7 Aretes de la amistad

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Recuerdo una vez en el metro, en que un hombre se movió hacia la puerta para

bajarse en la siguiente estación. Mientras se movía en mi dirección, me miró fijamente

a los ojos. Y en una voz tan alta que logró ahogar la música que salía de mis audífonos y

que hizo que sus palabras llegaran a todas las personas que nos rodeaban, me dijo:

Usted es muy bella, mademoiselle.

Me puse, me imagino, más roja que un gazpacho en un set de Almodóvar. Le

sonreí una sonrisa tímida, como si me hubiera lanzado una propuesta amorosa y yo

fuera una quinceañera. Y un instante después se bajó del metro. Y entonces me di

cuenta como todas las personas del metro me miraban. ¿Quién es esa demoiselle que

se ganó tal cumplido, tan en voz alta, tan en público, tan de la nada? Todos me

miraban. Especialmente las mujeres.

Las mujeres podemos ser una raza extraña. Envidiosas de cualquier belleza

ajena, como si por el hecho de que hubieran otras mujeres lindas en el mundo, tu

dejarías de serlo. Todas me miraban, como si en ese momento mi nueva resolución se

hubiera vuelto, como por arte de magia, correr con poca ropa tras sus maridos y

novios. Mujeres de todas las edades, tamaños y estilos me miraban. Yo estaba más roja

que ese gazpacho. Unas tan solo con ojos de curiosidad, otras de comparación y

análisis, otras con cara de pocos amigos, incluso una señora que me puso un gesto de

"¿Tú? Para nada..."

Gracias a la vida que tan solo me faltaba una estación para bajarme del metro.

Salí volando del vagón, libre al fin de las miradas que juzgan y miden.

Pensé mucho esa tarde en como somos las mujeres. ¿Cuántas veces no hemos

escuchado que quienes juzgan más duro a una mujer son otras mujeres? ¿Por qué

pueden ser tan complicadas las relaciones entre mujeres? ¿De dónde viene ese instinto

de competitividad? ¿Por qué, tantas veces, somos entre nosotras enemigas?

Recuerdo mucho los años en los que iba a las discotecas en mi ciudad, al norte

de México. Lo que más odiaba era ir al baño. Y no era necesariamente por las largas

filas, o lo sucios que podían estar los baños a cierta hora de la madrugada, o la odisea

que es para nosotras ir al baño. Era porque una vez frente al espejo, iniciaba un desfile

de rostros fruncidos, narices altas y bocas apretadas en señal de pedantería con los

cuales unas mujeres trataban de mostrarles a las otras lo mejores que eran, lo poco que

les importaba su presencia ridícula, y quítate que voy a pasar.

¿Por qué se dice tanto que una mujer se viste para las otras mujeres, más que

para los hombres? ¿Por qué, si de por si no es sencillo ser mujer, nos hacemos las cosas

más complicadas entre nosotras? ¿Por qué somos las primeras en soltar insultos como

“zorra” o peores?

¿Quién nos dijo que teníamos que estar constantemente criticando,

comparando, envidiando, clasificando, monitoreando y juzgando a las demás? ¿Es que

acaso tenemos miedo de que otras nos roben algo? ¿De qué otras lleguen más alto que

nosotras? ¿De qué otras reciban más piropos?

¡Cuánto destruye a la belleza de una mujer el vivir enemistándose con otras

mujeres! ¡Cuánto destruye nuestro encanto el vivir celando, envidiando, comparando,

juzgando! ¡Qué emociones tan tristes dejamos que pinten nuestra alma tan solo por

tener miedo!

Vivimos en un mundo de abundancia. Ni la suerte, ni los frutos del trabajo y el

esfuerzo, ni la belleza, ni el amor, ni el encanto, ni nada, tiene limite. La vida que lleva

otra mujer no afectará la manera en que nosotras podremos llevar la nuestra. Su suerte

no disminuye la nuestra. Su mala suerte no agranda nuestra buena suerte.

Si por siglos el mundo nos ha juzgado por nuestra apariencia física, y debido a

eso otras mujeres bonitas nos hacen sentirnos amenazadas, entonces es tiempo de que

dejemos de aceptar ser juzgadas por cómo nos vemos. Y eso se logra empezando por no

juzgarse de la misma manera a una misma, y a las mujeres que nos rodean. No

propaguemos nosotras mismas, lo que la sociedad por siglos ha hecho con nosotras.

Liberémonos de todos los juicios para por fin aceptar la belleza en nosotros y en todas

las mujeres que nos rodean. Nos pertenece a todas. Y el triunfo de una tan solo se suma

a la grandeza de nuestro género.

Esta vez, frente al espejo, suavicemos nuestro rostro. Llenemos nuestra boca de

sonrisas. Recordemos que estamos todas pintadas en este mismo cuadro que es la vida.

Juntas hacemos el jardín más hermoso de la Tierra.

Aquel día del metro, también pensé en mis amigas. En esas noches de risas a

todo volumen y de recuentos de anécdotas. En el apoyo, las sonrisas, los ánimos, la

admiración mutua. En la vibra deliciosa que se forma en un círculo de mujeres que no

se están atacando. Pensé sobre todo en esos largos momentos de risas en los que los

ojos te brillan más al mirar los otros ojos luminosos de risa, y en que las carcajadas son

más sabrosas porque están acompañadas. Pensé en lo ligera que se siente el alma en

esos momentos. Pensé en lo bella y misteriosa que es la amistad entre mujeres, cuando

es sincera.

Si la amistad no es posible con cualquier persona que cruce por tu vida, eso es

comprensible. Pero dejar que los miedos que hemos adoptado y que nos han

alimentado nos vuelvan nuestras propias enemigas es insensato. Dejar que el miedo

nos retuerza el rostro en un aire de desdén y nos llene la boca de palabras negativas es

insensato. Sentir que tienes lo que sueñas o que eres quien sueñas gracias a que las

otras no lo tienen o no lo son, es simplemente tonto.

Somos espejos. Y el enemistarte con los otros no logra otra cosa que convertirte

en tu peor enemigo.

Somos espejos. Mejor encontremos en los otros todo lo que admiramos de ellos,

todo su valor, toda su belleza, toda su grandeza. Y entonces será eso lo que nosotros le

reflejemos al mundo.

Mujeres De Aretes Largos (by Elena Sofía Zambrano)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora