IV

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Hemingway decía que solo hay dos lugares en el mundo para ser felices: en casa y en París, Sergio habría dudado de esa afirmación si no fuera porque en ese preciso instante sentía una felicidad inmensa, tanto así que había olvidado por completo la cadena de sucesos que le habían llevado hasta ese punto.

El momento y el día no podían ser mejores, el clima era cálido, agradable, el viento refrescante corría y jugaba con sus cabellos, algo que no era molesto, al contrario, le daba una sensación de libertad completamente nueva para él. París era enorme, una metrópoli gigantesca que podría tragarse a cualquiera, pero algo le decía que quien fuese que cayese en esas fauces, lo haría completamente feliz. Durante todo el tiempo que estuvieron en el Arco del Triunfo, Max le sostuvo de la mano, un gesto que parecía tan natural, tan cómodo, tan confortante. El mexicano no estaba seguro de cuál era la razón por la que aquel chico le sujetaba de esa manera y tampoco quiso preguntar, tuvo miedo de que pudiese contestarle que solo era una medida de rastreo para no perderse el uno al otro y no el gesto romántico con el que él tontamente se estaba ilusionando. Bajaron de ahí con algo de fatiga y bastante hambre, Max le había advertido que caminarían mucho, pero jamás mencionó la titánica tarea de subir escalones como si fuese una penitencia, el chico no tardó en encontrar un puesto callejero donde pudieron comprar las tradicionales crepas y chocolate caliente.

Con los estómagos llenos y los niveles de azúcar hasta el cielo, continuaron con su recorrido. Max llevó a Checo de un lado a otro, ya sea en metro, en bus o caminando. Visitaron la ópera de París, Moulin Rouge, el panteón donde pudieron visitar la tumba de Jim Morrison y la de Drácula, si, efectivamente, la tumba de Drácula en un escenario tan dramático y gótico que por breves momentos le permitió ver a las musas que inspiraban a tantos y tantos novelistas. El día avanzaba demasiado rápido para el gusto del mexicano y finalmente, para mitad de la tarde, Max lo guio a través de las calles parisinas hacia el punto más icónico de la ciudad y quizás de la misma Francia, la Torre Eiffel.

Desde la distancia pudo verla, imponente, creciendo más y más a cada paso que se acercaban, Sergio conocía muy bien la historia de la torre, aquella era un objeto de estudio casi obligado para su carrera, un monumento construido para celebrar el centenario de una ciudad, una estructura que sería temporal y que terminó convirtiéndose en símbolo nacional. Un homenaje a la revolución industrial, al desarrollo y al crecimiento, a la innovación y al progreso, una construcción de la cual sus creadores jamás pudieron imaginar su impacto en la sociedad. Cuando llegaron había una cantidad considerable de gente, las filas para abordar los ascensores ubicados en cada una de las cuatro columnas de la base, eran enormes y la fila para comprar los boletos, lo era aún más. Estuvieron esperando por mucho tiempo para poder subir, tanto como para seguir conociéndose. Max le había platicado a Sergio que había nacido en Bélgica, pero que gran parte de su infancia la vivió en Países Bajos, de donde eran originarios sus padres; le había contado que tenía una hermana menor, que sus padres se habían divorciado cuando él aún era un adolescente y que eso había sido algo muy difícil para él. Al principio esa separación no había sido de lo más agradable, su padre se había ido de casa y se había mudado a Francia, lo que había hecho que él y su hermana viajaran constantemente de un país a otro para pasar tiempo con cada uno de sus padres. En algún momento se adaptaron al cambio y él pudo ver las oportunidades que vinieron con ello. Ahora era un universitario en París, estudiaba algo que le apasionaba, su relación con su familia había mejorado y mucho, tenía un trabajo de medio tiempo y estaba en busca de hacer sus prácticas en alguna escudería de carreras de autos. Sergio le escuchaba atento, haciéndose imágenes mentales con los detalles que el rubio iba revelando, incluso pudo imaginar a los dos gatos que Max había mencionado que había adoptado.

Con lo amena que era la conversación, las filas parecieron más cortas de lo que realmente eran, para cuando se dieron cuenta, ya estaban en las puertas del ascensor en la esquina norte de la torre. Como ganado hacia el corral, el montón de gente abordó aquella caja metálica, era tal la manera en que se tenían que compactar que, de alguna manera, terminaron casi abrazados, con Max pasando los brazos a los costados de Sergio, sujetándose con las manos a una baranda que pasaba a espaldas del mexicano. Éste último lo sintió tan cerca que estuvo seguro de poder escuchar los latidos de su corazón y se preguntó si Max podría escuchar también los suyos. En un imprudente impulso, Sergio levantó la mirada, encontrándose de pronto con la de Max, y, como si alguien hubiese presionado el botón de mute, de repente todo a su alrededor se silenció, era como si no existiese nadie más, o como si estuviesen tan alejados que ningún otro ruido más que el de sus latidos era perceptible para ellos dos. Se veían fijamente uno al otro, sin decir nada, inconscientemente acompasando la manera en que respiraban, la tensión era palpable, así como el calor que parecía ir en aumento entre sus cuepos. Sin poder evitarlo, la mirada de Sergio bajó lentamente hasta posarse en los labios de Max, unos labios rosas, carnosos, que lucían tan apetecibles como la más jugosa de las manzanas, Checo tragó en seco, tratando de contener el impulso de ir directo a ellos y probarlos. Este gesto no pasó desapercibido por Max, quien siguió atentamente el recorrido de aquella atrevida mirada, sus labios se separaron para poder decir algo, pero justo en ese instante, de la manera más inoportuna posible, el ascensor se detuvo de manera abrupta, haciendo que todos los pasajeros se mecieran ante la pérdida de equilibrio. Checo terminó estampándose contra el pecho de Max, quien pudo amortiguar cualquier posible caída de ambos. Rápidamente y sin dar oportunidad a nada, regresaron a la realidad, el sonido metálico de las puertas al abrirse y el creciente murmullo de las personas a su alrededor, terminaron por enterrar el momento. Sin decir más nada, salieron de ahí para comenzar su recorrido. Se encontraban en la parte más alta de la torre, desde ahí, podían ver la ciudad entera, el sol estaba terminando de ocultarse y bajo el cielo crepuscular, pudieron ver cómo poco a poco las millones de luces se iban encendiendo, era como si el cielo estrellado que habían visto la noche anterior ahora estuviese a sus pies, atravesado por la larguísima franja que era el río Sena.

El mejor de mis viajesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora