Nací en París en 1910. Mi padre era una persona suave, de trato fácil, una
ensalada de orígenes raciales: ciudadano suizo de ascendencia francesa y
austríaca, con una corriente del Danubio en las venas. Revisaré en un minuto
algunas encantadoras postales de brillo azulino. Poseía un lujoso hotel en la
Riviera. Su padre y sus dos abuelos habían vendido vino, alhajas y seda,
respectivamente. A los treinta años se casó con una muchacha inglesa, hija de
Jerome Dunn, el alpinista, y nieta de los párrocos de Dorset, expertos en temas
oscuros: paleopedología y arpas eólicas. Mi madre, muy fotogénica, murió a causa
de un absurdo accidente (un rayo durante un pic-nic) cuando tenía yo tres años, y
salvo una zona de tibieza en el pasado más impenetrable, nada subsiste de ella en
las hondonadas y valles del recuerdo sobre los cuales, si aún pueden ustedes
sobrellevar mi estilo (escribo bajo vigilancia), se puso el sol de mi infancia: sin
duda todos ustedes conocen esos fragantes resabios de días suspendidos, como
moscas minúsculas, en torno de algún seto en flor o súbitamente invadido y
atravesado por las trepadoras, al pie de una colina, en la penumbra estival: sedosa
tibieza, dorados moscardones.
La hermana mayor de mi madre, Sybil, casada con un primo de mi padre
que le abandonó, servía en mi ámbito familiar como gobernanta gratuita y ama de
llaves. Alguien me dijo después que estuvo enamorada de mi padre y que él,
livianamente, sacó provecho de tal sentimiento en un día lluvioso, para olvidar la
cosa cuando el tiempo aclaró. Yo le tenía mucho cariño, a pesar de la rigidez -la
rigidez fatal- de algunas de sus normas. Quizá lo que ella deseaba era hacer de
mí, en la plenitud del tiempo, un viudo mejor que mi padre. Mi Sybil tenía los ojos
azules, ribeteados de rojo, y la piel como de cera. Era poéticamente supersticiosa.
Decía que estaba segura de morir no bien cumpliera yo dieciséis y así fue. Su
marido, un gran traficante de perfumes, pasó la mayor parte del tiempo en
Norteamérica, donde acabó fundando una compañía que adquirió bienes raíces.
Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo brillante de libros
ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros
sonrientes. En torno a mí, la espléndida mansión Mirana giraba como una especiede universo privado, un cosmos blanqueado dentro del otro más vasto y azul que
resplandecía fuera de él. Desde la fregona de delantal hasta el potentado de
franela, todos gustaban de mí, todos me mimaban. Maduras damas
norteamericanas se apoyaban en sus bastones y se inclinaban hacia mí como torres
de Pisa. Princesas rusas arruinadas que no podían pagar a mi padre me compraban
bombones caros. Y él, mon cher petit papa, me sacaba a navegar y a pasear en
bicicleta, me enseñaba a nadar y a zambullirme y a esquiar en el agua, me leía
Don Quijote y Les Misérables y yo lo adoraba y lo respetaba y me enorgullecía de
él cuando llegaban a mí las discusiones de los criados sobre sus varias amigas,
seres hermosos y afectuosos que me festejaban mucho y vertían preciosas
lágrimas sobre mi alegre orfandad.
Asistía a una escuela diurna inglesa a pocas millas de Mirana; allí jugaba al
tenis y a la pelota, obtenía excelentes calificaciones y estaba en términos perfectos
con mis compañeros y profesores. Los únicos acontecimientos definitivamente
sexuales que recuerdo antes de que cumpliera trece años (o sea antes de que viera
por primera vez a mi pequeña Annabel) fueron una conversación solemne,
decorosa y puramente teórica sobre las sorpresas de la pubertad, sostenida en el
rosal de la escuela con un alumno norteamericano, hijo de una actriz
cinematográfica por entonces muy celebrada y a la cual veía muy rara vez en el
mundo tridimensional, y ciertas interesantes reacciones de mi organismo ante
determinadas fotografías, nácar y sombras, con hendiduras infinitamente suaves,
en el suntuoso La Beauté Humaine, de Pichon, que había hurtado de debajo de una
pila de Graphics encuadernados en papel jaspeado, en la biblioteca de la mansión.
Después, con su estilo deliciosamente afable, mi padre me suministró toda la
información que consideró necesaria sobre el sexo; eso fue justo antes de
enviarme, en el otoño de 1923, a un lycée de Lyon (donde habríamos de pasar
tres inviernos); pero, ay, en el verano de ese año mi padre recorría Italia con
Madame de R. y su hija, y yo no tenía a nadie con quien consolarme, a nadie a
quien consultar.