PERFECTA - 6: TO AVOID PAIN

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Idylla siempre había creído que el amor estaba fuera de su alcance.

Que se encontraba más allá de la frontera, abandonado en aquella aldea pequeña donde sus padres le habían ordenado correr sola, sin grandes consejos, sabiendo las pocas posibilidades que tenía de sobrevivir y sobre todo: sin compañía.

Ella pasaría todos los años de su vida preguntándose qué había hecho tan malo como para que sus padres la abandonaran cuando más los necesitaba.

Si no estaban enojados porque su hija fuese una asesina, ¿por qué no fueron con ella?

Si lo estaban y el amor que habían demostrado cada noche en su pequeña tienda se había acabado en el momento en el que vieron de qué era capaz, ¿por qué no la entregaron?

Y la pregunta más importante, la que seguiría acechándola por años a pesar de vivir en un mundo totalmente diferente, siempre sería: ¿por qué los Viejos Padres la habían dejado vivir?

Incluso en el lejano futuro que la esperaba, en aquel reino donde solo había una luna en el cielo, a veces se preguntaba si sus dioses no se habían equivocado. Si no la habían confundido con alguien más que rezara por un futuro feliz cada noche, con alguien cuyas manos no estuvieran manchadas de sangre y cuyas acciones no comulgasen más con las de la loba negra que con las de ellos.

Idylla de todos modos, sí rezaba. Lo hacía con la esperanza de encontrar todas las respuestas que escapaban a su comprensión, todas esas respuestas que no la dejaban dormir por las noches, algo que había ocurrido cada noche desde que fuese recibida en esa casa noble de Zujaj, un puesto pagado con su más preciada posesión, con su sangre, sus lágrimas y su dolor.

Un truco que ella jamás podría repetir, al tener la certeza de que sus amuletos jamás funcionarían en ella misma.

Intentarlo de nuevo era una condena de muerte y mientras ella no encontrara una respuesta a sus rezos, no estaba dispuesta a abandonar ese mundo por complicado que fuera. Aunque le costara reconocerlo, aunque fuese solo para ella misma, estaba asustada de lo que encontraría al otro lado si lo hacía.

Así que pagaba su estancia con amuletos que hacían a otros sufrir como ella lo había hecho antes, sintiendo que, con cada uno, una parte de su restante humanidad moría.

Jamás había imaginado que el precio que había pagado por una vida más cómoda sería no solo su dolor, si no el de la gente a su alrededor, quienes no lo merecían y sabedores de aquello, no paraban de reprochárselo.

Por eso Idylla trabajaba desde el que sol salía hasta que las lunas brillaban en el centro del cielo. Esperaba que aquel que se había apiadado de ella una vez, aún hubiese sido solo por una suerte de retorcida curiosidad, pudiera reconocer el valor de su trabajo y un día dejara de solicitarle amuletos para entretener a sus invitados.

Sin embargo, aquello nunca sucedió y la atención que ella esperaba ganar con su esfuerzo para ser libre, terminó por acorralarla incluso más, cuando aquel hombre vio en ella no a una valiosa trabajadora si no a una mujer que parecía luchar por ganar su favor.

Le dijo que podría ser correspondida, que era hermosa y que podría valer la pena. Que ambos podrían divertirse y que podrían ser felices, pero esas palabras se le antojaban ajenas a una chica como ella, que había abandonado hacía mucho sus sueños y las ambiciones de ser lo que su pueblo esperaba de ella, lo que ella misma una vez había creído que quería.

Por eso, ella no pudo corresponderle.

Trató de explicarle de todos los modos que pudo el porqué, trató de hacerle entender que el amor no estaba en sus posibilidades y que ni la diversión ni la felicidad parecían ser algo que los Viejos Padres le darían en la vida, pero fue inútil.

Así como al principio falló en verla como una trabajadora excepcional, el noble falló en verla como algo más que una caprichosa muñeca cuya valentía se había esfumado cuando había conseguido lo que quería.

Fue así que una vez más, Idylla estuvo al borde de terminar en las calles.

Con el miedo más crudo, más duro y más real que la última vez, pues ahora ya sabía lo que significaba estar en aquel sitio. Sabía lo difícil que era un invierno sin techo y una noche sin comida.

Aun así, descubrió en ese momento algo en su interior que le pareció tan novedoso como extraño. Un instinto que iba en contra de todo lo que significa sobrevivir: orgullo. Ella no iba a rogar por compasión cuando no había hecho nada malo. No estaba dispuesta a escapar una vez más como un cachorro herido que tenía que esconderse en las montañas y lamer sus heridas con los ojos inundados en lágrimas.

Aceptó la decisión del hombre, impasible como un mar en calma y aquello pareció confundir al noble, quien terminó considerándola un rompecabezas demasiado complicado para él, algo que no estaba en el poder de los hombres resolver.

Esa fue su salvación.

Ella no planeaba ningún truco, ninguna venganza, ninguna afrenta, pero él no lo sabía y más importante aún, lo temía y con eso, en lugar de que las calles se volvieran su hogar, lo hizo el castillo de cristal. Un sitio que siempre necesitaba personas para trabajar, un sitio medio vacío y medio maldito, donde no todo el mundo podía quedarse y donde solo vivían las sombras de lo que antaño había sido.

Un lugar triste y desolado, pero un refugio seguro para sobrevivir a la guerra. Para esperar a que sus plegarias fueran escuchadas.

Así que, de nuevo, calmada y serena como una laguna en invierno, Idylla abandonó aquella casa que en algún momento había pensado que podría ser su hogar y se marchó al frío castillo sin ninguna objeción, porque el amor estaba fuera de su alcance, como lo estaba la primavera en su corazón.

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⏰ Última actualización: Mar 06 ⏰

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