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Se respiraba un ambiente de diversión y las risas flotaban en el aire.

Ivy se acercó al mostrador dando saltitos como tantas veces lo había hecho.

- Pero bueno! Si son mis clientes favoritos! - Las comisuras de los labios de Andrés se levantaron hasta formar unas adorables arrugas. Andrés era el propietario del establecimiento y siempre les arrancaba una sonrisa a los Bravo aunque tuvieran un mal día. Era de esas personas que siempre estaba sonriendo y que caía muy bien a la gente. Le caía tremendamente bien a Ivy.

- Aix, eres demasiado bueno con nosotros, Andrés, Dios te bendiga - Se lamentó su padre, y todos soltaron una carcajada.

Se pusieron los patines y entraron en la pista.

Dieron varias vueltas como si fuera un paseo, pero luego Ivy avanzó con más potencia con la finalidad de divertirse más.

Pero al intentar dar una vuelta, puso mal el pie y se cayó. Una mano apareció delante de ella. E Ivy, con los ojos vidriosos, la aceptó.

Al mirar hacia la persona misteriosa que le había ofrecido la mano para levantarse, se dio cuenta de que era una niña más o menos de su edad, con dos largas trenzas que le colgaban por ambos lados de la cabeza y unos ojos marrones. La otra niña, al ver sus ojos rojos, se estremeció por un segundo y se apresuró a irse.

Ivy se había quedado atontada viendo como desaparecía entre la multitud hasta que su padre le apoyó la mano el hombro y la sacó abruptamente de su sueño.

- Ei, estás bien? He visto que estabas en el suelo, te has hecho daño?

- Me gustan las chicas.

- Qué?

- Que no me gustan los chicos.

Pablo miró muy fijamente a su hija como si pudiera ver lo que estaba pensando.

- Hija, estás cansada, vamos a casa, anda.

Él empezó a moverse, pero como vio que no la seguía, la estiró del brazo.

- No. - Había estado pensando. Sabía que era un pecado porque había ido más veces de las que pudiera recordar a misa, pero lo había aceptado. Se había aceptado.

- No digas eso. No me gusta. Es un pecado. - Sus labios formaron una fina línea de color blanco y atravesó a Ivy con la mirada. Pero él también lo sabía, simplemente lo ha estado evitando, evitando ver la verdad.

Miró a su alrededor y dijo:

- Siempre he sabido que eras un demonio, con esos ojos. - Dijo muy serio. Y nada le habría dolido más, fue como recibir un puñal por la espalda, como si le hubieran clavado una mano hasta el corazón y una vez allí se lo hubieran retorcido. Le faltaba el aire.

Y él se la llevó. Para no volver a verla jamás.

La chica de los ojos rojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora