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No podía dormir. Vi a Leo desde la ventana. Salí para que ambos nos calmáramos. Tambaleaba ligeramente, sentado en la banca del patio, con una lata de energizante con alcohol a medio terminar. Su mirada se perdía entre el suelo y la noche.

—Déjame beber en paz —murmuró, con voz arrastrada, cada palabra cargada de resentimiento—. No quiero verte, no tengo energía para tus millones de preguntas, Emily.

—Las tengo, pero sé que no estás bien. Me importas, Leo. No quiero que nadie te lastime.

Eran las tres de la madrugada. El viento soplaba con fuerza, removiendo las hojas secas en el patio. Él estaba allí, atrapado en su insomnio, igual que yo, pero su enfado, evidente en su tono y postura, dejaba claro que estaba molesto conmigo.

—Somos unas criaturas horribles, tratando de ser normales, con estas marcas —soltó, alzando su muñeca para mostrar los dos onces grabados en su piel, profundas y ásperas, como un recordatorio de algo oscuro.

Me dolió que solo el alcohol lo empujara a abrirse de esa manera. Alcé la mano y acaricié su cabello oscuro, tratando de calmarlo.

—No digas eso. No somos asesinos. No somos como ellos.

Él cerró los ojos bajo mis caricias, pero no se relajó.

—Y ese cabrón de Héctor quiere que regreses allí, para destruirte la vida en un ritual y poseerte para siempre como una Cabeza Total —gruñó, su voz ronca y tensa—. Pero yo no quiero. Quiero que estés lejos de todo eso. Que ambos lo estemos, con nuestra familia.

Bajé la mirada, sintiendo la presión familiar de mi propia marca, una equis quemando en mi pecho como si me recordara que nada era tan simple.

—¿Por qué no me dijiste nada de este mundo? —susurré, dejando que mi mirada se perdiera en los árboles fuera de mi casa—. No hubiera permitido que estuvieras solo.

Leo apartó mi mano con brusquedad, como si mi contacto le quemara.

—Porque no dejaré que nadie maltrate a mi hermanita como lo hicieron conmigo.

Sus palabras golpearon mi pecho como un mazazo, dejándome sin aliento. Parpadeé, atrapada entre su embriaguez y su dolor.

—¿Cuántas latas llevas? —pregunté, extendiendo la mano para quitarle la bebida.

No me respondió.

—Mamá se va a enojar bastante si tomas mucho, ¿cuántas has tomado? —acelere su pregunta—. Leo, ¿vas a decirme?

Murió algo incomprensible, maldijo entre dientes y vació la lata de un trago, como si intentara callar al vacío que lo consumía.

—¿Ocho? No, espera... unas nueve, contando esta.

Arrojó la lata hacia mí con desgano. Rebotó suavemente en mi cuerpo antes de caer al suelo, vacía, inútil, como sus palabras.

—Cuando tomas eso, tu corazón se acelera y te pones agresivo —le recordé con voz temblorosa.

—¿Y qué importa? —se encogió de hombros, su mirada apagada—. ¿No ves que esta mierda...? —levantó la muñeca, mostrando las marcas— es lo que me hace ser este ser repugnante. Lo que me convierte en alguien... raro.

La tristeza en sus ojos me atravesó como un cuchillo.

—No eres raro. Eres único, como siempre me decías a mí. ¿Recuerdas? Me ponía a llorar por tener esto en mi piel y tú decías que era especial —dije, pero mi voz estaba rota, llena de la misma desesperanza que él—. ¿O crees en lo que dicen los demás?

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora