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A diferencia del templado día anterior, ese día llovía a cántaros.

El cielo estaba más nublado de lo normal, la brisa era mayor y el ambiente estaba fresco y húmedo. Todo esto junto con el frío que obligaba al portador de pinceles cubrir sus manos con guantes.

Aunque era casi imposible pintar así, no alcanzaba a agarrar bien los pinceles, su pulso flaqueaba y sus pinceladas eran imprecisas. El entorno no ayudaba, no había nada interesante que pintar encerrado entre las paredes blancas de su aposento. Como si fuera poco, el clima también se le puso en contra.

Los colores del paisaje que se alcanzaba a ver desde su ventana se vieron opacados por una ola de grises, no había más que lluvia para pintar. Eso sin contar al pequeño minino que se paseaba por sus pies enredando su cola en su pierna derecha.

Estaba cansado de forzar la mente, era una pérdida de tiempo continuar jugando con el lienzo sin llegar a nada. Lo de la falta de inspiración era una mentira que se decía a sí mismo, en realidad no sabía pintar. No solo los garabatos hechos con pintura azul lo confirmaban, la poca voluntad también. Ni siquiera tenía ganas de aprender realmente.

Se levantó del pequeño banquillo de madera y retiró el lienzo del caballete para luego colocarlo dentro de un armario, junto con otros intentos fallidos. Caminó seguido por el pequeño gato negro hasta la cocina, donde encontró a Leonard preparando algo. Este se giró inmediatamente sintió su presencia.

—Buenas tardes, señor.

—¿Señor? ¿Qué soy?, ¿un viejo? Deja ya ese juego, tampoco soy un niño.

—Era divertido antes —Pasó de sonreír a echarle un vistazo a la vestimenta del joven, llevaba pantalón oscuro, un suéter a cuadros sobre una camisa blanca y un largo abrigo negro—. ¿Vas a salir?

—Sí, ¿enviaste lo que te pedí?

—Por su puesto.

—Bien, volveré más tarde. No dejes que Nero salga, podría resfriarse.

—¿Vas a salir así?, como puedes ver, está lloviendo.

—Para algo se hicieron los paraguas, Leonard.

Dicho esto, se envolvió una bufanda verde en el cuello, tomó una sombrilla del paragüero que descansaba a un costado de la puerta principal y salió.

Gracias al cielo no llovía tanto como antes, el agua no caía con tanta fuerza ni la brisa le pegaba tan fuerte en la cara. Acomodó su bufanda de manera que le cubriera los labios para evitar que se congelaran, metió su mano enguantada en el de su pantalón y caminó sin prisa por el camino de piedra.

Aunque para muchos era una estupidez considerarlo un olor, para él existía. Era uno de sus favoritos, el olor a lluvia.

El olor que desprendía el asfalto después de ser bañado por las desenfrenadas gotas que caían de las nubes, el aroma del césped mojado y la fragancia del... ¿Café?

De repente, su nariz enrojecida por el frío fue asaltada por el olor a café que provenía de alguna parte. Caminó a toda prisa para evitar perder el rastro y sin darse cuenta estaba frente a un establecimiento. El primer piso estaba prácticamente al descubierto, a penas la puerta, unas columnas de piedra y los grandes ventanales ocultaban su interior. Los siguientes dos pisos eran de ladrillo y se veían de lo más normal.

Vio el letrero de la fachada y se fijó en lo curioso del nombre. Caflería. Intentó pronunciarlo en su mente, pero no pudo ni siquiera asemejársele.

Tenía muchas ganas de entrar, y como toda persona "racional", haló la puerta que decía empuje.

Luego de reír por el error, abrió la puerta, la cual hizo sonar una pequeña campanita cuando entró. Cosa que él ignoraba dada su condición. Parado desde la puerta, a su derecha, se encontraban unas cuantas mesas redondas con cuatro sillas cada una. De frente a todas ellas, una repisa en la cual se exhibían diferentes postres, y detrás de esta las máquinas de café.

Se suponía que alguien debía estar allí ateniendo a los clientes, pero en vista de que no había nadie, dedujo que seguro estaba en el lugar al que guiase la puerta abierta al lado de las máquinas de cafés. Por otro lado, siguiendo el recorrido de frente se podía apreciar un pasillo que daba lugar a un espacio lleno de estantes repletos de libros. También había coloridos sillones y sobre ellos pequeñas repisas de libros que parecían estar flotando enganchadas a las paredes. Miró el techo, la iluminación amarillenta le daba un toque cálido al lugar.

Caminó directamente a uno de los estantes, tomó un libro y se sentó en una de las mesas de la esquina. Desde allí disfrutaba de una gran vista, dado que a su lado reposaba una ventana. Observó que la lluvia volvió a caer con fuerza y se centró en la lectura.

No pasaron ni cinco minutos en lo que tres ruidosas personas salieron del almacén y comenzaron a hablar mientras preparaban café, no parecían notar la presencia del chico, ni él la de ellos.

Se acomodó cada vez más perdiendo la noción del tiempo mientras leía.

De la nada se escuchó sonar la campanilla que anunciaba la entrada de alguien, una señora morena de baja estatura y pelo gris entró sonriente. Caminó hacia la barra y habló plácidamente con los otros chicos. Al parecer fue la única que notó al joven pelirrojo que se coló en su tienda. Se posó frente a él y le habló.

Al no lograr llamar la atención del chico, dio dos golpecitos a la mesa.

—Disculpe joven, para leer debe consumir un café antes.

Como él apartó la vista del libro y la posó sobre ella, creyó que la había escuchado, pero no fue así.

—Si no lo hace, tendré que pedirle que deje el libro en su lugar y se retire.

El hecho de no recibir respuesta comenzó a incomodarle.

—Es tan grosero. Le he dicho qué...

—¡Abuela!, por más que grites no puede escucharte, es sordo.

En realidad, si estaba siendo grosero, él le había entendido desde el principio, pues le era muy fácil leer los labios.

En ese momento él dirigió su vista sobre la chica que intervino. Café, libros y una chica entrometida, definitivamente ese se convertiría en su lugar favorito.




Notas muertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora