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Lalisa amaba y a la vez odiaba su trabajo.

No podía negarlo, amaba el hecho de sentirse sexy, ser el centro de atención y tener el control en el escenario. Cada movimiento que ejecutaba, cada giro y cada mirada cautivadora, le recordaban que poseía un poder seductor. Las luces tenues del club nocturno destacaban los destellos de confianza que emanaban de ella en el escenario.

Sin embargo, ese amor por la atención y el control se mezclaba con un profundo odio hacia la realidad que enfrentaba. Sabía que, para muchos, su trabajo como stripper era objeto de juicios y estigmatización. Aunque intentaba desafiar esos estigmas, no podía evitar sentir el peso de la mirada crítica de la sociedad.

Cada vez que abandonaba el escenario, volvía a enfrentarse a la dualidad de su existencia. Fuera del brillo de las luces, se encontraba con una realidad que a menudo chocaba con la imagen sensual que proyectaba en el club nocturno. El estigma social, las miradas de desaprobación y la constante lucha contra la percepción ajena formaban parte de su día a día.

El estigma social no era lo peor, lo peor era tener que lidiar con aquellos clientes. 

Odiaba que siempre que estaba dando su show le gritaran obscenidades, intentaran tocarla. También los shows privados podían ser incómodos.

Ella solía poner ciertas reglas antes de empezar, tales como no grabar videos, tomar fotos o no tocar. Pero muchas veces terminaban incumpliéndolo. Odiaba sentir y ver las asquerosas erecciones de aquellos hombres y la manera morbosa en que le veían.

¿Es que acaso esos gorilas no sabían diferenciar un simple baile de un servicio sexual?

La indignación de Lalisa crecía cada vez que se enfrentaba a la desagradable realidad de ciertos clientes. A pesar de sus reglas claras y firmes, algunos hombres parecían incapaces de respetar los límites establecidos. La línea entre el arte de su actuación y la invasión personal se volvía borrosa, empañando la experiencia que ella intentaba ofrecer.

Los gritos obscenos y los intentos de contacto físico no solicitado eran constantes molestias que Lisa tenía que soportar. Se preguntaba por qué algunos hombres no podían simplemente disfrutar del espectáculo sin cruzar los límites. El desprecio hacia esos comportamientos groseros se mezclaba con la impotencia de sentirse vulnerada en su propio lugar de trabajo.

Los shows privados, diseñados para ser más íntimos pero dentro de los límites establecidos, a menudo se convertían en situaciones incómodas. A pesar de las reglas claras, algunos clientes insistían en violar el espacio personal de Lisa, ignorando por completo su derecho a sentirse segura y respetada.

La mirada lasciva y las erecciones descaradas de aquellos hombres eran una afrenta a la dignidad de Lisa. No entendía cómo podían confundir su arte con la disposición para servicios sexuales. La frustración se convertía en un nudo en su garganta, mientras lidiaba con la realidad de que algunos hombres no veían en ella a una artista, sino simplemente un objeto para su propio placer.

A pesar de estos desafíos, Lisa se esforzaba por mantener su fortaleza. Cada actuación en el escenario era un acto de resistencia contra la objetivación y la degradación. En esos momentos, recordaba por qué amaba su trabajo: la posibilidad de redefinir la percepción de la sensualidad y la feminidad a través de su arte.

Pero la realidad fuera del escenario continuaba siendo una batalla constante. Lisa anhelaba un cambio en la mentalidad de aquellos que la miraban con desprecio y desdén. Quería que la vieran como una artista talentosa en lugar de reducirla a estereotipos y prejuicios.

También detestaba al chico que presentaba a cada Stripper.

Siempre daba un discurso asqueroso, machista antes de presentar a cada una de ellas. Tanto, que la misma Lalisa le exigió de manera personal, que no dijera aquellas cosas cuando ella fuese a hacer su show no dijera aquellas cosas.

The Stripper.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora