Egoísta

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Besar a Neill me abrió la puerta de un camino diferente al que me había enfrascado a recorrer. Me dio esperanzas de que podía tener una vida lejos de las mentiras que me creaba en mi cabeza.

Lejos de Ansel.

Pero aun así, no podía evitar sentir que estaba traicionando a uno con otro. Quería realmente, desesperadamente, ser feliz con alguien a mi lado, con alguien que me viera bonita, que creyera que era lo mejor que le había pasado en su vida.

¿Pero que obtenía a cambio? Nada.

Debí darme por vencida con Ansel hacía mucho tiempo, lo sé, pero en mi seguía esa pequeña chispa de esperanza esperando por él. Y no quería apagarla por nada del mundo.

La última vez que me plantee cortar de tajo mis sentimientos, fue cuando salimos a un museo en la ciudad. Recordaba ese día con exactitud, y no por él.

Aquel día, mientras caminábamos por Alameda central, un parque ubicado a un costado del Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, bastante conocido por su maravillosa vista arquitectónica, rodeado de una serie de increíbles esculturas y relieves de diferentes artistas.

Fue entonces cuando un ángel golpeó mi flacucho cuerpo. Una hermosa chica de cabellos cobrizos chocó conmigo justo cuando iba a cruzar la avenida, tan solo un par de pasos tras Ansel.

Afortunadamente, no fui a dar al suelo, porque ella me había tomado en sus brazos. Desafortunadamente, para ella, los papeles que llevaba en las manos se regaron en el suelo.

Mientras me sostenía, observé su encantador rostro. Decir que era un ángel parecía poco ante su hermoso rostro; quizás era alguna representación divina que se había escapado de la catedral a unas cuadras.

Aunque jamás hubiese entrado, sin duda, si ella estuviera decorando aquella vieja catedral, acudiría todos los domingos a misa.

Jamás olvidaría su rostro, con la piel tan lisa y pura como el mármol; sus cabellos ondulados bailaban por su rostro como una magnífica melena de fuego. Sus hermosos ojos verdes eran como dos esmeraldas pulidas muy brillantes, con labios rojos como el carmín, unas cejas bien definidas y largas pestañas cobrizas a juego con su cabello.

Y su voz, oh, dioses, su voz era como el canto de pajarillos en un amanecer. Con tan hermosa melodía, se disculpó, palmeando mi cuerpo en búsqueda de posibles heridas.

En cualquier otro momento hubiera estado enfadada, asqueada o perturbada, sin embargo, estaba más que embelesada por ella.

—Me temo que debo pedirte otra disculpa—dijo con nerviosismo.

Mordisqueo su labio inferior y luego abrió los ojos de par en par al ver que algunas de sus hojas comenzaban a volar.

Rápidamente corrimos tras varias y le ayude a juntar los documentos. Lucía demasiado apresurada así que no dije nada que pudiera retardarla. Aunque de haber querido seguro ni hubiese podido.

Los diálogos con extraños siempre eran difíciles.

—¡Gracias!—gritó con entusiasmo, sacudiendo una mano para despedirse, mientras emprendía una carrera para entrar a la estación del metro.

Y fue así como me enamoré de una desconocida.

Después volví a centrar mi atención en Ansel, quien había cruzado la avenida sin siquiera percatarse de mi ausencia.

Corrí entre los autos detenidos y avanzamos al interior del museo al que nos dirigíamos.

Algo que solíamos tener en común, era nuestro fanatismo sobre la Segunda Guerra Mundial, lo cruel y despiadado que fue, y todos los misterios que lo rodeaban.

Completa Extraña [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora