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JUNIO 

Primera semana

La academia está tan solo a media hora en coche de Berchtesgaden, en una de esas montañas que parecen sacadas de un cuento de hadas.

Es como si volviera a mi infancia. Antes de mudarnos a Toronto, papá, mamá y yo vivíamos aquí, casi rozando la frontera entre Alemania y Austria. Aún recuerdo los viajes en carretera a los mercadillos navideños en Salzburgo y Múnich con todas esas paraditas vendiendo todo tipo chocolates y Pretzels, el rubor en el rostro de mis padres después de beber Glühwein. 

Habría preferido volver a Alemania durante el invierno, la verdad.

Ahora, todo es diferente. Ni mamá ni papá están aquí y el paisaje ya no se cubre de un manto de color blanco, sino del color verde más vibrante que he visto jamás.

—Deberían habernos avisado que tendríamos que pasear por el campo para llegar a la academia —le digo a Simone, con la respiración entrecortada por la subida—. Se me van a romper las ruedas de la maleta con tanta piedrecita.

—Deja de quejarte, anda. —Simone tira de su propia maleta y se escucha un crac demasiado sospechoso, como si, efectivamente, algo acabara de romperse—. Disfruta del paisaje, Mia. Es increíble que vayamos a vivir aquí durante los próximos dos meses. Por fin podremos darnos un respiro de la ciudad, ¿eh?

Un respiro de la ciudad, dice. A mí me suena más a que vamos a estar completamente incomunicadas durante casi ocho semanas.

—Apenas tengo cobertura aquí. —Cuando inspiro con fuerza, noto como un aire mucho más limpio y fresco que el de Toronto me llena los pulmones. Casi había olvidado cómo era estar rodeada de naturaleza, completamente alejada de los laberintos de cemento—. Y mira a tu alrededor. Solo hay verde. Pastos y montañas y un montón de piedrecitas que se me clavan en la suela de los zapatos. ¿Dónde están los supermercados? ¿Y las carreteras?

—No te preocupes por eso, Mia. La academia cubrirá todas tus comidas, eso ya lo sabes.

Teniendo en cuenta lo delgadas que quieren que nos mantengamos como patinadoras, no me sorprendería nada que jugaran a matarnos de hambre, la verdad.

—¿Y si me baja la regla y no tengo ningún sitio en el que comprar compresas?

Simone pone los ojos en blanco.

—Si bajas la montaña, hay un valle con un pueblecito en el que encontrarás todo lo que necesites. Si hubieras investigado en Google Maps durante el trayecto en vez de estar con tus dibujitos de siempre, ya lo sabrías.

Siento que toda la sangre de mi cuerpo se acumula en mis mejillas. ¿Simone ha visto...?

—No son «dibujitos» —le digo, resistiéndome a cruzarme de brazos como una niña pequeña—. Son diseños que me gustaría llevar en las competiciones.

Sueños de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora