X

985 154 129
                                    

"Look at the stars, look how they shine for you...and everything you do..."


El manto nocturno que cubría Milton Keynes lucía enteramente salpicado de estrellas, despejado de cualquier nube, impoluto y brillante, exhibiendo con majestuosidad cada constelación, chispas de luz que variaban de tamaño y de intensidad. Un cielo como este no podía apreciarse en una ciudad grande como lo era Londres, con tanta contaminación de luz que hacía competencia con el mismo cielo, era imposible. Keynes era aún un suburbio, era centro de varias empresas de tecnología, pero aún mantenía la austeridad de un pueblo pequeño. Aún conservaba gran cantidad de áreas verdes y la mancha urbana era bastante pequeña, los espacios residenciales no superaban las veinte casas por manzana. Era un lugar bastante pacífico y familiar, lo más escandaloso que sucedía en ese lugar era el sonido de los motores de los monoplazas en prueba de Red Bull Racing, fuera de eso, era casi como un pequeño centro de retiro. Max había llegado ahí hacía ya algunos años, cuando comenzó a trabajar en la escudería. Su casa era pequeña, muy acogedora, con todo el estilo de los viejos pueblitos europeos, con los muros de piedra y los techos con parte aguas, aunque con un toque moderno con las amplias ventanas. El belga se había encargado de darle un toque hogareño, cuidando siempre del pequeño jardín que había al frente, adecuando los interiores para que Jimmy y Sassy estuviesen cómodos, ambos gatos ya estaban viejitos, así que cada vez tenían más y diferentes necesidades. Cuando llegó, la casa ya estaba amueblada, así que él solo se ocupó de los detalles que le daban más sentido de pertenencia, como el montonal de macetas desperdigadas por aquí y por allá, los estantes con libros, la colección de cafeteras, los frasquitos de mil y un tamaños con especias acomodados en la barra de la cocina, las fotografías expuestas en cada una de las habitaciones, incluso había destinado un pequeño espacio para su zona gamer, con un escritorio, una pc, dos pantallas y una silla ridículamente cómoda y cara, como si de verdad el hombre fuese un profesional en ese rubro. Todo ese espacio gritaba que era de él, que esa era la casa de Max Verstappen, pero hacía ya algún tiempo que eso había comenzado a cambiar. De repente había más ropa en el armario, otro cepillo de dientes en el lavabo del baño, un creciente número de tazas de distintos colores y tamaños llenando las estanterías, así como imanes rellenando la puerta del refrigerador, el número de fotografías en las paredes aumentó considerablemente, incluso, había instalado una barra de madera a todo lo largo de un pasillo donde amontonaba marcos y marcos de fotografías en distintos formatos, chicos, grandes, cuadrados, rectangulares, uno recargado en el otro, y todos tenían algo en común: todas eran fotografías de viajes que, en su mayoría, mostraban a dos hombres que sonreían inmensamente felices hacia la cámara. Había fotos de ellos en Guadalajara con la familia de Checo, fotos con sus amigos Charles y Carlos, algunas de sus respectivos trabajos, y, por supuesto, las fotografías de París, aquellas que Sergio había tomado con su vieja cámara y que Max había conservado como si fuesen el tesoro más valioso de Europa. Todas esas fotos contaban una historia, una que continuaba escribiéndose día a día.

Sergio observaba al cielo desde el ventanal de la recámara en la casa de Max, estar ahí ya era tan normal para él como estar en su propia casa, no pasaba todo el tiempo ahí, pero si el suficiente como para que los vecinos ya le reconocieran. Habían pasado dos años desde que Max y él habían dado el paso hacia esta relación, dos años que habían transcurrido demasiado rápido y que, habría que admitirlo, no habían sido fáciles. Checo procuraba pasar tanto tiempo como le fuese posible con Max, pero los constantes viajes que ambos hacían, volvían la tarea casi una misión imposible, aún así, ellos habían encontrado la manera de hacerlo funcionar, porque no importaba a cuántos kilómetros estuviesen de distancia, sabían que al final, volverían a estar juntos y nada más importaba. Así había sido, claro, hasta este último mes.

Checo miraba al cielo, a las estrellas, las mismas que habían sido testigos y cómplices desde el principio. Desde hacía semanas una terrible inquietud había comenzado a anidarse e su pecho y es que, algo en Max había cambiado. Algo en su actitud estaba mal y para Checo no pasó desapercibido, de repente y sin aviso le había sentido distanciarse, alejarse poco a poco hasta el punto de ignorar sus llamadas o terminar éstas con apenas un par de minutos de conversación. Quiso conservar la calma, él estaba seguro de que Max le amaba, confiaba en él, en verdad que lo hacía, pero la molesta sensación cada vez cobraba más fuerza en su pecho, y es que, desde hacía casi seis semanas no lo veía. No era extraño que pasaran períodos largos separados, pero jamás había sido tanto y más aún, jamás perdían la comunicación, siempre estaban al tanto de cómo estaban el uno y el otro. Comenzó a cuestionarse, a sobre pensar, repasando las últimas conversaciones que habían tenido para analizar si había dejado pasar algo que le indicara el porqué de ese alejamiento. Pensamientos intrusivos le atacaron sin piedad, martilleando con rudeza hasta el punto de hacer un hoyo por el que se filtró la peor de las ideas: Max lo iba a dejar.

El mejor de mis viajesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora