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El monarca se habría encargado de llevar a Saera hacía un lugar donde los gritos y las habladurías no transpasaran los oídos de la gente. Solo para interrogarla y descubrir de ella los rumores y chismes que ya se había venido enterando desde el otro lado del mar. 

— Eres más cruel de lo que pensaba —dijo Daemon mientras la miraba desde al otro lado del salón. Saera, desconocida del lugar, miró con extrañeza cada esquina. 

— No entiendo. 

— Tú abuela, la gran señora... —cantó su nombre —. He oído como se hace de una fortuna a cambio del sufrimiento de las mujeres, de las niñas y las ancianas. Pero jamás creí que la mente maestra de todo ese negocio de placer fuera su nieta estúpida que se metió ella misma en la boca del dragón. 

— ¿También desea a una mujer? Puedo asesorarlo. He conocido a las mujeres de los Dothraki, he extraído viudas de los Khales. Son hermosas. Y en la cama ellas... 

¿Era acaso un juego o lo decía de verdad? Daemon se quedó anonado por un corto tiempo. Su indiferencia no era algo que esperaba. Además, el detalle sobre la descripción de los movimientos y las posturas, juegos previos y tentaciones que Saera recitaba, sonaban perfectamente a la manera en la que las putas del Lecho de Pulgas le hacían el amor cuando era joven. 

— ¿Qué hay de una Khaleesi? ¿Puedes obtener una?

Saera balbuceó. — Solo podría conseguir una Dosh Khaleen. La esposa del Khal no es mercancía que esté a la venta. Difícil de conseguir. 

Daemon rodó por el lugar prendiendo las antorchas.

— Lo he intentado —continuó Saera mirando a su rey. Si esa era su petición para salvarla de la muerte que ella pensaba que se avecinaba, entonces trataría de convencerlo a elegir algo más —. Pero los Khal con sus esposas son posesivos. No les sirven, preferirían cogerse a su yegua, pero siempre las querrán devuelta.

A Daemon los temas del otro continente no eran de su mínimo interés; nunca lo fue, pero ahora era diferente. 

Se acercó a ella lo suficiente como para cortar distancias y escuchar su respiración temerosa. 

— Entiendo. Pensabas escapar con mi hija, la princesa, y venderla como yegua en tu casa de placer. 

Los iris violetas de Daemon se mostraron feroces tal cual los orbes de un depredador acorralando a su presa. En ellos, Saera miraba furia, molestia, enojo... ¿y cómo no? Se trataba de su hija, su única hija, su princesita. 

— Por supuesto que no... no —Saera balbuceó de lo intimidante que era —. Nunca vendería la inocencia de la princesa Visenya. Le he jurado lealtad, su majestad. 

La última vez que Saera se acorraló como una presa y Daemon tomó el rol de depredador, salió mal. La joven retrocedió hasta dar con una mesa y se cubrió el rostro con ambos brazos lista para recibir cualquier golpe. 

— Mi amor —oyó una voz en otro idioma —. ¿Qué haces con la bastarda?

— Enseñándole una lección. —contestó el consorte. Saera abrió de una manera lenta los párpado y retiro los brazos de la cara suavemente —. Es estúpida.

Vio a Daemon recibir a su majestad en la entrada con un beso y las manos enlazadas en su cintura adornada con ese vestido color dorado y rojo. La reina, que pasaba sus dedos en las hebras platinadas de su esposo, no podía evitar parar el beso. Lo anhelaba el sentir sus labios. Lo ama, es su hombre y siempre ha de serlo. Y él, loco por su reina, la comía entera. 

Saera arrugó las cejas confundida. Pasó de ser una mujer de carne y hueso, ha ser un accesorio más del salón, porque ambos esposos no le importaba su presencia. Mucho menos cuando las delgadas y grandes manos de Daemon comenzaban a desnudar a su reina. 

La amante de Reyes [Daemon & Rhaenyra Targaryen]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora