XXIV

70 16 2
                                    

De aquella dulce y vil manera, esa noche el cuerpo de Irene fue expiado con besos dulces y bañada con lágrimas amargas. Su alma fue cercenada, escindida y dolió sin sangrar.

No era una historia de amor digna de ser contada, era sucia y dolorosa. Lo de ellas era peligroso, las hacía vulnerables y débiles. Quizá no era amor, quizá Seulgi tenía razón y solo era un síntoma de la irrevocable demencia en la que ambas habían caído. Una enfermedad, una leucemia de sentimientos demasiado propagada para poder ser detenida. De ser así, no habría enfermedad más dulce en el universo ni muerte más esperada.

Irene recordó, un paseo tenue por su memoria, cada momento vivido con Seulgi. Lo bueno y lo malo, las lágrimas derramadas y cada muro derrumbado. Las peleas, las risas, las palabras hirientes y los arrullos. El placer que encontraban en el cuerpo de la otra, los besos que se demandaban mutuamente; había tanto.

Sus primeros meses en Camp Alderson, como Seulgi intentaba apartarla de ella, como Irene se negaba a ser apartada. Como se dejaba herir por su dueña y le exigía a la misma que lamiera sus heridas, sanándola hasta que aprendiera a tocarla sin lastimar.

Los ojos de Irene pesaban, más sus párpados se negaban a caer. Ambas recostadas de costado sobre la dura superficie llamada cama, mirándose sin tener nada más que decir puesto que habían vertido toda emoción en la otra cuando hicieron el amor, cuando encontraron la libertad una vez más. Con ojos hinchados y brillantes, producto de las lágrimas derramadas. Cuerpos desnudos y el sudor de ambas mezcladas en un suave aroma, uno que Seulgi sentía en su paladar; había besado y degustado cada recoveco del cuerpo de Irene.

La poca luz le impedía a Irene vislumbrar algo más que la silueta de Seulgi, pero no necesitaba más. Había memorizado cada aspecto de su dueña, cada imperfección, cada cicatriz. Deslizó una mano vacilante hasta la mejilla de Seulgi y arrastró sus dedos por toda la perfecta extensión de esta.

—Amor —suspiró Seulgi sobre los labios de Irene. Ronca y lenta, con su voz gastada.

—¿Hm?

—Amor... M-mierda, quiero decirte así cada día. Solo... Mi amor.

—Lo harás... —contestó en un arrullo suave. Irene sabía que Seulgi estaba sonriendo. Eso dolía.

—Mi amor... mi amor. E-eres mi amor, solo mía. Aquí estamos y... tú eres eso, eres mi amor. Nadie más lo fue, nadie más lo será, corderita. Solo tú.

—¿Me dirás que me amas?

—¿Necesitas que te lo diga?

—No.

—¿De verdad?

—Sé que lo haces. Sé que me amas.

—Le dije a Wendy lo que siento por ti. Ella dice que es amor, yo digo que es algo distinto... —Seulgi dejó un beso débil en los labios de Irene; estos estaban afiebrados. Seguramente rojos por las mordidas y lamidas—. Que no puede ser amor, que tú me amas... eso, lo que tú sientes, es hermoso. Es como, es así, limpia. Es brillante... como tú.

—Seulgi, ¿por qué piensas que solo hay una manera de amar?

—¿Qué? No lo sé. No... No tengo idea, corderita. Antes de ti, ni siquiera podía imaginarme pronunciando esa palabra. Solo te tengo a ti de ejemplo.

E Irene jamás podría encontrar a otro ser humano más hermoso que Seulgi. Tan rota y hermosa, tan ingenua y cruel. Su dueña era una antítesis en su existencia. Irene amaba eso. Irene amaba todo.

—Tú me amas, Seulgi.

—¿Lo hago? ¿Realmente? No es... ya sabes, ¿estás segura?

—Lo estoy. Me amas, más de lo que cualquier humano podría llegar a entender.

Prisionera - seulreneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora