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Ryunosuke

Fue verdaderamente fácil entrar en casa de Hernan.

Vivía en una pocilga al final de la calle que daba a lo que nosotros llamábamos, “El Coliseo”. Allí combatíamos a muerte como auténticos perros los unos contra los otros en peleas serias, observados por una multitud. Utilizábamos cualquier objeto punzante que tuviéramos a mano. En el Coliseo no había reglas, salvo una. Dos participaban, no estaba permitido detenerse hasta que uno cayera inconsciente por las heridas y los golpes o, en su defecto, cayera muerto.

Esa hubiera sido la mejor vía para llevar a cabo la matanza contra Hernan, si no fuera porque no pensaba pelear contra él. Iba a despedazarlo. Ni siquiera le iba a dar la oportunidad de defenderse, así que sería estúpido organizar una batalla en el Coliseo para tan poca mierda.

Había amanecido hacía relativamente poco. No había dormido nada esa noche, por supuesto. Había estado demasiado ocupado enterrando a Yaku y, luego, preparándome para la matanza. Si Hernan pensaba que esperaría más de unas horas para contraatacar, era un iluso. ¿Por qué esperar más cuando tenía la ventaja del asesino? Por lo que no me detuve ni un instante.

Anduve hasta la puerta delantera de su apartamento y miré la cerradura. Muy fácil de forzar. Retrocedí un poco y, en lugar de forzarla, le pegué una patada que la hizo temblar. El ruido del golpe se debió extender por toda la casa, poniendo a sobre aviso a su dueño. Oí perfectamente como alguien se movía dentro con histeria y el olor del pánico me llenó las fosas nasales.

Te tengo, maldito cerdo.

Me agaché despacio, sobre la cerradura y presioné sobre ella con los dedos. Introduje un alfiler hasta lo más hondo, sonando un “click” y, entonces, me aparté de la puerta con rapidez, alejándome de allí hasta la ventana más cercana, impulsándome hacía arriba en el alfeizar y dándole un empujón al cristal con sutileza, forzando con facilidad su mecanismo y adentrándome por ella en semejante pocilga, acabando en la cocina repleta de platos sucios, olor a comida pasada y llena de insectos nacidos de la basura. Caí sobre el mueble del fregadero, que apestaba y descendí hasta el suelo en silencio.

Atravesé la cocina limpiamente, con pasos sigilosos y sin hacer el menor ruido. La ropa que usaba a menudo era un incordio para semejante trabajo, pero el uniforme y las botas militares eran de gran ayuda para estos casos, aunque los usara en ocasiones contadas, para hacerme pasar por un militar, o en su defecto, utilizaba los pantalones de camuflaje para moverme con comodidad cuando amenazaba pelea. Como en ese momento.

Me apoyé en la pared y me asomé lentamente al pasillo que daba a la entrada. Sonreí. Tal y como había planeado, Hernan se había respaldado frente a la puerta al oír el golpe y el sonido de la cerradura al ser “forzada”, esperando que entrara por ahí para meterme un tiro con la pistola que llevaba en la mano. Fruncí el ceño. ¿De dónde la habría sacado? Yo no permitía el tráfico de armas en los barrios bajos. Quizás la abría robado a algún militar.

De todas formas, en el lugar a dónde iría cuando acabara con él no la necesitaría. Preparé el alambre de espinas, el mismo que había usado con Yaku, oxidado y afilado y di un paso al frente. Hernan no se percató de nada hasta que estuve a menos de un metro de él, hasta que con un movimiento rápido, le pasé el lazo mortífero del alambre por el cuello y tiré de él hacía atrás con brusquedad, clavándoselo en la piel hasta el fondo. Soltó un grito ahogado por la presión del alambre y las espinas clavando sin compasión en él, provocándole heridas no muy profundas, pero que lo matarían por la infección del óxido. La pistola cayó al suelo con un ruido sordo.

-Hola, Her. ¿Te acuerdas de mí? – él se llevó la mano al cuello, al alambre, rozándolo con los dedos. Su expresión se llenó de horror, pánico y dolor en cuanto adivinó que era aquello que lo estaba asfixiando. O quizás fuera por mi expresión de placer al verlo en mis brazos, a punto de ser asesinado. - ¿Cómo estás? ¿Cómo has pasado la noche? Un gatito blanco me ha dicho que últimamente estás disfrutando mucho con tus nuevos pasatiempos. Caza de maricas y caza de perritos. Los dos, víctimas tan inocentes como niños. Que malvado, Her. – tiré con más fuerza del alambre al notar como intentaba escapar, escurriéndose hacía el suelo. Tiré con tanta fuerza que su cabeza chocó contra mi pecho y sus piernas se doblaron, incapaces de mantener el equilibrio. – Y nadie se ha quejado todavía por tu caza indiscriminada y, si no te hubieras metido con la persona equivocada, nadie se hubiera molestado en intentar tomar represalias contra ti. Tu único pecado ha sido entrometerte en mi camino y por eso… vas a morir. – le susurré al oído y me separé de él, sin soltar el alambre, por supuesto. Tiré de él hacía atrás, obligándolo a ponerse en pie si no quería morir asfixiado y le obligué a seguir mis pasos torpemente hasta la asquerosa cocina.

De un empujón, lo senté en la única silla que se sostenía sobre las cuatro patas y con rapidez y eficacia, até el alambre al respaldo, con fuerza, haciendo que su cabeza permaneciera pegada a la silla, provocando que todas y cada una de las espinas se clavaran en su cuello hasta formar una delgada línea de sangre coagulada emanando de su cuello. Hernan tosió. Su cuerpo temblaba como una hoja y tenía los ojos abiertos como platos, rojizos por la presión. Pataleó débilmente antes de que me separara de él y, sonriendo al contemplar su terror, le pateé las rodillas con fuerza. Su cara se crispó en una mueca de intenso dolor y dejó de patalear.

-R-ryu… - murmuró, con voz gangosa y rota. Entrecerré los ojos y aplasté una de sus rodillas con las botas militares, hasta hacerla crujir débilmente. - ¡Agg! – gorgoteó.

-Esa boca asquerosa no tiene derecho a pronunciar mi nombre. – me agaché de cuclillas frente a él, retirando el pie de su rodilla y apoyé los brazos en las mía, mirándolo fijamente. – No tengo nada que hablar contigo. Ahora, me vas a contar en que mierda estabas pensando para meterte con mi gente y como mataste a mi perra ayer por la noche. Quiero saber todo lo que le hiciste, con todo lujo de detalles. Todo… - sonreí al detectar el temblor que se extendía a lo largo de su cuerpo, convulsionándose de pavor. – Porque voy a hacerte exactamente lo mismo que tú le has hecho a ella. – su temblor se incrementó. Empezó a sudar como un cerdo y a tartamudear. Los ojos se le aguaron de puro pánico. - ¿Y bien? Empieza…

-L-lo… l-lo-lo siento… - fruncí el ceño, cerrando los puños y haciendo crujir los nudillos.

-¿Te he pedido que supliques como una oveja a punto de ir al matadero? No me hagas repetirlo…

-P-por favor… por favor… - empezó a suplicar más alto. Ni siquiera se le entendía bien.

Me levanté del suelo, poco dispuesto a escuchar.

-¿No quieres hablar?

-Por… por favor… - me paseé por la apestosa cocina, buscando con la mirada hasta encontrar un cuchillo sucio, lleno de mugre, restos de comida pegado a su hoja afilada. Abrí el grifo y lo bañé en agua. Estaba tan sucio que los restos tardaron en deshacerse y desaparecer por el conducto hasta las cañerías.

-Pues si no quieres hablar, tendré que hacer uso de mi creatividad. Y no sé qué será peor. – pasé el dedo por la afilada hoja y caminé hasta él, que se revolvió. Su camiseta se llenó de sangre por el cuello herido, y no tardaría en desangrarse si seguía molestándome con sus patéticas súplicas. – Empecemos despacio. – él extendió una mano, moviéndola con histeria, subiendo el volumen de sus súplicas y, divertido por la ironía, le agarré la mano con fuerza, aplastándola. Sus dedos se movieron nerviosamente ante mi mirada fascinada por aquello se me estaba pasando por la cabeza. –…Cinco lobitos tiene la loba… - empecé a cantar, alzando el cuchillo frente a su cara.

-¡Aaahh, no, no, no! – gritó.

-Cinco lobitos detrás de la escoba… - empezó a llorar y a gritar, desesperado. Su pánico me hizo ensanchar la sonrisa cuando elegí el dedo meñique para sesgar. – Cinco crió, cinco parió…

-¡Por favor, por favor, por favor…! – apoyé la hoja afilada en el dedo, rozándolo y le dirigí una mirada llena de malicia a la víctima, riéndome en su rostro demacrado, salpicado de lágrimas.

-Y al menor de ellos, ¡El lobo devoró!

Mío para abandonar. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora