Capítulo 8: Interrogatorios

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La comisaría estaba en completo silencio. O al menos, la habitación en la que se encontraba Alfonso.

Era una estancia de paredes grises, con una mesa de madera en el centro y una pequeña ventana con rejas, por la que se filtraba una luz amarillenta. Sentados en unas sillas sencillas estaban Manuel y el inspector. Observándolos, al otro lado de una mampara de cristal, Ana y Juan.

Había pasado una semana desde que el FBI había capturado a Manuel. Según los informes, el presunto asesino había disparado a un agente y opuesto resistencia a la autoridad, lo que no hacía más que reafirmar las sospechas de Alfonso y Antonio.

–Ya sabe por qué está aquí, ¿no? –preguntó Alfonso, colocando una grabadora sobre la mesa.

Manuel no respondió. Mantuvo la mirada fija en sus manos esposadas. Tenía el

pelo revuelto y los ojos enrojecidos de no dormir.

–Está usted bajo sospecha. Creemos que puede ser el asesino de John Clark, trabajador del Proyecto Hydra.

Manuel se encogió de hombros. Alfonso suspiró; aquello iba a ser más difícil de lo que pensaba.

–¿Qué dice usted de esto? –inquirió el inspector.

–No puedo decir nada –respondió Manuel, sin apartar la vista de las esposas.

Alfonso se levantó lentamente y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación, con las manos entrelazadas en la espalda. Procuró aparentar tranquilidad; debía parecer que dominaba la situación, que la actitud de Manuel no lo sacaba de quicio.

–Tiene miedo –susurró Ana a Juan, al otro lado de la mampara–, por eso no dice nada.

–Está sudando y tiene un tic en el ojo derecho –confirmó Juan.

Alfonso lo escuchó por el auricular, y asintió para sí. Tenía que conseguir que Manuel se sintiese seguro para poder sonsacarle toda la información posible.

–Manuel, podemos hacer esto por las buenas o por las malas. Depende de ti –dijo Alfonso, levantando las manos.

–De ninguna de las dos maneras conseguirás que hable –replicó el sospechoso, mirándolo a los ojos.

–Ya veremos.

–Alfonso carraspeó y prosiguió–. ¿Dónde se encontraba usted la noche en la que John Clark fue encontrado muerto?

–En mi casa –contestó Manuel con total tranquilidad.

–Miente –decretó Ana, hablando por el micrófono.

–¿Está seguro? Mentir a un agente de policía es delito, señor Ramírez –insistió Alfonso.

A eso Manuel no respondió.

–Mire, tengo todo el tiempo del mundo. ¿Quiere que nos pasemos seis horas aquí dentro? Por mí de acuerdo. Es usted el que puede acabar con una multa si no ayuda a la investigación, o en la cárcel si descubrimos que es el culpable.

–¿Me estás amenazando? –Manuel se levantó de un salto, tirando la silla.

–Relájese.

–¡No me pienso relajar! ¡Y no pienso responder a tus estúpidas preguntas! ¡Déjame irme! ¡Yo no quería hacerlo!

Alfonso analizó su última frase, mientras Manuel embestía contra el cristal que los separaba de Ana y Juan, sin resultado. ¡Yo no quería hacerlo!, ¿era eso una afirmación de que él era el asesino?

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