Chapter XCIV.

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Capítulo diez.

"Tomar un riesgo".

Durante un emocionante minuto Percy sintió que estaba ganando. Contracorriente atravesaba a las arai como si estuvieran hechas de azúcar en polvo. A una le entró pánico y se chocó de frente contra un árbol. Otra chilló y trató de huir volando, pero Percy le cortó las alas y el monstruo cayó en espiral a la sima.

Cada vez que una diabla se desintegraba, Percy experimentaba una sensación de temor más intensa: estaba cayendo sobre él otra maldición. Algunas eran brutales y dolorosas: puñaladas en el estómago, la sensación abrasadora de estar siendo rociado con un soplete... Otras eran sutiles: frío en la sangre, un tic incontrolable en el ojo derecho... ¿Quién te maldice con su último aliento y dice: «Espero que sufras un tic nervioso en el ojo»?

Percy sabía que había matado a muchos monstruos, pero nunca había pensado en ello desde el punto de vista de los monstruos. En ese momento, todo su dolor, su ira y su rencor caían sobre él y minaban sus fuerzas. Las arai no paraban de acercarse. Por cada una que mataba, era como si aparecieran seis más.

Se le estaba cansando el brazo con el que sujetaba la espada. Le dolía el cuerpo y la vista se le nublaba. Trató de dirigirse a Katherine, pero ella estaba fuera de su alcance, diablas interponiéndose en su paso.

Cuando por fin despejó el camino y se dirigió hacia ella dando tumbos, un monstruo se echó encima de él y le clavó los dientes en el muslo. Percy gritó. Redujo a polvo a la diabla de un espadazo, pero inmediatamente cayó de rodillas. La boca le ardía todavía más que al tragar agua de fuego del Flegetonte. Se inclinó, estremeciéndose y sacudido por las arcadas, mientras una docena de serpientes de fuego parecían abrirse paso por su esófago.

Has elegido, dijo la voz de las arai, la maldición de Fineas..., una magnífica muerte dolorosa.

Percy trató de hablar. Tenía la lengua como si la hubiera metido en un microondas. Se acordó del rey ciego que había perseguido a unas arpías por Portland con una desbrozadora. Percy lo había retado a hacer una apuesta, el perdedor había bebido un frasco letal de sangre de gorgona. Percy no recordaba que el viejo ciego hubiera pronunciado una maldición final, pero, como Fineas se disolvió y regresó al inframundo, probablemente no le había deseado a Percy una vida larga y feliz.

Después de la victoria de Percy, Gaia le había advertido: «No fuerces su suerte. Cuando les llegue la muerte, te prometo que será mucho más dolorosa que la causada por sangre de gorgona». En ese momento estaba en el Tártaro, muriéndose a causa de la sangre de gorgona, además de otra docena de atroces maldiciones, mientras veía como la chica que le gustaba sufría con el peor castigo: su libertad perdida, completamente vulnerable ante los demás. No siendo eso suficiente, creyendo que Percy continuaba enamorado de Annabeth y no de ella.

Aferró su espada. Sus nudillos empezaron a humear. Volutas de humo blanco salían de sus antebrazos.

«No pienso morir así», pensó. No solo porque fuera doloroso y de una cobardía insultante, sino también porque Katherine lo necesitaba. Cuando él estuviera muerto, las diablas centrarían su atención en ella. No podía dejarla sola.

Las arai se apiñaron en torno a él, riéndose y siseando.

Su cabeza explotará primero, conjeturó la voz.

No, se contestó a sí misma, procedente de otra dirección. Se quemará de golpe.

Estaban apostando a ver cómo moriría y la marca de chamusquina que dejaría en el suelo.

—Bob —dijo con voz ronca—. Te necesito.

Una súplica inútil. Apenas podía oírse a sí mismo. ¿Por qué iba a responder Bob a su llamada dos veces? El titán ya sabía la verdad. Percy no era amigo suyo.

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