Antes

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Mamá, me da miedo quedarme atrás
Quedarme ahí abajo con mi ansiedad
Grito, no me sale la voz y tú no vienes
Me agarró del pie cuando eché a volar
Me cogió del pelo y me dijo ya
"No te dejo seguir sin mí, si no me quieres"
Dragón, Lola Indigo

Todo comenzó en primero de bachillerato, cuando de repente mi mundo se empezó a tambalear y mi autoestima cayó en picado. Empecé a ver una imagen distorsionada de mí en el espejo, veía imperfecciones por todas partes, excesos de grasa por todo mi cuerpo. Sentía que con ese físico nadie me querría y decidí cambiarlo de la peor manera posible. Dejando de comer, dejando de alimentarme, dejando de salir, dejando de vivir. Me convertí en una persona horrible e irritable, la hora de sentarme en la mesa para comer con mis padres y mi hermano siempre había gritos y enfados porque no quería comer y no quería aceptar la ayuda que me ofrecían porque no quería asumir que estaba comenzando a tener un problema serio. 

El baile era lo único que me hacía sentirme viva, esa hora al día durante cinco días a la semana era la que hacía que mi corazón latiese, pero mi madre tomó la decisión de prohibirme ir a la academia hasta que empezase a comer un poco más. En ese momento me pareció la peor persona del mundo, un monstruo que había venido para arrebatarle lo único bueno que me quedaba en la vida. 

— ¡TE ODIO! — le grité llorando, rota en mil pedazos cuando me dio la noticia y vi como una lágrima se escapaba de sus ojos. 

— No le hables así a tu madre — me regañó mi padre poniéndose a su lado pero mi madre levantó la palma de la mano pidiéndole que me dejase.

— Yo también me odio — dijo —. ¿Sabes por qué? Porque ¿qué clase de madre soy si no puedo hacer feliz a mi hija? ¿Si la veo sufrir y hacerse daño y lo único que me queda para pararlo es hacerle más daño quitándole lo único que le gusta? Pero es que no sé qué más hacer, Lorena. No sé qué más hacer para que comas, para que te cuides... y no pienso permitir que sigas bailando, haciendo ejercicio y gastando calorías si no te alimentas

Me quedé frente a ella, llorando, incapaz de decir nada. Tan solo tenía ganas de desaparecer, de morirme.

— Es lo mejor para tí, hija — añadió mi padre.

— ¿Y tú qué sabrás lo que es mejor para mí? — pregunté llena de rabia — ¡ME HABÉIS QUITADO MI PUTA VIDA, NO OS QUIERO VER NUNCA MÁS! — volví a gritar, y esta vez fui directa a la pared para pegarle puñetazos y soltar todo lo que llevaba por dentro, pero en seguida mi madre me frenó y me abrazó para evitar que me hiciera daño. 

— Cariño, ya está. Sácalo, pégame a mí, grita, desahógate.

Pero no le pegué, dejé de forcejear porque al fin y al cabo era mi madre y en el fondo no la odiaba. Dejé que me abrazarse mientras lloraba, dejé que me meciese y entre sus brazos y me arrullase hasta que me fui rejalando poco a poco.

En ese momento comprendí que necesitaba ayuda, que la situación acababa conmigo o yo con ella. Elegí lo segundo. Empecé a ir a terapia, empecé a intentar recuperarme mes tras mes y, el día que mis padres me dejaron ir de nuevo a bailar me sentí la persona más feliz del mundo, aunque nada comparable con el día en el que me permitieron irme sola a la capital gallega para estudiar en la universidad durante cuatro años.

 Empecé a ir a terapia, empecé a intentar recuperarme mes tras mes y, el día que mis padres me dejaron ir de nuevo a bailar me sentí la persona más feliz del mundo, aunque nada comparable con el día en el que me permitieron irme sola a la capital ...

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La primavera que hay en tus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora