IX.

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Las velas y una mentira.

Sus dedos se presionaban dolorosamente contra la áspera pared. Tenía resentidas las yemas de sus dedos y aun así no podía despegar sus manos del concreto frío. La desesperación con la que el vapor caliente salía de su boca entreabierta, las gotas de sudor perlado que hacían un camino por su piel caliente y el frío de la noche que contrarrestaba el fuego de su sangre; la volvían loca.

Quería sacarse el corazón para no sentir aquellos frenéticos latidos.

—No te lo guardes, corderita. Gime para mí —la demandó quedamente—. Muéstrame cómo te gusta que te de duro.

Irene soltó su labio inferior, dejando emerger agudos y suaves gemidos que nacían en su garganta. Estaba en una vertiente de placer y hedonismo. Con su dueña reclamándola, hundiéndose en ella. Una mano de Seulgi se clavaba en sus caderas, posesiva y sensualmente.

—M-más. Dueña, Seulgi —imploró agonizante

El sudor de Seulgi caía por su espalda, traspasándole la piel como ácido y fusionándose con su propia sangre; quedándose en ella.

Estaba al borde de un precipicio, llevada por la forma bestial y pérfida que tenía su dueña para follarla. Una moribunda sedienta que era lanzada a un manantial de aguas dulces, bebiendo hasta saciar su sed y ahogándose al mismo tiempo. Las penetraciones eran lentas y profundas, haciéndola necesitar más. Su punto dulce enviaba descargas eléctricas cada vez que los dedos de Seulgi la rozaban. La quemazón en su pequeña y rosada entrada, apenas dilatada antes de que Seulgi se adentrara en ella, provocaba espasmos en su cuerpo.

—Me encanta tu vagina. Joder, muévete para mí, para tu dueña. —Rasguñó la carne de los glúteos de Irene—. Tan puta, solo para mí.

Cimbró su espalda, obedeciendo a la exigencia de Seulgi. Jadeando en necesidad de aire. Se sentía llena, saciada en deliciosas sensaciones. El dolor del trato bruto de Seulgi contraponiéndose al placer que su propio cuerpo había encontrado en ello.

—Quiero tocarme. Por favor, ne-necesito. Yo n-necesito, dueña...

Seulgi se hundió con fuerza en su interior, sacándole un baladro suplicante.

—¿Quieres tocarte? Puta glotona. ¿No te basta con mis dedos llenándote? ¿Aún quieres más? —gruñó.

El sonido de la piel húmeda chocando contra la mano de Seulgi. La respiración pesada de Seulgi cerca de su nuca. El calor que ambas emanaban y el aroma de la sal picante que provenía del sudor de sus cuerpos. Todo era simplemente descomunal.

Irene bajó una mano hasta su propio centro, doblando un antebrazo en la pared para dejar descansar su frente sobre este. Su clítoris palpitaba dolorosamente. Comenzó a frotar, retorciéndose y alzando sus caderas para que Seulgi pudiera penetrarla a gusto.

—¿Te estás tocando?

—S-sí.

—¿Se siente bien? Mis dedos hundiéndose en tu vagina mientras te masturbas. —Llevó su boca hasta el hombro de Irene y abarcando una generosa cantidad de piel, hincó los dientes. Mordiendo hasta que el sabor metálico de la sangre ajena se hizo sentir en su paladar.

—¡Sí! —sollozó—. T-te necesito, más.

Lágrimas agolpándose en el límite inferior de sus enrojecidos ojos. La lengua de Seulgi se deslizó por la zona de piel lastimada, lamiendo y haciéndola arder.

—Voy a malditamente llenarte de mí, corderita —susurró Seulgi sobre el oído de Irene. Tironeándole el lóbulo de la oreja.

Irene se estremeció por las palabras de Seulgi. Tan sucias y carnales. La emperadora llevó su otra mano hasta el clítoris de Irene, abarcando la mano de esta y ayudándola a masturbarse más rápido.

Prisionera - seulreneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora