XVII

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El primer amor.

Irene se encontraba apoyada en el marco de la ventana de la unidad médica. Con un cigarrillo entre sus dedos y una expresión de cansancio, que seguramente tenía algo que ver con las muchas miserables heridas que había atendido ese día.

El personal de turno le había pedido que se quedara a cargo por algunos minutos mientras iban por algo de comer y café. Irene no pudo negarse cuando le prometieron una taza de aquel brebaje marrón amargo.

Vió hacía abajo, a las guardias de la prisión que parecían personas pequeñas. Cargando los cadáveres de las caídas entre las paredes de Camp Alderson. Aquella deprimente escena hizo que se le dificultara pasar el aire por su garganta.

Recordaba su plática con Lucia, la novia de Rose. Como de su propia boca salió la horrible veracidad de que Camp Alderson solo era una de las tantas prisiones abandonadas y sin ley aparente. Quienes tenían suerte podían pedir su traslado a aquellos reformatorios donde el cumplimiento del orden era indispensable; sin embargo, pocas lo hacían. Acostumbradas al salvajismo y a la ley de la más fuerte, no eran muchas quienes estaban dispuestas a cambiar de ambiente. Irene se hubiera burlado en el rostro de Lucia, de no haber sido porque ella misma formaba parte de esas que no estaban dispuestas a dejar Camp Alderson por otro recinto, sin importar cuan bueno fuese.

—¿Cansada, vaga inútil?

Giró su rostro y vio a Seulgi y Michelle. Le dio una calada a su cigarrillo y lo apagó contra el suelo, ya que de normas sanitarias no había muchos protocolos vigentes.

—¿Qué mierda pasó hoy? Tuvimos unas diez heridas de gravedad. Tuve que lidiar con toda su porquería, Seulgi.

Con sus brazos cruzados y el viento acariciándole la nuca, se quedó en su lugar. No estaba de buen humor, sabía que Seulgi algo había tenido que ver y no le gustaba.

—Traficantes y sus peleas de territorio. Sabes que no las soporto. —Irene llevó sus ojos al techo y suspiró—. Además, no entiendo tu maldito problema. No es tu obligación estar aquí

—Soy médico —intentó justificarse.

Aquel era un tema sensible para Seulgi. Oh su egoísta, muy egoísta dueña. Nunca iba a comprender la vocación de Irene ni como ejercer esa labor era lo único que mantenía de su vida fuera de prisión. Su cable a tierra...

—Y una mierda. Estás aquí porque quieres, así que no me vengas con tus quejas de nena.

—Ya está. No pienso seguir escuchándote lanzar tanta basura. Cuando dejes de ser una gilipollas, búscame. —Irene intentó pasar por el lado de Seulgi, sin embargo, Michelle se colocó delante de ella. Con una expresión firme y seca que la hizo sentir pequeña—...Seulgi.

—No he dicho que puedes irte.

—¿Y para qué quieres que me quede? ¿Para seguir insultando mi trabajo? —La castaña tensó su postura estoica y erguida. Tomó a Irene con aquella fiereza que la caracterizaba y le alzó el mentón con su mano—. Suéltame, Seulgi.

Los ónice de Seulgi se enfrentaban con los ojos de Irene en una batalla de amantes que ambas habían aprendido a lidiar. El agarre de Seulgi era castigador y tosco, con sus dedos enterrándose en la frágil contextura de Irene.

—¿Me estás dando una orden, bastarda altanera?

—No, pero me estás lastimando... Y duele. —Irene supo que la situación iba por mal camino cuando Seulgi la soltó, ladeando aquella sonrisa que precedía al caos—. Se-Seulgi, yo...

—Mich—la interrumpió—. Necesito que hagas algo por mí. Al parecer, mi corderita está molesta porque llené su santuario con sucias ratas.

—Seulgi...

Prisionera - seulreneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora