IV - Ojo de bife

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A la siguiente noche.



—¿Alejarse de mí? —le preguntó al hombre.

—Esa fue tu peor idea, el peor consejo. Para ti claro, tu hijo igual querrá que me lo coma, es muy caliente por dentro.

El hombre lloró. Sollozaba con la vista perdida entre los tablones del suelo.

—Puedo pagarte lo que sea, que se queden ustedes con el negocio, no me importa, solo déjame ir —rogaba con las manos atadas.

—Por culpa de tus cuerdas vocales ahora no llegaras a la tasca, más nunca tomarás vino y menos estarás cerca de él, es completamente mío.

—Me iré lejos de aquí. No me importa dejarlo solo, está enfermo, igual que tú.

—¿Enfermos?

No gritó. No lloró. No sufrió.

Sus dientes estaban perfectos. Los sacó haciendo palanca con una lámina de plomo, de esas que usaban para canalizar el agua del pueblo.

—Enfermos —se dijo mientras rió.

Las hembras pueden amar a los machos con libertad en las madrigueras.

Pero son enfermos los conejos machos que quieren a otros machos. Los quemaban en la plaza del pueblo, en nombre de Dios.

Este era viejo. Su carne no era buena, no era gustosa y el marmoleado no era el adecuado, se perdía con la vejez.

Sabía que el pueblo exparciría rumores.

"Hay una bestia en el pueblo"

"Murió el dueño del viñedo"

"Está desaparecido el padre del tasquero"

Sucios rumores. Mentiras. Enfermos.

Cortó la piel del cráneo separándola en dos láminas. Luego separó el tejido desde la frente hasta la nuca. El hueso quedó expuesto, las venas se rompían con facilidad al despegar la piel.

Coágulos de sangre cayeron al piso.

Quería una decoración para su ventana. Una blanca y conservada calavera.

Antes de abrir el cuello observó la herida que le transformó en cadáver. Una incisión que lo silenció de golpe por la sangre que se filtraba a sus pulmones.

Tan inútiles, fáciles de matar. Pequeños e insignificantes conejos.

CARNE BL +18Donde viven las historias. Descúbrelo ahora