Prólogo: Piloto

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A través de los mares los barcos, llenos de marineros al punto del colapso en su mayoría, atravesaban las aguas turbulentas sin esperanza. Sin fe.

El rey le gritó al capitán. La tormenta los destrozaría. Hasta que un tripulante, montado en el asta de la vela gritó: ¡Tierra a la vista!

Como uno se dirigieron a sus puestos y pusieron sus máquinas a toda potencia.

Habían recorrido las aguas durante tres meses. Tres meses en los que se habían perdido múltiples vidas al favorecer la gula de los nobles, quienes no habían dudado en quemar a los animales y algunos de los muertos por calor o incluso canibalismo. Pero era algo de lo que nadie tenía permitido hablar.

La tierra era fértil. Fresca.

Habían variedades de colores nunca antes vistos por la tripulación y los demás viajeros. Eran más de cien barcos. Quinientos, para ser exactos. Cada uno con una capacidad de mil quinientas personas. Cien de ellos, estaban cargados con múltiples especies de animales de sus tierras que fueron traídos y engordados para ser consumidos, aparearse y así dar lugar a más comida. Cincuenta barcos estaban llenos de armas. Caballería. Sabrá El Padre qué clase de bestias podrían encontrarse, aunque no por nada cada barco poseía un arsenal completo.

Bajaron a tierra. Vegetación. Había vegetación en los árboles.

Los niños empezaron a bajar de los barcos. Veinte de ellos traía por lo menos de dos a tres mil niños de clase baja. Cinco de clase media. Y uno para los de la nobleza, cuyo barco apenas llenaba tres cuartos de su capacidad con todo y los cuidadores de los niños.

La situación era clara. Ese sería su lugar.

Habían perdido su tierra a base de desastres naturales. Erupciones volcánicas, ráfagas fuertes, tornados, tsunamis... Una desgracia.

Todo un reino en quinientos barcos. Y doscientos eran de esclavos, solo para hacer el trabajo duro. Cinco para la clase baja. Setenta y cinco para la media. Cinco para la alta. Y treinta y nueve más para la nobleza y sus protecciones, solo que la última clase no iba ni de cerca apretada.

Eso decía mucho de las prioridades.

El rey mandó a llamar a cinco hombres, cinco mujeres, cinco niños y cinco niñas. Todos esclavos mugrosos y enfermos por la falta de alimento y aseo. Prolongaban su dolor dándoles sólo lo suficiente. Fueron quienes probaron las frutas.

Los nobles se desagradaron al ver el ansia con el que comían. El sabor exquisito y jugoso, en algunos casos dulce y en otros amargo, los hizo sentir llenos. Extasiados.

Esperaron una hora. Luego dos.

El campamento estaba en movimiento mientras los centinelas vigilaban a los esclavos.

El rey ordenó la tala de los árboles. Crearon sombra y moldearon la naturaleza a su gusto lo que pudieron. Tomaron las coloridas frutas y las prepararon con la carne del cerdo más gordo. Encontraron especies y las prepararon. Fundieron el sabor y crearon mezclas que daban lugar a múltiples explosiones de sabores en sus bocas durante tres días.

Tres días de gula, avaricia y codicia.

Los esclavos fueron prohibidos de, lo que consideraron los nobles, el nectar del paraíso. Los frutos benditos con los que El Padre los recompensaba por los tres meses de viaje sin destino.

Hasta que la naturaleza llamó a sus guerreros.

El fuego fue su principal guía al encuentro entre mundos.

¿Quienes son?– Preguntó el centinela de color melaza en su idioma.

Ambos mundos se vieron cara a cara en ese momento. Los rostros más raros que habían visto con piel oscura, sucia.

Génesis De Imperio: Precuela [Saga Elementos] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora