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La comparación de sus auriculares con gusanos no nació de la nada, pues como todo en el mundo, tiene un origen.

Hace varios años, antes de que fuera transferido a la escuela para sordos, pasó sus últimas semanas de clases en su antiguo colegio.

Al ver al niño tan triste, surgió la idea de que pasar tiempo a sus antiguos compañeros le haría sentir mejor, que sus amigos lo animarían y ayudarían a sobrellevar la carga. Parecía una buena idea para los adultos, el médico y la psicóloga infantil estaban de acuerdo, así que finalmente el abuelo cedió.

Algo que no tomaron en cuenta, fue que a veces los niños podían ser muy crueles.

Sin mucho ánimo, un pequeño Flynn de diez años caminaba por los pasillos de la escuela. Iba tarde, aunque no se molestó en correr. Si llegaba a tiempo o no, ya no le importaba. Según él, nadie notaría su ausencia.

Observaba a través de los ventanales que dejaban ver a los estudiantes dentro de las aulas. Vio el caos de siempre, el que los estudiantes hacían minutos antes de que llegara el maestro al aula. Había un par de chicos corriendo entre los pupitres, los movían para abrirse paso, toda la persecución parecía tan divertida que nadie notó que uno cayó al suelo. Una chica dibujaba en la pizarra, mientras otras tres reían al conversar sentadas sobre el escritorio del profesor.

Cada quien estaba en lo suyo, parecía una competencia para ver quién hiciera más ruido. Entonces, por un momento, el tiempo pareció detenerse ante sus ojos, y se preguntó si algún día volvería a escuchar ese caos.

Tiempo atrás, hubieras encontrado a Flynn sentado al final de la fila, leyendo. No con un libro o un cuaderno en las manos, sino, analizando partituras. Preparándose mentalmente para sus clases de piano de la tarde, odiando el bullicio que hacían sus compañeros, que no le permitían concentrarse.

Pero ahora era diferente. Estaba ahí, de pie, frente a la puerta. Añorando esos momentos.

Extrañando el ruido que hacía la madera de un pupitre al chocar contra el suelo; el chillido de la tiza al ser apoyada con fuerza sobre la pizarra; el sonido de una risa tan particular que despertara esas ganas de reír dentro de ti.

Sin darse cuenta, el ruido cesó y ahora todos estaban en silencio. Sentados en orden, mirando en su dirección con curiosidad. Le pareció raro, odiaba esas miradas juzgonas. Por un momento se sintió sofocado, como si el aire le faltara y su corazón amenazara con salírsele del pecho.

Quiso dar vuelta atrás y salir corriendo, pero al dar el primer paso, su espalda chocó con algo rígido. Miró atrás sin darse la vuelta por completo. Eran las manos de la maestra, que al verlo le sonreía. Con una mano sobre su hombro, le impulsó a entrar al aula.

—Buenos días, niños —la mujer de apariencia agradable saludó a los estudiantes.

—Buenos días, maestra Fe —dijeron al unísono.

Flynn frunció el ceño, extrañado. Para él, en el aula ya no quedaban estudiantes. Estos habían sido reemplazados por un grupo de mimos. Sí, mimos que solo movían la boca sin decir nada.

—Hoy tenemos de vuelta a su compañero Flynn, que como ya saben ha estado ausente unos meses porque sufrió un accidente. Digan "hola" a Flynn.


—¡Hola Flynn! —Gritaron todos en una sola voz.

El dueño del nombre ni pestañeó. Ante los ojos del pequeño, ahora la maestra era un director de orquesta, que en lugar de músicos, dirigía mimos. Sí, ¡mimos!

—Como pueden notar, los oídos de Flynn aún no sanan por completo —señaló las orejas del niño que, tras varias operaciones, continuaban vendadas—. Por eso nos comunicaremos con él mediante esta libreta —mostró una gran libreta verde.

Notas muertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora