X.

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Las heridas y una venganza.

El frío invernal se colaba en sus huesos y el dispositivo de rastreo a modo de collar en su cuello, apretaba de manera insufrible. Vio la hora en su reloj y comprobó que ya había esperado bastante.

Rei seguramente ya había hecho lo suyo.

Estaba en un callejón de mala muerte, esperando oculta entre las sombras al momento en que Luciano Vetucci, un antiguo socio de Nicholas, se viera despojado de sus guardaespaldas bien armados.

Frotó sus manos entre sí, la fricción de la piel entregándole algo de calor. Subió el cierre de la chaqueta de cuero que llevaba puesta, aquella que se le proporcionaba cuando debía hacer aquellos trabajos para su mecenas. El collar que revelaba su condición de rea quedó oculto bajo el grueso cuero negro.

—Aquí vamos —susurró ronca y bajo.

Salió del callejón con las manos en los bolsillos de su chaqueta. No llevaba armas, si uno de los guardaespaldas de Luciano la detenía para inspeccionarla, portar un arma la delataría y estropearía el plan. Seguramente también saldría herida con alguno que otro balazo.

¿Morir? No tenía tanta suerte.

Al entrar al hotel vio a la recepcionista rubia con la que se había registrado en una habitación anteriormente. Ignoró el descarado coqueteo de esta e hizo su camino hasta los ascensores. Las personas la observaban con algo de recelo, quizá su rostro atestado de veneno era la razón. Todas las personas la miraban así.

No, no todas. Había un par de inocentes ojos cafés que jamás la miraban de esa forma.

Al salir del ascensor vio a los cuatro gorilas fuera de la habitación doscientos uno, ella tenía la llave de la habitación doscientos dos. Las miradas de los hombres inmediatamente se colocaron sobre Seulgi. Comenzó a caminar en dirección a ellos y a los pocos segundos tenía dos revólveres apuntándola.

—Esta zona está reservada. ¿Quién eres y por qué estás aquí?

La castaña frunció el ceño y sacó la llave de su habitación.

—Uhm. Llevó aquí unos días, hospedándome. —Se encogió de hombros y levantó las manos, mostrando sus palmas desnudas—. Mira, amigo. No quiero problemas... Solo estoy aquí de paso. Así que déjame ir a mi habitación.

—Revísala —indicó uno de los hombres, enfundado en un suntuoso traje negro de dos piezas.

Ocurrió tal como Seulgi predijo. Entre dos gorilas la revisaron completamente. Haciéndola gruñir al sentir las manos ajenas tocar cada rincón de su cuerpo por encima de la ropa.

—Está limpia. Puedes pasar, pero si se te ocurre hacer ruido o molestar, descargaré cada bala que tengo en tu cráneo —amenazó uno de los hombres, con su arma presionándose sobre la sien de Seulgi.

—Comprendo. No haré ningún ruido. Solo quiero ir a dormir.

Ante la atenta mirada de los hombres, entró a su habitación. Destensó sus hombros y cuello, frotando su nuca y mirando el enorme ventanal que daba al balcón. Encima de la cama, una pequeña maleta plateada descansaba. Se sentó con parsimonia, colocando el rectángulo metálico sobre sus piernas. Al abrirlo encontró un par de guantes negros y una conocida amiga.

Se colocó los guantes con cuidado y tomó su revólver, colocando el cargador y quitando el seguro. Sería tan simple como disparar si no fuera porque el bastardo de Nicholas quería a Luciano vivo para poder torturarlo él mismo. El trabajo de Seulgi era proporcionárselo.

Sus dígitos tronaron cuando apretó los puños. El flujo sanguíneo de su corazón se vio incrementado por la adrenalina que comenzaba a hacerse presente. Ya había sido suficiente espera y no sabía cuánto tiempo Rei podría entretener al vejestorio.

Prisionera - seulreneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora