado grande en
proporción, tan preciosos como peregrinos con sus mulas que ascienden por
pálidos caminos de cera en los cuadros antiguos, con personajes minúsculos rojos
y colinas azules. Tengo el gusto europeo de valerme de mis propios pies cuando
es posible prescindir del automóvil, y caminé despaciosamente, topándome
durante mi marcha con la ciclista -una niña fea y rechoncha con trenzas, seguida
de un inmenso San Bernardo con órbitas como pensamientos-. En Kasbeam, un
peluquero decrépito me cortó el pelo de manera harto mediocre. Parloteaba acerca
de un hijo suyo jugador de béisbol, y a cada estallido me escupía en el cuello; de
cuando en cuando se limpiaba los anteojos en mi delantal o interrumpía sus
trémulos tijeretazos para exhibir recortes doblados de diarios amarillentos. Yo
estaba tan distraído que me sobresalté al comprender, mientras él me enseñaba
una fotografía sobre un caballete, en medio de las viejas lociones grisáceas, que
el joven jugador de béisbol había muerto treinta años antes. Bebí una taza de café insípido y caliente, compré unas bananas para mi
monita y pasé diez minutos en una rosticería. Debió pasar por lo menos una hora
y media antes de que este peregrino de regreso a su hogar apareciera en el camino
sinuoso que subía hasta el castillo de los castaños.
La niña que había visto en mi trayecto hacia la ciudad, estaba ahora cargada
de ropa lavada y ayudaba a un hombre deforme de cabeza grave y rasgos groseros
que me recordó el personaje de «Bertoldo» en la comedia italiana. Cuando llegué
estaban limpiando las cabañas, agradablemente espaciadas entre la profusa
vegetación. Era mediodía, y casi todas, con un último estallido de sus puertas
persianas, se habían librado de sus ocupantes. Una pareja de ancianos
momificados en un último modelo salía de uno de los garages contiguos. En otro
asomaba, como por una vaina, una carrocería roja; y cerca de nuestra cabaña, un
joven fuerte y apuesto, de pelo negro y ojos azules, subía una heladera fuerte y
portátil a su camioneta rural. Por algún motivo me dirigió una tímida sonrisa
cuando pasé. Al frente, sobre la hierba, en la sombra ramificada de los árboles
profusos, el San Bernardo vigilaba la bicicleta de su ama y no muy lejos una mujer
joven, entregada a la vida de familia, había sentado a una criatura extasiada en el
columpio y la mecía suavemente, mientras un celoso niño de dos o tres años
incomodaba cuanto podía, procurando empujar o atraer la tabla del columpio hasta
que al fin consiguió que lo golpeara y empezó a aullar, tendido de espaldas en la
hierba, mientras su madre seguía sonriendo amablemente a ninguno de sus dos
hijos. Recuerdo esas minucias con tanta claridad quizá porque había de revisar mis
impresiones de cabo a rabo unos minutos después. Además, algo en mí permanecía
alerta desde aquella terrible noche en Beardsley. De pronto quise sustraerme a la
sensación de bienestar producida por mi caminata, por la joven brisa estival que
envolvía mi cuello, el suave crujido de la granza húmeda, el jugoso depósito que
al fin había conseguido succionar de un diente cariado y hasta el agradable peso
de mis provisiones, que la condición de mi corazón no debía permitirme llevar.
Pero aun esa mísera bomba mía parecía trabajar apaciblemente, y me sentí adolori
d'amoureuse largueur, para citar al viejo Ronsard, cuando llegué a la cabaña donde
había dejado a mi Dolores.
Con gran sorpresa, la encontré vestida. Estaba sentada al borde de la cama,
con pantalones y blusa, y me miró como sin reconocerme. La brevedad de su blusa
parecía destacar, más que disimular, la línea suave y audaz de sus pechos
pequeños, y esa audacia me irritó. No se había lavado, pero tenía los labios recién
pintados, aunque muy al descuido, y sus dientes anchos brillaban como marfil
manchado de vino. Parecía encendido por una llama diabólica que nada tenía que
ver conmigo.
Dejé mi pesado envoltorio y miré los tobillos desnudos de sus pies con
sandalias, después su cara inocente, después otra vez sus pies pecaminosos.
-Has salido -dije.
Había granos de granza en sus sandalias.
-Acabo de levantarme -contestó-. He salido un segundo -agregó,
interceptando mi mirada a sus pies-. Quería verte regresar.
Advirtió las bananas y se dirigió hacia la mesa.
¿Qué sospecha especial se insinuaba en mí? Ninguna, en verdad... Pero esos
ojos melancólicos, cándidos, esa tibieza singular que manaba de ella... No dije
nada. Miré los meandros del camino, tan distintos en el marco de la ventana. Quien
deseara traicionar mi buena fe habría encontrado espléndida esa vista. Con apetito
creciente, Lo se dedicó a las frutas. Súbitamente, recordé la sonrisa propiciatoria
de Johnny, el vecino de la camioneta. Salí precipitadamente. Todos los automóviles habían desaparecido, salvo su camioneta. Su mujer encinta subía en ella con su
criatura y el otro niño, más o menos inválido.
-¿Qué pasa, a dónde vas? -gritó Lo desde la entrada.
No dije nada. Empujé su blandura dentro del cuarto y la seguí. Le arranqué
la blusa. Desnudé el resto de su persona. Le quité las sandalias. Pero el olor que
busqué en toda ella era tan leve que no podía discernirse del antojo de un
maniático. El gros Gastón, con su estilo melindroso, era aficionado a hacer regalitos que
salieran apenas de lo común. Una noche advirtió que la caja donde guardaba las
piezas de ajedrez estaba rota, y al día siguiente me envió por uno de sus chicuelos
una caja de cobre: tenía un complicado diseño oriental sobre la tapa y el cierre era
seguro. Una mirada me bastó para comprobar que era una de esas cajas baratas,
llamadas «luizettas» por algún motivo, que se compran en Argel y otras partes sin
que sepa uno después qué hacer con ellas. Resultó demasiado chata para albergar
mis voluminosas piezas, pero la conservé... destinándola a un fin totalmente
distinto.
Para alterar ese designo del destino en que oscuramente me sentía atrapado,
había resuelto -con visible fastidio de Lo- pasar otra noche en el albergue «Los
Castaños». Desperté a las cuatro de la mañana, me cercioré de que Lo estaba aún
profundamente dormida (boca arriba, como en una especie de embotada
perplejidad por la vida curiosamente inane que todos le habíamos deparado) y
comprobé que el precioso contenido de la «luizetta» estaba a salvo. Allí, envuelta
cuidadosamente en un paño de lana blanca, había una pistola de bolsillo calibre
32, para ocho cartuchos, de longitud algo menor que la novena parte de la longitud
de Lolita, culata de nogal, pintada de azul. La había heredado del difunto Harold
Haze, juntamente con un catálogo de 1938 que decía alegremente:
«Particularmente adaptada para el uso del hogar y el automóvil, así como contra
individuo». Allí estaba, dispuesta a un súbito servicio contra el individuo o
individuos, cargada y con el seguro echado, evitando así cualquier descarga
accidental. Debemos recordar que una pistola es el símbolo freudiano del miembro
central del padre.
Me alegraba de tenerla y más aún de haber aprendido a utilizarla dos años
antes, en la selva de pinos que rodeaba mi lago, el de Charlotte. Farlow, con quien
había atronado esos bosques remotos, era un tirador admirable y era capaz de
alcanzar un picaflor con su 38, aunque debo decir que la prueba de su hazaña era
harto precaria: apenas una pelusilla iridiscente. Un corpulento ex policía llamado
Krestovski, que unos veinte años antes había matado a dos presidiarios prófugos,
se unió a nosotros y abatió un minúsculo pájaro carpintero -completamente fuera
de la estación, entre paréntesis-. Entre esos dos deportistas yo, desde luego, no
era sino un bisoño y erraba siempre, aunque en otra ocasión en que salí solo herí
una ardilla. «Acuéstate aquí», susurré a mi leve compañerita, y después lo celebré
con un trago de gin.
El lector debe olvidar ahora los castaños y los colts, y seguirnos más hacia
el oeste. Los días que siguieron se caracterizaron por una serie de grandes
tormentas, o acaso no fuera sino una tormenta única que corría por el país con
imponentes saltos de rana y que no pudimos esquivar, así como al detective Trapp. Pues fue entonces, cuando se me presentó el problema del convertible rojo, que
pasó a segundo plano el tema de los amantes de Lo.
¡Cosa extraña! Yo, celoso de cada varón con quien nos topábamos, interpreté
torcidamente los designios del hado. Quizá me había embaucado el recato de Lo
durante el invierno y, de todos modos, habría sido demasiado estúpido, inclusive
para un maniático, suponer que otro Humbert seguía ávidamente a Humbert y a
la nínfula de Humbert con fuegos de artificio dignos de Júpiter por las llanuras
inmensas y horribles. Deduje, donc, que ese Yark rojo que nos seguía a discreta
distancia milla tras milla, era conducido por un detective designado por algún
entrometido para comprobar qué demonios hacía Humbert Humbert con esa
hijastra suya menor de edad. Como suele ocurrirme en períodos de tormentas
eléctricas y relámpagos coruscantes, tenía alucinaciones. Quizá fueran algo más
que alucinaciones. No sé qué fue lo que ella o él o ambos a la vez echaron en mi
alcohol, pero una noche oí que algo rozaba la puerta de nuestra cabaña, y la abrí
de golpe, y advertí dos cosas... que yo estaba desnudo y que, con un blanco fulgor
en la oscuridad lluviosa, había un hombre que sostenía ante su cara la máscara de
Jutting Chin, un grotesco detective de historietas. Lanzó la risilla y se escurrió.
Volví al cuarto y me dormí en seguida. Aún hoy no estoy seguro de si esa visita
fue provocada por un sueño narcotizado: he estudiado concienzudamente el
sentido del humor de Trapp, y ésa pudo ser una muestra cabal. Ah, qué individuo
vulgar y despiadado. Alguien, supe, estaba haciendo dinero con esas máscaras de
monstruos populares. ¿Es verdad que a la mañana siguiente vi a dos chiquillos
hurgando en el tacho de basura y probándose una máscara de Jutting Chin? No lo
sé. Todo pudo ser una pura coincidencia... debida a las condiciones atmosféricas.
Soy un asesino de memoria sensacional, pero incompleta y heterodoxa, y no
puedo decirles, damas y caballeros, el día exacto en que comprendí que el
convertible rojo nos seguía a nosotros. Pero recuerdo la primera vez en que vi a
su conductor. Yo guiaba lentamente, una tarde, a través de torrentes de lluvia,
mirando a ese rojo fantasma que se deslizaba y se estremecía de deseo en mi
espejo, cuando de pronto el diluvio aminoró la llovizna y al final cesó por completo.
Un fuego de artificio barrió el camino con un zumbido y yo, pensando que
necesitaba un par nuevo de anteojos negros, paré en una estación de servicio. Lo
que estaba produciéndose era una enfermedad, un cáncer que no podía evitarse,
de modo que ignoré sencillamente el hecho de que nuestro tranquilo perseguidor,
en el convertible de su propiedad, se había detenido en un café o bar que ostentaba
este letrero idiota: ALVER VERAS. Después de abastecer mi automóvil, entré en la
oficina para comprarme unos anteojos y pagar la nafta. Al ir a firmar un cheque
de viajero y mientras me preguntaba sobre mi paradero exacto, miré
distraídamente por una ventana lateral y vi algo terrible. Un hombre de anchas
espaldas, medio calvo, con chaqueta color avena y pantalones pardos oscuros,
escuchaba a Lo que, asomada por la ventanilla del automóvil le hablaba muy
rápidamente, agitando su mano con los dedos extendidos como hacía cuando
estaba seria y enfática. Lo que me impresionó con fuerza arrolladura fue... cómo
decirlo... la voluble familiaridad de su aire, como si ambos se hubieran conocido
bien, durante semanas y semanas. Vi que él se rascaba la barbilla y asentía;
después se volvió y se dirigió a su convertible. Era un hombre fornido y espeso, de
mi edad, algo parecido a Gustave Trapp, un primo suizo de mi padre: la misma
cara suavemente tostada, más llena que la mía, con bigotillo negro y boca
degenerada, como un capullo. Lolita estudiaba un mapa turístico cuando regresé
al automóvil.
-¿Qué te preguntó ese hombre, Lo?
-¿Qué hombre? Ah, ése... No sé... Me preguntó si tenía un mapa. Anda
perdido, supongo.
Seguimos un trecho y dije:
-Escúchame, Lo. No sé si me mientes o no, no sé si estás loca o no, y no
me importa por el momento. Pero ese individuo nos ha seguido el día entero, y su
automóvil estaba en el alojamiento ayer, y creo que es un policía. Sabes
perfectamente bien qué ocurrirá y a dónde irás a dar si la policía descubre ciertas
cosas. Ahora dime exactamente qué te dijo y qué le dijiste tú.
Lo rió.
-Si es de veras un policía -dijo en tono chillón, pero no sin lógica-, lo peor
que podemos hacer es demostrarle que tenemos miedo. Ignóralo, papá.
-¿Te preguntó adonde íbamos?
-Oh, ya lo sabe.
Se burlaba.
-De todos modos, ahora le conozco la cara -dije, riéndome-. No es bonito.
Se parece muchísimo a un pariente mío llamado Trapp.
-Quizá sea Trapp. En tu lugar... Oh mira, todos los nueves se transforman
en el millar siguiente. Cuando yo era muy chica -siguió inesperadamente- creí que
se detendrían y volverían a ser todos nueves si mi madre consentía en dar la vuelta
en el coche.
Era la primera vez, creo, que hablaba espontáneamente de su niñez
prehumbertiana. Quizá el teatro le hubiera enseñado ese ardid. Seguimos viaje en
silencio, sin perseguidores.
Pero al día siguiente, como un dolor durante una enfermedad fatal que
vuelve cuando la droga y la esperanza se agotan, la fulgurante bestia roja estaba
de nuevo a nuestras espaldas. Ese día el tránsito era escaso en la carretera; nadie
pasaba a nadie. Y nadie intentó deslizarse entre nuestro humilde automóvil azul y
su imperiosa sombra roja... como si un hechizo pesara sobre el espacio intermedio,
una zona de júbilo y magia perversos, una zona cuya precisión y estabilidad misma
tenían una virtud cristalina que era casi artística. El conductor que iba a mi zaga,
con sus hombreras prominentes y su bigotillo a lo Trapp, parecía un maniquí para
exhibir prendas de vestir y su convertible parecía moverse sólo porque una invisible
cuerda de seda silenciosa lo ligaba a nuestro mísero vehículo. La nuestra era varias
veces más pobre que esa máquina espléndida y barnizada, de modo que no intenté
ganarle en velocidad. O lente currite noctis equi! ¡Oh corred suavemente
pesadillas! Subimos largas pendientes y bajamos de nuevo, y observamos los
límites de velocidad, y perdonamos la vida de niños distraídos, reprodujimos el
negro entrevero de curvas sobre sus escudos amarillos, y en todo instante el
encantado espacio intermedio permaneció intacto, matemático, como un
espejismo, equivalente vial de una alfombra mágica. Y mientras tanto, yo tenía
conciencia de un arrebato privado, a mi derecha: sus ojos alegres, sus mejillas en
llamas.
Un agente de tránsito, hundido en la pesadilla de calles entrecruzadas -a las
4 p. m. en una ciudad fabril- fue la mano del destino que interrumpió el hechizo.
Me dio paso y después, con la misma mano cercenó mi sombra. Entre ambos se
había agrupado un montón de automóviles, y yo corrí, y viré hábilmente hacia una
calleja. Un gorrión atareado con una colosal migaja de pan fue atacado por otro y
perdió su migaja. Después de unas cuantas paradas y varios giros deliberados,
cuando regresamos a la carretera nuestra sombra había desaparecido.
Lo rió socarronamente y dijo:
-Si es lo que piensas, fue una tontería escaparle.
-Ahora tengo otras sospechas -dije.
-Deberías... comprobarlas... no alejándote... de él... papá querido -dijo Lo,
siguiendo los meandros de su propio sarcasmo-. Uf, qué malo estás -agregó con
su voz habitual.
Pasamos una noche lúgubre en un mal alojamiento bajo un sonoro diluvio
mientras una especie de truenos prehistóricamente sonoros rodaban sobre
nuestras cabezas.
-No soy una dama y no me gustan los relámpagos -dijo Lo, cuyo miedo a
las tormentas eléctricas me proporcionaba un patético alivio.
Desayunamos en la ciudad de Soda, pobl. 1001.
-A juzgar por la última cifra -dije-, Caragorda ya está aquí.
-Tus chistes, querido papá, son cada vez peores -dijo Lo.
Por entonces estábamos en la campiña y hubo un par de días de encantadora
paz (yo había sido un tonto, todo andaba bien, esa incomodidad no era más que
un flato sin salida). Al fin, las mesetas cedieron lugar a montañas verdaderas y
llegamos a tiempo a Wace.
Un desastre. Lolita había leído mal una fecha en el libro de viajes y las
ceremonias de la Cueva Mágica ya habían terminado. Debo admitir que lo tomó
con calma y cuando descubrimos que había en Wace un teatro estival en plena
temporada fuimos a él una noche límpida, a mediados de junio. No podría contar
el argumento de la obra que vimos. Un asunto trivial, sin duda, con rebuscados
efectos de luz y una actriz mediocre. El único detalle que me agradó fue una
guirnalda de siete pequeñas gracias, más o menos inmóviles, hermosamente
pintadas, de miembros desnudos: siete niñas envueltas en gasas de colores,
alistadas en la localidad (a juzgar por la conmoción partidaria que se producía aquí
y allá, entre el público) que representaban un arco iris viviente tendido a través
del último acto e interceptado por una serie de velos multiplicados. Recuerdo haber
pensado que esa idea de emplear niñas en colores la habían recogido los autores,
Clare Quilty y Vivian Darkbloom, de un pasaje de James Joyce, y que dos de los
colores eran encantadores hasta la exasperación; el Anaranjado se movía todo el
tiempo y el Esmeralda, una vez que sus ojos se habituaron a la negrura de la platea
donde nos sentábamos incómodamente, sonrió de pronto a su madre o a su
protector.
Cuando acabó la función y el aplauso manual -sonido que mis nervios no
pueden resistir- empezó a resonar en torno a mí, empecé a empujar a Lo hacia la
salida, movido por mi natural impaciencia amorosa de volverla a nuestra cabina
azul-neón, en la noche estrellada y maravillada: siempre digo que la naturaleza se
maravilla de los espectáculos que ve. Pero Dolly-Lo se rezagó, en una rosada
bruma, entrecerrando sus ojos extasiados y tan debilitados sus demás sentidos
por la primacía de su vista, que sus manos blandas apenas se juntaban en el acto
mecánico de aplaudir. Ya había visto actitudes semejantes en los niños, pero Dios
mío, ésa era una niña especial, que observaba con expresión miope la escena ya
remota mientras yo alcanzaba a ver algo de los autores comunes: el smoking de
un hombre y los hombros desnudos de una mujer parecida a un gavilán, de pelo
negro y altísima.
-Has vuelto a lastimarme el puño, bruto -dijo Lo con una vocecilla al
deslizarse en el automóvil.
-Lo siento en el alma, querida, mi adorada ultravioleta -dije, procurando
en vano tomarla por el codo-. Vivian es toda una mujer -agregué para cambiar de
tema (para cambiar la dirección del destino, Dios, Dios mío)-. Estoy seguro de que
ayer la vimos en aquel restaurante de Soda. -A veces -dijo Lo- eres un idiota rematado. Primero, Vivian es el hombre;
la mujer es Clare. Segundo, tiene cuarenta años, está casada y tiene sangre
negra...
-Pensé que Quilty era un antiguo amor tuyo -dije bromeando-, de los días
en que me querías, en la vieja Ramsdale.
-¡Qué! -dijo Lo, frunciendo el ceño-. ¿Aquel dentista gordo? Has debido
confundirme con otra chiquilla.
Y yo dije para mis adentros con qué rapidez lo olvidan todo esas chiquillas,
mientras nosotros, los viejos amantes, atesoramos cada partícula de su ninfulidad.
Juntamente con Lo, resolvimos que las dos direcciones postales indicadas al
jefe de correos de Beardsley serían, después de nuestra partida, el correo de Wace
y el de Elphinstone. A la mañana siguiente, visitamos la primera y debimos hacer
una cola breve pero lenta. La impasible Lo estudió la galería de malhechores. El
apuesto Bryan castaño, tez blanca, tenía recomendada la captura por rapto. El
faux-pas de un viejo caballero de ojos tristes era violación de correspondencia, y
como si eso no hubiera bastado, tenía la maldición de una joroba. Sullen Sullivan
era objeto de una advertencia: se lo cree armado, y debe considerárselo muy
peligroso. Quien desee hacer una película con mi libro, atribúyame una de esas
cartas, mientras yo miro. Además, había una sucia instantánea de una niña
perdida, catorce años, que llevaba zapatos pardos la última vez que fue vista. Por
favor, informar al sheriff Buller.
He olvidado cuáles eran mis cartas. Para Dolly había su informe escolar y un
sobre muy especial. Lo abrí deliberadamente y examiné su contenido. Deduje que
hacía lo previsto, que a ella no pareció importarle y se dirigió hacia el mostrador
de los periódicos, que estaba cerca de la entrada.
«Dolly-Lo: Bueno, la representación ha sido todo un éxito. Los tres cazadores
se quedaron inmóviles, quizá un poco drogados por Cutler, sospecho, y Linda sabía
todo su papel. Estuvo bien, actuó con vivacidad y dominio, pero le faltó un poco
de sensibilidad, de vitalidad contenida, ese encanto de mi Diana -y del autor-.
Pero a última hora el autor no pudo aplaudirnos, y la terrible tormenta eléctrica
apagó nuestro modesto trueno de utilería. Ah, querida, cómo pasa la vida. Ahora
todo ha terminado, la escuela, la representación, mis riñas con Roy, el parto de
mamá (¡nuestro hijo, ay, no vive!)... todo parece ya muy remoto, aunque en
realidad aún llevo las huellas de esos acontecimientos.
«Pasado mañana nos marchamos a Nueva York, y creo que no podré zafarme
de acompañar a mis padres a Europa. Y tengo noticias aún peores. Dolly-Lo...
Quizá no me encuentres en Beardsley cuando regreses. Entre una cosa y la otra,
papá quiere que estudie un año entero en una escuela de París, mientras él y
Fulbrigth pasean.
»Como era de esperar, el pobre Poeta tropezó en la escena III, al llegar a
esa jerigonza en francés. ¿Recuerdas? Ne manque pas de dire à ton amant,
Chimène, comme le lac est beau, car il faut qu'il t'y mène. ¡Vaya con la cosa! Qu'il
t'y... ¡Qué destrabalenguas! Bueno, pórtate bien, Lolita. Cariños de tu Poeta, y
recuerdos al gobernador. Tu Mona. P. D. Por un motivo u otro, mi correspondencia
es severamente registrada. De manera que ten paciencia hasta que te escriba de
Europa.» (Nunca lo hizo, que yo sepa. Estoy demasiado cansado hoy para analizar
el elemento de misteriosa sordidez contenido en esa carta. Mucho después la
encontré guardada en uno de los libros de viaje, y la presento aquí à titre
documentaire. La he leído dos veces)