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Inhalaba y exhalaba, cada vez con más dificultad, el aire entraba a sus pulmones con fuerza, pero su cuerpo parecía no querer retener el oxígeno, se sentía terriblemente exhausto y fastidiado, sus piernas dolían al igual que su espalda, estaba seguro de sentir dolor en lugares donde no tenía ni idea de que se podía sentir dolor. Tenía hambre y sed, solo quería que ese día de mierda terminara. Había caminado durante algunas horas, repasando en su cabeza una y otra vez la cadena de sucesos que lo habían llevado hasta aquella desastrosa situación.

Sergio era un joven entusiasta de 23 años, recién graduado de la licenciatura de arquitectura, un chico optimista, ambicioso, con ánimo y deseos de conocer el mundo. Lo había planeado meticulosamente para después de su graduación, se tomaría un par de meses para viajar, para recorrer países lejos del suyo antes de aventarse al salvaje mundo laboral que lentamente terminaría por consumir su alma, o bueno, eso era lo que se decía. Con seguridad, convicción y los ahorros en los que había invertido parte de sus años de estudiante, cogió una mochila, su pasaporte y compró un boleto de avión que le llevaría al otro lado del océano atlántico, sería un bohemio, un trotamundos, un joven mochilero mexicano emprendiendo una aventura europea. Recorrería España, Francia, Alemania y Países Bajos, ahorrando tanto como se pudiera, pero disfrutando y aprendiendo tanto como le fuese posible acerca de la arquitectura clásica y moderna del viejo continente. Lo tenía organizado todo perfectamente en su mente, incluso, se había dado a la tarea de escribir un diario en el que registraría todas y cada una de sus aventuras. Sería perfecto, aunque claro, había algo con lo que Sergio no contaba: el destino.

Era su tercera semana de viaje, se encontraba en la provincia de Marsella en Francia, recién había llegado de España. La ruta era continuar desde ahí hacia París, donde abordaría un tren que le llevaría a Berlín. Todo estaba resultando maravilloso, los paisajes, las ciudades, los recorridos turísticos que le habían llevado a contemplar desde antiguas construcciones hasta modernas y audaces creaciones arquitectónicas. Ver en los muros, las puertas, columnas y hasta en las vigas, el arte y el diseño, el trabajo artesanal y el industrial, los testigos y las obras de las maravillas que la creatividad humana podía construir. El sueño de un arquitecto, el viaje perfecto, hasta que claro, la vida decidió escupirle en  la cara y reírse de él a carcajadas. Se encontraba en la playa, caminando por el muelle y haciendo algunas fotografías con la vieja cámara reflex análoga que su padre le había regalado hace un par de años, si, el hombre era un purista y nada en el mundo podría hacerle cambiar de opinión acerca de que las fotografías de película de 35mm eran mil veces mejor que las digitales; mientras él encuadraba, enfocaba y disparaba, se distrajo, un descuido de apenas un par de minutos, pero suficientes para que un atrevido carterista se tomara el tiempo de hurgar en su mochila y robarle billetera, teléfono móvil, pasaporte y hasta los imanes para refrigerador que había comprado como obsequios para su madre. En tan solo un parpadeo, aquel ladrón le había dejado sin recursos en un país extraño y muy, muy lejos de casa.

Y es así como terminó caminando a la orilla de una carretera interestatal, sin dinero, sin poder comunicarse y sin documentos que acreditaran su identidad. La rabia lo consumía, al igual que la tristeza y la decepción, eso había sido todo, hasta ahí había llegado su extraordinaria aventura, ahora tenía que buscar la manera de llegar a París, necesitaba ir al consulado mexicano para poder recibir ayuda, para poder comunicarse con su familia y así regresar a casa. Tenía inmensas ganas de llorar, todo su esfuerzo, todas sus ilusiones, todo mandado al carajo en tan solo un momento de distracción. Cada diez pasos giraba sobre sus talones y extendía su brazo levantando el dedo pulgar a la espera de que alguna alma bondadosa se apiadara de él y le llevase lo más cerca posible de la capital francesa, pero eso simplemente no ocurría.

Pasaban de las 9:00 p.m. las luces de las farolas eran escasas, la noche había dejado caer su espeso manto salpicado de millones de estrellas. Max conducía la vieja Jeep de su papá, una camioneta todo terreno que, aunque no era de un modelo reciente, era tan eficiente y segura como para recorrer Europa de ida y vuelta y sin fallar. Manejaba atento a la carretera, escuchando música y dando pequeños sorbos al vaso de café que acababa de comprar. Frente a él, el cielo se exhibía inmensamente hermoso, las estrellas brillaban con fuerza, como si intencionalmente quisieran alumbrar el camino que carecía de faroles con luz artificial, era simplemente bello.

El mejor de mis viajesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora