2: La Primigenia

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En el mundo existen rincones perdidos en donde la luz jamás parece iluminar la oscuridad

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En el mundo existen rincones perdidos en donde la luz jamás parece iluminar la oscuridad.

Y Dunkel era la prueba viviente de esto.

Conocido como el pueblo en donde nunca amanecía, era un sitio de cielos grises, con intensas lluvias todo el año, tormentas eléctricas capaces de matar a cualquiera que no se resguardara a tiempo y temperaturas que podían descender a grados mortales durante las ligeras nevadas que caían cuando el invierno estaba a la vuelta de la esquina, justo como ahora.

Nadie iba a ese maldito pueblo de mala muerte por gusto, puesto que lo rodeaba una tétrica leyenda sobre la quema de hechiceros oscuros para realizar rituales de invocación de demonios del Necroverso; en realidad, los campos secos con restos de estacas de madera chamuscada eran la prueba irrefutable de que no solo se trataba de un cuento para espantar niños, y esto era algo que el hombre que acababa de bajar de una limusina negra sabía muy bien.

Se trataba de un hombre de poca estatura, regordete y que caminaba apoyando todo el lado derecho de su cuerpo en un grueso bastón de caoba oscura, arrastrando el lado izquierdo con pesadez debido a una afección que lo dejó paralizado. Visitó una enorme cantidad de médicos de todos los campos, desde los más apegados a la ciencia, hasta aquellos que creían en remedios naturales y las fuerzas del universo. Siempre obtenía la misma conclusión:

«Es incurable y parece estar expandiéndose. Pronto paralizará su corazón también».

«Morirá, lo presiento».

Muerte, siempre era muerte. Pero este hombre, Albert Frederickson, no era una persona común y tampoco su afección. No, esta era una maldición, producto de algo llamado magia. Magia oscura. Y solo había alguien que podía ayudarlo en esta precaria situación.

Arribó a los terrenos de una muy antigua casona con un particular estilo de la época de 1700. La construcción acaparaba todo un amplio terreno, teniendo frente a la fachada un jardín repleto de altos árboles que ocultaban un sendero de piedra y, a los costados, espesos arbustos que parecían tintados de gris y adornados con lycoris radiata que hacían un bizarro contraste con la sobriedad del ambiente.

Atravesó unos altos portones de hierro negro que ya estaban abiertos, como si estuviesen esperando su visita. Sin embargo, al poner un pie dentro de esas tierras ajenas, fue recorrido de punta a punta por un escalofrío. Conocía bien esta sensación, la avasallante presencia de la magia oscura recorriendo sus extremidades como un parásito buscando alimento.

«Una barrera», dedujo para sí. Quien sea que habitaba dentro, ya sabía que estaba aquí junto con sus acompañantes.

—No tiene caso ocultarse, muchachos —dijo Frederickson, seguido de un suspiro—. La bruja ya sintió que estamos aquí.

Su sombra en el suelo de gravilla se dividió y de esta salieron dos altas figuras portando túnicas grises. Se quitaron las capuchas que cubrían sus rostros y revelaron a dos hombres de aspecto rudo, con cicatrices en sus caras, unos particulares ojos que brillaban de color índigo y cuyos párpados estaban rodeados de cenizas. Eran hechiceros oscuros.

Inefables: AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora